-Me parece que necesito tomar algo -dijo el juez Pertuncho. El Secretario en funciones le había agarrado por el brazo izquierdo y le había hecho daño.
-Me parece estupendo. Así, conocerás a los demás. -oyó decir al Secretario, que volvía a tutearle, como al principio, cuando le había interrumpido en sus pensamientos de satisfacción por el poder que creía recién consolidado. Los oídos le zumbaban. “Me ha subido la tensión”, pensó.
No hubiera sido capaz de recordar si la puerta del Juzgado quedó cerrada, si el olor a potaje se había disipado, si el bar estaba a pocos metros o habían utilizado la furgoneta y hasta qué punto Al notar que algo caliente se le deslizaba por la comisura, el juez Pertuncho tomó conciencia de que estaba sangrando por la nariz, lo que hacía tiempo no le sucedía.
-Estás sangrando por la nariz -le advirtió el Secretario-.
-Me pasa con frecuencia -mintió Pertuncho, quitándole importancia, mientras buscaba un pañuelo, que no encontró, en el bolsillo del pantalón.
-Siéntate en ese murete y echa la cabeza hacia atrás; se te pasará pronto -aconsejó el subordinado-. A mi mujer le sucedía también al principio de los embarazos.
La comparación de situaciones tuvo un efecto revitalizador sobre el ánimo del juez, quien, taponándose fuertemente las fosas nasales con los dedos pulgar e índice de la mano derecha, expresó -con voz gangosa- su voluntad de seguir andando hasta el local en donde le esperaban, según le había anunciado el Secretario, “los demás”.
Estaba, en verdad, o así le pareció al Juez, reunido para la ocasión, todo el pueblo. Al abrirse la puerta batiente -una lejana rememoranza de los salones de las películas de vaqueros, a las que había sido aficionado cuando estudiaba la licenciatura de Derecho- comprobó que el bar estaba abarrotado; incluso en el exterior se habían cruzado con grupos de personas conversando animadamente.
Cuando la pareja desigual entró en el local, se produjo un silencio profundo, expectante, y los corrillos iban abriendo un pasillo respetuoso. El aire era de solemnidad.
-Bienvenido, señor juez -pronunció un anciano, al que Pertuncho calculó no menos de ochenta años, con voz teatral-. Soy el oficial del Juzgado.
El juez aceptó la mano tendida, sin dejar de observar que la otra se apoyaba en un bastón con empuñadura metálica, lo que le recordó otros momentos, sin que pudiera precisar cuáles.
-Permítame que le presente a los dos letrados de los que ya le hablé -dijo el Secretario, tomando nuevamente el protagonismo-. El honorable Sr. Gastón Palaciegos, y el no menos honorable Sr. Patrocinio del Corbo.
Pertuncho se descubrió a sí mismo dando la mano a aquellos dos venerables, quienes podían rivalizar con el oficial en cuanto a la antigüedad de su placa de matrícula de inscripción en este mundo de mortales; ambos estaban sentados en torno a una de las mesas, que, a pesar de la aglomeración, no compartían con nadie más. Había restos de café con leche en sus tazas y sendas copas de coñac, casi rebosantes, las flanqueaban.
Los designados como honorables por el Secretario, le habían tendido su mano, simultáneamente, pero no se levantaron de los asientos.
-Encantado de conocerles -empezó Pertuncho, quien, aún sin tener claro el discurso de lo que debía decir, tenía la convicción de que no podía consentir que se le arrebataran las riendas del momento-. El Sr. Secretario me ha puesto al corriente de las graves irregularidades que se han estado cometiendo en el Juzgado que ha pasado a ser de mi jurisdicción. Vds., como letrados, deben ser conscientes de la gravedad de los hechos. Aunque no tenga nada que objetar respecto a las actividades de mediación o arbitraje voluntarios que, al parecer, Vds. han venido ejerciendo, por el contrario…
El otro anciano le interrumpió, con un tono no menos teatral:
-Siéntese con nosotros, joven, y escuche, antes de hacer elucubraciones que no vienen al caso.
Pertuncho, superado por la situación incontrolable, se sentó en una de las sillas vacías; el Secretario hizo lo propio.
-En primer lugar, no somos abogados. -continuó el que había hablado primero-. Por lo menos, no en ejercicio. Yo hace quince años que me dí de baja en el Ilustre Colegio de Robertillos, Cobaleda y Guadalatara como ejerciente, y Patro, nunca estuvo colegiado, porque no consiguió aprobar Derecho canónico, y al agotar todas las convocatorias hubo de dedicarse a la quiromancia. Fue…¿cuándo fue Patro? ¡Hace, por lo menos cincuenta y cinco años!
-¿Qué está pasando aquí? -fue lo único que se le ocurrió al juez Pertuncho. La tensión que depositaban sobre su nuca decenas de miradas le estaba pesando como una losa; además, aunque a ratos se tocaba la nariz para comprobar que ya no goteaba, no estaba seguro de que la fuga estuviera controlada del todo. ¿Y ese tono teatral, esa solemnidad en la dicción, a qué diablos se debía?
El oficial se acercó con una botella de coñac peleón y una copa de balón, que llenó hasta el borde, poniéndola al alcance de Pertuncho.
-Beba, le hará falta.
El llamado Patro tomó la palabra, sin esperar la venia.
-En realidad, Vd. cree ser juez de esta jurisdicción, querido amigo, pero no lo es, porque tampoco existe este Juzgado de Robertillos, al que Vd. está asignado. Desde hace siete años, cuando se decidió la drástica reducción de gastos en la Administración pública, fue suprimido. Solo que en el Boletín Oficial, por razones que ignoramos, apareció en la relación de vacantes a cubrir en la última convocatoria.
-Es un error, sin duda, solo imputable al grave desorden que impera en este país. Por eso que Vd., aunque haya sido nombrado juez, no puede serlo en realidad, pues el Juzgado que se le adjudicó, no existe -completó Gastón, con una sonrisa que no tenía nada de condescendiente. Sus ojillos, agrandados por unas gafas de culo de vaso, chispeaban. “Estos tipos están borrachos”, pensó Pertuncho. “Cuando se aclare este galimatías, llamaré al alguacil, para que los prenda…si es que este poblachón de pandereta dispone de tal figura”
El juez Pertucho tomó un trago largo de la copa de coñac; lo notó fuerte, denso y rasposo como lija en el gañote. Estaba a punto de llorar, actitud deplorable que solo su dignidad sostenía.
De pronto, se encendieron unas potentes luces, que iluminaron todo el local y los asistentes comenzaron a aplaudir, sin venir a cuento.
Del fondo, un individuo con chaqueta de lentejuelas se aproximó a la mesa en donde estaban sentados los cuatro protagonistas de esta historia, mientras Pertuncho, corrido a rabiar y enrojeciendo a más no poder, le oía decir:
-¡Ha sido todo una broma! ¡Es todo ficción, cuya realización agradecemos a todos estos magníficos actores y actrices, que han ayudado a convertir en apariencia este momento inolvidable!.
El juez Pertuncho hubiera disparado una ametralladora de haberla tenido a mano, pero no habría estado seguro de a quién disparar primero hasta que el locutor de las lentejuelas, con una locuacidad sin tapujos, anunció:
-¡Es una fantasía, juez Pertuncho!. Nada de esto hubiera sido posible sin la información proporcionada por tu padre, el prestigioso magistrado del Tribunal Supremo, D. Rodomiro Pertuncho, que ha querido, de esta manera singular, trasladar a su querido hijo la evidencia de que un juez ha de ser, ante todo, humilde, y que la vida es la mejor fuente de sabiduría, y que depara sorpresas a las que hay que saber hacer frente con juego de cintura!
El magistrado Rodomiro Pertuncho se dispuso a fundirse en un abrazo con su querido hijo, que se quedó quieto, sin saber qué decir todavía.
FIN