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Infantilismo, pasotismo y Alzheimer en la política española

13 diciembre, 2020 By amarias 1 comentario

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Mi comentario evoca, aunque advierto desde el principio que mi tesis difiere, el conocido opúsculo de Lenin “La enfermedad infantil del izquierdismo en comunismo” (1920) que suponía una crítica a los comunistas de izquierda alemanes. Les advertía que, por considerar inútiles los partidos políticos, estaban convirtiendo el partido en una dictadura de dirigentes. Por contra, defendía la necesidad de establecer acuerdos con los sindicatos y con los partidos burgueses.​

Han pasado cien años por encima de esa propuesta y mucha sangre, dolor, fracaso, decepción y recuperación interesada del mensaje, y no me apetece abrir ahora el frasco de mi propia opinión sobre la deriva del comunismo. Solo me interesa poner de manifiesto la esencia del pensamiento de Lenin, en aquel momento: para avanzar desde la izquierda, hay que contar con los partidos burgueses y, particularmente, con los pequeños propietarios.

Ignoro lo que ha leído (y ya no me atrevo a decir, estudiado) el equipo ideológico de socialistas, podemitas, independentistas y diletantes revolucionarios que se han colado en el Gobierno de España y nos obsequian, casi a diario, con las confesiones de la evolución de sus ideas sobre cómo cambiar este país “hasta que no lo conozca ni la madre que lo parió” (frase enfática que subyace como objetivo común de la coalición gubernamental, que antes estuvo en boca de Alfonso Guerra, recuperó María José Montero y que esgrimió, en este caso como acusación, el portavoz del PP, Teodoro García Egea).

Cuando atiendo a los resultados de tal voluntad de cambio, confirmo que la improvisación es la clave que guía el propósito. Como todo vale, los independentistas catalanes, ahora afincados en el Gobierno, se arrepienten de haber elegido el camino equivocado para proclamar su desprecio a la Constitución y orden legal vigente, entonces y ahora. Han sido ingenuos al pensar que el camino de la confrontación era el correcto (pongo por caso, las declaraciones del comunicador mediático Gabriel Rufián en la Sexta en Espejo Público o los testimonios exculpatorios en sede judicial de su poliédrico jefe político, Oriol Junqueras.

Los independentistas vascos no necesitan arrepentirse de nada (al parecer) sino que les basta decir que han cambiado y que son otros, aunque las caras y talantes nos suenen.

No hay necesidad de recordar, para no remover las aguas ácidas y pestilentes, los favores especiales con los que se ha intentado tapar los fervores insolidarios de partidos vascos y catalanes, creados para favorecer un capitalismo de corto alcance, ni poner de manifiesto el adoctrinamiento y falsedad histórica con la que se envenena de anti españolismo a los niños, en las ikastolas y escoles catalanes.

Para qué, lo importante es avanzar en el cumplimiento del objetivo de convertir a España en un estado desmembrado multinacional y falto de solidaridad, ya que no en una República federal desestructurada. Y, para ello, solo les parece necesario destruir la imagen de la Monarquía parlamentaria, aupándose sobre los errores recientes del Rey de antes y despreciando su papel crucial en nuestra actual democracia, modelo mundial hasta que los revolucionarios que improvisan sus papeles tomaron la intención de destruirlo a martillazos.

Si el infantilismo se ha colado por la izquierda, con su desfachatez de improvisar medidas y dar toda acción destructora por válida sin analizar las consecuencias, el Alzheimer se ha introducido en serios estamentos. Estoy pensando, sobre todo, en las increíbles manifestaciones de algunos ex-militares (mandos jubilados), cierto que en un chat privado, defendiendo la sublevación militar (o algo parecido) y apoyando (así puede interpretarse) otra guerra civil, con purga a todo disidente. En personalidades que han crecido en democracia, que ocuparon puestos de relevancia militar, esas confesiones -incluso entre amigos dados a la broma ácida- solo pueden justificarse desde la demencia senil o un Alzheimer avanzado, sin que me atreva a calificar, por respeto y aprecio a las Fuerzas Armadas, ejemplo de transición democrática y respeto a la Ley de Reforma de la carrera militar, a los que han callado, jaleado o tolerado tales manifestaciones.

No entiendo tampoco el comportamiento del Rey de antes, pues por muy fuerte que haya sido la personalidad del Rey Juan Carlos, solo desde una voluntad enferma de autodestruir con varios juegos de artificio su legado excepcional, puede justificarse que haya comprometido su credibilidad patrimonial, su obligación de mantenerse como referencia ética y, según puede colegirse con dolor, situando a su sucesor, Felipe VI y a la Jefatura de Estado en el compromiso de repudiar alguna de sus últimas actuaciones. Como quiero creer que sus asesores no se las han aconsejado, no puedo sino atribuir su autoría a la demencia senil que habrá progresivamente afectado a don Juan Carlos y al descontrol que, falto de vigilancia y por mal entendido respeto, se han visto sometidos sus actos privados cuando abdicó, a lo que, por cierto, nada le obligada (véase el ejemplo de la Reina Isabel II de Inglaterra, casi centenaria y cuya inmensa riqueza, orígenes de la misma y sus propias cualidades como Jefe de Estado están por encima de cualquier debate fundamental).

Sobre el pasotismo de la sociedad civil, aletargada entre la crisis del coronavirus, ayuna de canales para transmitir y realizar un debate crítico y constructivo, y ahogada por la crisis económica, se podría escribir un libro, no un modesto Comentario en un blog de corto alcance.

Archivado en:Política Etiquetado con:Alfonso Guerra, Alzheimer, felipe VI, García Ejea, Lenin, María José Montero, Militares, Podemos, PP, rey juan carlos, sociedad civil

Cuento de primavera: Olor a quemado

29 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Como en las historias de fingido misterio, un relámpago iluminó con mayor intensidad la sala. Muy pocos segundos después, llegó el sonido de un trueno largo, como si la tensión eléctrica rebotara de nube en nube.

Los invitados a la merienda, aturdidos por las informaciones que habían recibido aquella tarde, se habían quedado quietos, imaginando tal vez que todo correspondía a una escenificación a la que, quienes mejor conocían a Balisondio, no lo suponían ajeno.

Hasta el camarero, que quizá no había calibrado el alcance de su espontánea intervención en el debate, se mantuvo sin moverse. Aunque el olor provenía de la cocina, y debería haberse sentido, por tanto, culpable del descuido, permanecía hierático. Sacarindo, que lo estaba mirando fijamente, creyó verlo parpadear; era el único vestigio que demostraba que no se había convertido en una estatua.

Maicosenda llegó a la cocina, al tiempo que un grito desgarrado y una exclamación no reproducible, procedentes de allí, atravesaron, como una flecha, en sucesión, atravesó la sala.

No eran las croquetas las que se quemaban. El olor no provenía de una sartén y el causante del incidente no era el camarero.

Encontró a su padre, ex magistrado de la Audiencia Nacional, jubilado hacía varios años, y que actualmente vivía con ellos, doliéndose de las quemaduras en el rostro, que se acababa de producir.

-P…pero papá, ¿qué estás haciendo?

El anciano soltó la tartera que tenía en la mano, y la dejó caer al suelo. El contenido se desparramó, en gran parte, sobre las baldosas. Maicosenda, ante todo, cerró la llave de gas, abierta al máximo, extinguiendo la llama.

-Me quemé -fue la explicación del abuelo.

-¿Cómo se te ocurrió ponerla al fuego? ¿Qué te estabas preparando? ¿Por qué? -fueron las preguntas que se le ocurrió formular, atropelladamente, a Maicosenda. Todos los invitados a la merienda, y el camarero, movilizados por fin, se habían acercado también, y se agolpaban ahora a la puerta de la cocina.  Escucharon, por tanto, la sucinta explicación de lo que había pasado.

-Tengo hambre. Quiero lentejas -dijo el ex magistrado; tenía el rostro salpicado de puntos rojos, producidos, al parecer, por las legumbres, que habían salido disparadas de la olla cuando había tratado de abrirla, forzándola.

-¡Si ya habías cenado! ¿Por qué tuviste que levantarte de la cama?-le increpaba Maicosenda, tomándolo del brazo y acercándolo al fregadero, para echarle agua fría en la cara.

Balisondio se acercó al anciano, y, con la pomada que acababa de extraer de un cajón, trataba también de ofrecer solución al rostro maltratado. Su suegro no parecía dolerse, distraído en otros mundos.

-Estoy bien -argumentaba, añadiendo, de forma sorprendente, anclado en su pasado-. Sobreseimiento sin costas y archivo.

-Tendremos que llevarlo al ambulatorio -expuso el anfitrión, antes de dirigirse a Urgiondo, pidiendo su aprobación, como médico-. ¿No te parece?

-¡A quién se le ocurre ponerse a cocer unas lentejas en la olla a presión! -recriminó Maicosenda- ¡Sin agua!

Recogió la olla del suelo, en cuyo fondo se había formado una costra con las legumbres, que despedía un desagradable olor a quemado.

– ¿Por qué no le pidió algo al camarero?. Hay mucha comida que sobra de la merienda -se interesó, sin poder contenerse, Peronicia-. No se cómo hemos podido dejarlo solo. Se le ve desvalido.

Welory tomó, por su parte, al anciano de una mano, con delicadeza, y, recogiendo el tubo de pomada que Balisondio sostenía, se la aplicó con sumo cuidado en el rostro afectado.   El anfitrión advirtió entonces que la mano derecha de la mujer tenía una uña pintada con laca de distinto color.

-Estas quemaduras no tienen buen aspecto -diagnosticó la samaritana, alarmada también por la mirada vacía del que tenía delante.

El ex magistrado ofrecía síntomas de padecer un Alzheimer avanzado. El camarero, adivinando que algunos de los presentes le creían culpable, se justificó, con una exagerada voz aflautada.

-No sabía que alguien estaba utilizando la cocina. Yo estoy usando el hornillo portátil que tengo instalado en la antesala. Lo tengo apagado ahora, porque esperaba la indicación de la señora, para servir la tempura de verduritas, los soldaditos de Pavía y las croquetitas de ibérico.

Carminolina y Covelanta se rozaron inadvertidamente. Ambas se habían puesto a recoger las lentejas, dispersas por el suelo, como si fueran fresas silvestres.

-Hablábamos del amor y nos olvidábamos de responder al contrarecíproco -murmuró, como para sus adentros, Covelanta.

Juripando no pudo contener la risa. Fue un acto espontáneo, irreprimible, estúpido.

-¡Este sí que es el regalo de cumpleaños más extraordinario que podías esperar, Balisondo!

Urgiondo y Maicosenda, con el anciano ex magistrado conducido entre ellos, como si se tratara de un delincuente detenido, se encaminaron hacia la puerta, con la intención de acercarle a un dispensario, en donde recibiera la asistencia sanitaria que el caso reclamaba.

-Yo conduzco, que he bebido menos -decía, con tono algo gangoso, el estomatólogo.

Fuera, llovía a cántaros. Apenas acababan de salir cuando el camarero, recobrando el tono profesional que le correspondía, preguntó, sin dirigirse a nadie en concreto.

-¿Qué hago ahora? ¿Sirvo las croquetitas?

Balisondio le echó una mirada de fuego.

-Ya vamos bien servidos. La fiesta se acabó. Aplazaremos la celebración para otro día. Aún tenemos bastante de qué hablar.

Y se echó sobre un sillón, seguramente rumiando algunas ideas que se le antojaban pertinentes. Carminolina se le acercó, recogiendo unos papeles que se le habían caído al sentarse de un bolsillo, y que parecían unos apuntes; tal vez un guión. Le tocó en la cara, con una mano fría, sugerente.

-¿Puedo ofrecerte algo?

Balisondio no contestó. Entonces sonó el móvil que llevaba en el bolsillo. Era su hija adolescente:

-Papá, soy yo. Me quedo a estudiar en casa de una amiga. Dormiré aquí. No os preocupéis, que ya he cenado.

Le pareció oír risas de fondo. Estaba seguro de que la niña mentía.

-Ya es hora de irnos; aquí no hacemos nada. -Sacarindo dio un apretón de manos a Balisondio, apremió a Susiela para que le siguiera, y cogió de la percha su gabardina.

-Que cumplas muchos más, campeón.

A su marcha, siguieron las de los demás, en pocos minutos. El camarero había recogido, entre tanto, las bandejas de canapés y las botellas de la mesa auxiliar y se entretenía limpiando de restos la cocina.

Carminolina  se sentó enfrente de Balisondio, mirándolo directamente a los ojos. Su expresión arrobada le pareció fuera de lugar.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:Alzheimer, amor, croquetas, cuento, cuento de primavera, ideas, sexualidad

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