Si el lector es invitado a participar en un Congreso o Jornada, sea del tipo que fuera, ha de procurar que no sea designado el último ponente.
Y si lo fuera, para evitar frustraciones, le aconsejo que no prepare su intervención, o no la haga con el interés que el caso debiera merecer, porque lo más probable es que no tenga ocasión de pronunciarla.
La tradición oral ha concretado que es muy mal lugar ser designado como primer ponente de la tarde, y que los Congresos han de terminar el viernes por la mañana, y que si quiere lanzar algún mensaje antes de un fin de semana, que tenga real aceptación, ha de limitarse a algo que no sea muy diferente a “pásenlo ustedes bien”.
Resulta que el protagonista de este Cuento de Otoño, aunque podía conocer la existencia de tan elementales principios, no le resultaba posible llevarlos a la práctica. Designado sistemáticamente como el último ponente de las Sesiones en las que participaba, presentado su currículum y experiencia como uno de los mejores atractivos para los asistentes, en realidad, nunca tenía tiempo para contar lo que había preparado.
-Lamentablemente, solo nos quedan dos minutos para escuchar la intervención de Prometeo Bienloquiero, ya que los anteriores ponentes se han alargado excesivamente y la pausa para café ha durado el doble de lo esperado. Por eso, tampoco tendremos coloquio, al contrario de lo previsto. Y como no quiero consumir más tiempo de Prometeo, le cedo la palabra, para que tenga la amabilidad de resumirnos en un minuto su ponencia, que, de todas maneras, en los próximos días se podrá consultar en internet, en la página web que está en construcción.
Estas solían ser, con pocas variaciones, las palabras del Presidente de la mesa, antes de que se procediera a dejar a Prometeo Bienloquiero en la tesitura de tomar la decisión de agradecer, sencillamente, la asistencia, y maldecir a los anteriores ponentes por el consumo desvergonzado que habían hecho del tiempo que a él hubiera debido corresponderle. Todo ello, además, después de que cada uno hubiera anunciado que sería breve, debido al corto tiempo disponible.
Prometeo consultó con varios especialistas en comunicación sobre lo que podría hacer en ese caso concreto en el que invariablemente, por ser el último ponente, no se le concedieran más de uno o dos minutos para lanzar su mensaje.
Casi todos se concentraron en proponerle que, antes de la Sesión, pidiese al Presidente y a los demás ponentes que se atuvieran al programa y al horario establecido, y que se enviasen a los retrasados, a punto de cumplirse cada período asignado, mensajes claros de que se fuera terminando la exposición.
-Que les enseñen carteles que avisen que les quedan cinco minutos, dos minutos, y que el tiempo se les acabó.
-Ya, ya -explicaba Prometeo- pero la gente no suele hacer caso, y el Presidente de la mesa no tiene por costumbre estrangular a los conferenciantes. Así que, por buena que sea la intención original, siempre hay alguno que se desmadra en la exposición, y consume su tiempo y otro tanto más, y, como yo soy siempre el último, pues la ponencia que debe ser acortada es la mía.
-¿Y por qué tienes que ser siempre el último? -llegó a preguntarle uno de los expertos, que trabajaba para la conocida multinacional de Speaking up without any Shame, Ltd (SUWAS).
-Es que me corresponde hablar de la experiencia real. Todos los demás son profesores universitarios y, claro, ellos presentan la teoría y yo las aplicaciones -contestaba Prometeo.
Por fortuna, uno de los expertos consultados le dio un consejo que resultó infalible, genial, demoledor. Ya que no podía evitar el que su tiempo fuera consumido por los antecesores en el orden de ponencias, si podía conseguir que nadie les hiciera ningún caso, y que lo que él dijera fuera recordado indefectiblemente.
En las próximas jornadas, Prometeo Bienloquiero asistió a los Congresos en los que era invitado como último ponente vestido de la forma más estrafalaria posible. Unas veces de payaso, otras de tenista travestido, algunas de falso obispo luterano, otras con la careta de capitán Acab y un globo de Mobby Dick.
Cuando, finalmente, le llegaba el turno de hablar, no importaba que tuviera solo dos minutos. La tensión que había concentrado sobre él era prácticamente ya insostenible.
Entonces, parsimoniosamente, se levantaba de su asiento en la mesa de conferenciantes, se encaminaba hacia el atril, comprobaba seriamente que el micrófono funcionaba, y se marchaba por la puerta, dejando a todo el mundo boquiabierto.
Lleva ya varias Jornadas en las que le invitan a hablar el primero, se explaya como le da la gana, repitiendo cuando le parece bien que está a punto de terminar, expone sus conclusiones, hace propaganda de su empresa y de sí mismo y, después de los aplausos que cosecha, los profesores se pelean por utilizar el tiempo restante.
Lo que ya no puede asegurar es que el panorama se mantenga. Pero, ¿y lo que se está divirtiendo?
FIN