Desde 1980 a 1985, cuando la guerra fría -la grave tensión político-militar entre Estados Unidos y la URSS, que había empezado en 1945 y se prolongaría hasta 1991-, alcanzaba uno de sus momentos más angustiosos, viví en Alemania con mi familia.
Mis amigos alemanes temían que ambas potencias probasen la eficacia de sus misiles en tierras europeas y uno de ellos pretendía atisbar el final de la cuestión, con un campo de batalla con varios millones de muertos, mediante una reunión de urgencia de los altos mandos militares en la que ambos lados se llevarían las manos a la cabeza, extremadamente compungidos: “¿Qué hemos hecho? -se preguntarían- ¡Hay que acabar con este despropósito de inmediato! Lleguemos a un acuerdo. Firmemos la paz”.
Europa aparecía así como el escenario en donde los dos bloques dirimirían sus diferencias, probando sus avances militares en un territorio ajeno, causando desolación y destrucción en él, antes de llegar a un acuerdo que beneficiara a sus propios intereses.
La guerra fría tuvo un final formal con el desplome de la Unión Soviética que, aunque cabe exponer diversas razones, puede imputarse principalmente a la pérdida de credibilidad del modelo comunista, a pesar de los esfuerzos de Michael Gorbachov -presidente de la URSS en esos últimos años- para llevar a cabo reformas sociales y económicas sustanciales. El fracaso de esas ideas, que pasaron a la Historia universal con los términos de glasnost (apertura) y perestroia (reestructuración), señalarían para Occidente la pretensión orgullosa de una supuesta victoria del libre comercio -entendido como valor esencial de la democracia, frente a la dictadura del poder centralizador del Estado.
La situación por la que estamos pasando hoy, en enero de 2022, revive el tufo de aquellas tensiones y genera un nuevo temor a un conflicto bélico, aunque los protagonistas del desacuerdo han cambiado y el material de disputa podría parecer, a primera vista, irrelevante. Desaparecida la URSS hace ya años, la ambición personal de Putin, el presidente de Rusia -el mayor de los países que componían aquella-, pretende reconstruir parte de aquel poder territorial y estratégico.
La base sentimental de esa opción, que no tendría cabida formal dada la diferencia de músculo militar y económico entre Rusia y sus hipotéticos enemigos, encuentra un adecuado caldo de cultivo porque, enfrente, se encuentra con la debilidad circunstancial de Occidente. Los Estados Unidos de Norteamérica han perdido la capacidad y el interés por el liderazgo mundial y la Unión Europea parece estar en proceso de descomposición interna y sufre de una grave pérdida de identidad corporativa.
En 12 de julio de 2021, Vladimir Putin publicaba unas reflexiones en la plataforma web del Kremlin (en inglés, ucraniano y ruso) con el título “On the Historical Unit of Russians and Ukrainians”, que debe ser visto como el Catecismo, o guía espiritual de las actuaciones que viene acometiendo Rusia en relación con los países bálticos y, por ello, ha sido interpretado por especialistas occidentales como una “llamada a la guerra”.
El argumento central del ensayo ofrece dos vertientes: a) Rusia no tiene intención de atacar ni invadir ningún territorio, al contrario de lo que Occidente, personalizado en Estados Unidos, ha venido demostrando con la “ocupación militar” y las exhibiciones de fuerza en los países que lindan con ella por el lado de Europa y b) El alegato occidental de invasión rusa de Crimea está construido en una falsedad, pues ha sido la población, mayoritariamente rusa, la que pidió la reintegración y con el apoyo de un referéndum.
En consecuencia, concluye el Kremlin, Rusia no invadirá Ucrania, ni va aliarse con Bielorusia para atacarla, ni cualquier país debe temer sus injerencias. Pero… se defenderá ante la amenaza fehaciente de Occidente contra su hegemonía, y lo hará con todas las fuerzas a su alcance. La agrupación de fuerzas y equipamiento militares en las fronteras con Ucrania no debe ser visto más como un ejercicio de libertad en el uso de su propio territorio; por el contrario, “la invasión y ocupación por destacamentos de la OTAN” en los países que pertenecieron a la URSS (Estonia, Letonia, Lituania, Rumania o Bulgaria, en concreto) es una amenaza para Rusia.
En ese contexto de tambores de guerra y timbales de jolgorio insensato, debemos esperar que cualquier desgraciado accidente por parte de cualquiera de los contingentes militares que se están acumulando a ambos lados de la frontera entre Rusia y la apetecible Ucrania o con los países colindantes de la Unión Europea, no provoque la brusca transformación de las amenazas en una pelea dramática que haga del terreno de la vieja Europa, una vez más, (y a la tercera va la vencida), campo de martirologio.
No se trata de esgrimir la opción de medidas económicas que, en mi opinión, de ser adoptadas por Occidente contra Rusia si se decidiera a ocupar Ucrania o como medida de presión, serían lo más parecido a un tiro en el pie: ante un invierno frío el gas ruso es fundamental para Alemania y otros paises del este europeo. Si, por ejemplo, las tropas rusas entraran en Ucrania por la región del Donbás (donde se encuentran las provincias rebeldes de Lugansk y Donetsk) el escenario de guerra se perfilría de inmediato. Aún más amplio frente se presentaría si, con la alianza de Biolorusia, Rusia pretende tomar Kiev y avanzar en la invasión total de Ucrania. En ambos casos, es poco probable que la disputa se concentre en una batalla regional con armas más o menos convencionales.
Deberíamos confiar que las negociaciones entre Estados Unidos y Rusia sirvan para calmar los ánimos de Putin y le permitan ofrecer a su pueblo sensación de victoria sobre occidente al dictador educado en la KGB con ínfulas de zar. Sin embargo, la ausencia de la Unión Europea en el marco de esas conversaciones -aunque se pretenda minimizar ese vacío en la mesa de negociación- podría hacer pensar, y temer, que tiene todas las papeletas para terminar como el perdedor de la disputa.