Si hubo algún conato de debate entre los principales candidatos a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, que tan brillantemente ganó Isabel Díaz Ayuso a principios de este mayo, la cuestión relevante gravitó respecto al asunto de si era necesario elevar a mantener (e incluso bajar) los impuestos.
Aunque la eventual polémica se limitó entonces al reducido campo de los gravámenes que se encuentran bajo el campo de acción del Gobierno regional, el asunto adquiere toda su importancia cuando se traslada al ámbito estatal. ¿Se deben aumentar los impuestos, y a qué sujetos obligados, para incrementar con ello los ingresos del Estado? ¿Y con qué fin?
Puede creerse que la controversia está resuelta académicamente: la derecha liberal no debe aumentar impuestos (en el marco ideológico de que la presencia del Estado en la vida económica ha de ser mínima), en el convencimiento de que una menor carga fiscal -sobre todo, a las empresas- se traduce en activación de la economía, y la izquierda se acoge al axioma de que los impuestos deben grabar las rentas y los beneficios empresariales , especialmente los más altos, para que el Estado pueda asumir con solvencia la mejora continua de las prestaciones sociales e impulsar la creación de empleo y actividad económica con subvenciones y estímulos localizados.
En mi opinión, el debate es estéril ya que, en términos más concretos, está planteado con falsedad. Un Estado eficiente y socialmente responsable puede justificar un incremento impositivo, siempre que se explique a la ciudadanía cuál es el destino de la recaudación, de forma clara y precisa. Un Estado eficiente mantiene un equipo funcionarial justo, limita a lo imprescindible el número de Ministerios y cargos públicos y evita la redundancia de cometidos entre las Autonomías. Un Estado eficiente es transparente en cuanto a las actividades desarrolladas por las entidades de dependencia pública (Universidades y otros centros de enseñanza, Hospitales, centros de investigación, etc.) y , obviamente de aquellas empresas de capital público o mixto que operan en sectores estratégicos (defensa, tecnologías que deben ser desarrolladas para alcanzar rentabilidad, prospección espacial, etc.). Un Estado eficiente, en todas las manifestaciones públicas de su presidente de Gobierno, Ministros y miembros cualificados de la Administración, ofrece tranquilidad a la ciudadanía de que se está actuando con conocimiento, solvencia y seriedad, en la gestión y mejora de los bienes y servicios comunes.
No tenemos un Estado eficiente, ni en lo que se refiere a la Administración central ni tampoco a las Administraciones autonómicas y locales. No hay por que negar la voluntad de querer hacerlo bien, pero se echa en falta coordinación, vigilancia y control, así como transparencia. En muchos de sus representantes, asoma la escasa formación, brilla la prepotencia y se echa de menos la ilusión y el empuje, en tanto sobra el clientelismo, la devoción sin fisuras al líder, la sustitución del programa de actuación por la improvisación y el abuso de poderes. Habría que echar la culpa a muchos factores, propios de nuestra falta de tradición de buen control administrativo y de la forma como se seleccionan los que arriban a la política. De forma más importante que a los elementos ideológicos.
Las últimas elecciones regionales han alimentado una peligrosa deriva sentimental, que ha avivado el sentido localista en detrimento de la idea de comunidad estatal. Quizá por efecto contagio, la recién nombrada delegada del Gobierno, María González, en una presentación conjunta con el alcalde de Madrid, de las medidas de coordinación para que las fiestas de San Isidro de este año de 2021 se desarrollen sin problemas, argumentó, en réplica a la argumentación de José Luis Martínez Almeida acerca de la marginación de Madrid por el Gobierno central, y que debería criticar, como “alcalde de todos los madrileños”, que ella “siempre defendería al Gobierno”.
He aquí, en fiel caricatura, una de las claves de la actual situación política: al elegir el gobierno de Madrid como objetivo de las críticas, demorando actuaciones y restándole apoyos económicos, ha sensibilizado al pueblo madrileño del ataque.
La regionalización de la política nos está haciendo mucho daño colectivamente. La situación catalana, de extrema ravedad y difícil solución, tuvo orígenes triviales. Lo comenté hace ya más de dos años, al referirme a una inscripción que ví en uno de los observatorios ornitológicos de la Bassa de l´Alfacada,
Ni Cataluña afecta solo a los catalanes ni Madrid es reducto de los madrileños. Ambas comunidades son tierra de acogida y no existe espacio para un nacionalismo reduccionista. Ni España nos roba, ni Madrid está siendo atacada, ni Cataluña será mejor independiente y libre, porque esos términos no tienen realidad fuera de la política. De la mala política. No pueden, ni deben tenerla, además. Significaría desligarse de la solidaridad que está expresa en nuestra Constitución como un mandato ineludible, marcando el camino de la vocación de un futuro mejor conjunto, como un solo Estado, un solo país, una sola dirección.
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