En las fotografías de ambiente callejero que se conservan de los primeros decenios de la posguerra civil española, se ve a muchas personas de uniforme. Hay militares de graduación y sin ella, curas de sotana, monjas tocadas en variadas composturas, policías municipales con porra o con casco de explorador, guardias civiles con montera o a carreras, niños de colegio de pago con chaquetilla y escudo bordado, y otros, de inclusa, con mandilones a cuadros y pelo rapado, domésticas de casa de postín con la servidumbre de una cofia, señoras con abrigos de visón en verano y señores embigotados con cintillo en el sobrero y brazalete de luto en la manga del terno o gabardina, tal vez, nos encontramos incluso a serenos con chuzo de vuelta a casa tras su ronda nocturna, …
Los albores de la democracia y su promulgación efectiva, trajeron, camufladas entre tantas cosas buenas, el miedo a las manifestaciones tanto las ideológicas como las de pertenencia a una profesión, ya fuera de fe o de trabajo, y más en especial, a las particulares de orden militar o religioso. Desaparecieron de la vista los uniformes que nos resultaban propios de oficios que eran antes muy comunes, que acabaron restringidos a mostrarse con todo su esplendor solo en los actos conmemorativos por la Patria y en las iglesias y claustros por la gloria de Dios.
Había miedos nuevos: de atentados, de que le encasillaran a uno, de que hicieran mofa de las creencias más profundas. También era justo pensar, como descargo de la discreción de nuevo cuño, que nadie estaba obligado a llevar expuesta su tonsura o acarrear visibles los signos de sus devociones y apetencias. Los hábitos se guardaban, a la espera de la concreta ocasión, con bolas contra la polilla, en los armarios.
Pero el animal humano gusta de exhibirse, y aparecieron otras indicaciones, que fueron dócilmente asimiladas por la mayoría del rebaño, sobre que cómo había que mostrarse. Al principio, los líderes de la rebelión al uniforme, idearon variaciones en el pelaje y en el atuendo que pretendían mostrarse diferentes: pelos largos, barbas y greñas, piernas y senos al aire, ropas sueltas, pantalones de pata de elefante o en canutillo. Pronto, todos imitaron, y, pretendiendo vestirse al gusto de cada uno, se consiguió ser indiscernible del grupo y, por tanto, pasar a ser desapercibido.
Hoy, en que todos vamos vestidos iguales a la moda, el uniforme ha calado más adentro, llegando a los cerebros. Se que afirmar esta uniformidad concreta no es de recibo, y que no gusta a algunos que haya quienes digamos que la sociedad ha absorbido, como Lacoonte, a sus hijos, devorándolos por fuera y por dentro. Lo individual sucumbe ante la fuerza de lo mismo. La igualdad se manifiesta ahora, incluso, en la escasez de ideas originales, en la forma ovejuna en la que se alinean los espíritus con los patrones colectivos que ya no somos capaces ni de discernir quién los inculca.
Los espacios para mostrar nuestra empatía con la masa se han hecho, por tanto, más extensos. Los estadios, más grandes; los lugares de reunión de la manada, más concretos. La expresión de pareceres, la discusión de la que surge el conocimiento ventajoso, muy escasa.
Y ay de quien no lleve puesto el uniforme, porque será identificado de inmediato como ajeno a la tribu, sospechoso. Aunque, como la historia no termina aquí, solo habrá que esperar a que baje de nuevo la marea y, como sucedió en otras ocasiones, alguna generación venidera advertirá que hemos estado idolatrando a tipos que, habiéndonos hecho creer que llevaban uniforme, lo que nos estaban dejando es, en su propio beneficio, en pelotillas.