Si admitimos como principio que no existen “pueblos elegidos”, ni razas genéticamente superiores, e incorporamos a nuestro razonamiento, como catalizadores activos, las ideas de solidaridad, necesidad de progreso compartido, igualdad de oportunidades, con la garantía de un marco legal que regule la convivencia, los impulsos revolucionarios tienen un campo de viabilidad limitado.
Especialmente, aquellos movimientos separatistas que defiendan la separación de un grupo de la sociedad a la que, hasta entonces, han pertenecido. En mi opinión, la voluntad de segregación solo cobraría sentido si se tratara de un grupo étnico, raza o clase social oprimidos, vejados o sojuzgados por quienes detentan el poder.
Es evidente que la situación de explotación por la administración central no se da en Cataluña. Todos los argumentos que pretenden justificar el separatismo pueden aparecer como legítimos en cuanto expresión de una opinión peculiar -en la línea de respeto a cualquier elucubración en asuntos no dogmáticos-, pero, desde la perspectiva de la realidad no adulterada a voluntad, son falsos.
Porque ni en España, ni, obviamente, en Cataluña, falta democracia -nos encontramos, como está reconocido por todos los Estados con democracias avanzadas, en el núcleo de cabeza de respeto a los derechos-, ni se roba ni a robado a los catalanes desde la Administración central (aunque sí parece demostrable que algunos personajes que han detentado poderes en las instituciones catalanas se han aprovechado de su situación de privilegio), ni hay represión sobre ese área ejercida desde el Estado central u otras instancias de la Administración pública, porque la aplicación de los instrumentos del Estado de derecho es la consecuencia natural de los pactos de convivencia.
Es decir, quienes incumplen la Ley, deben responder por su acción, y con especial atención a los incumplimientos de quienes están obligados a ser garantes . Por cuestiones de ejemplaridad, de coherencia, de respeto a la esencia de la convivencia.
Que elementos rupturistas de ese orden legal y constitucional se hayan afincado en parte de la población catalana, y que cuenten con el apoyo de partidos minoritarios con presencia en el conjunto del territorio, no debe servir de base para demostrar flaqueza en la defensa de esos principios. Son la base de la convivencia. Es cierto que los pactos que regulan esa convivencia podrían cambiarse, pero no de cualquier forma y no desde las propias instituciones. Si una minoría o una proporción insuficiente de ciudadanos cambian esas reglas, sin contar con lo antes pactado y despreciando al resto, se estaría produciendo una revolución. Si los cambios se hacen desde el poder -no importa si hayan accedido legítimamente o no-, y perjudican a parte de la ciudadanía, buscando el beneficio de otros, es, desde luego, una posición dictatorial.
Especialmente lamentable de la situación catalana en este momento que nos ha tocado en la mala suerte de vivir a los pacíficos, es que, la postura del actual gobierno de la Generalidad y de sus apoyos revolucionarios, está provocando, además de la repulsión de la inmensa mayoría de españoles, la división entre catalanes. ¿Por qué ha sucedido así? Por la manipulación de los sentimientos, en una operación de años, de décadas, en la que se ha venido a demostrar, una vez más, que se puede contagiar a una multitud de la idea de que un marco nuevo, desconocido, mejorará su situación de partida. Y ante perspectivas tan halagüeñas, la ética y la deontología decaen, los razonamientos matizados o la repulsa sucumben ante el pensamiento único que va imponiéndose, de una forma no persuasiva, sino coactiva.
La oposición, la simple discrepancia, queda sepultada por la presión de quienes detentan el poder (inicialmente legítimo, pero convertido en ilegítimo por su deriva antidemocrática, fascista, ilegal) y sus palmeros. Así fue con el nacismo, así es y serán con todos los movimientos de la Granja animal humana en que se impone el avasallamiento de una parte de la población por la otra.
Ocultar la fractura social, que se materializa en odios y descalificaciones recíprocas, es imposible en este momento. La convivencia entre catalanes, dado que se puede intuir que la sociedad catalana está, no solo dividida en dos mitades, sino que también se encuentran fracturadas las familias, se ha hecho muy difícil. Tendrán que sucederse generaciones, seguramente será dolorosamente “necesario”, como en toda revolución, que haya víctimas, para que se imponga nuevamente la calma de la razón común.
(continuará)
Muy buena su aportación señor Arias. Me gusta más esta segunda parte que la primera (ello no significa que la primera no me haya gustado). Siendo importante todo el texto en su conjunto, quiero destacar el primer párrafo. En especial la idea de “pueblo elegido” o raza superior frente a la lógica de la solidaridad que tanto adolece nuestra sociedad (no sólo la española, sino a nivel global o, al menos, en los llamados “países occidentales”). Es esa supuesta solidaridad la que, a mi juicio, más falla. Mucha gente presume de ella (especialmente en redes sociales, un simple “postureo” social), pero en la práctica es otra historia.
Nuevamente, gracias por sus escritos. Reciba un cordial saludo.