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Que se jodan los pobres

3 diciembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

La capacidad de ver más allá de lo que se tiene delante de las propias narices, no está entre las virtudes humanas y, por eso, el privilegio o la carga de analizar las cuestiones con visión global pertenece al ámbito de unos pocos.

En este reconocimiento, la advertencia de que no se debe hacer a los otros lo que no desearías que te hicieran ellos a ti, es un principio que figura, con palabras más o menos rebuscadas, en todos los códigos que pretenden regular los comportamientos sociales.

Incluso las religiones -que ya se sabe que son mandatos de los hombres atribuidos a los dioses- recogen esta máxima, renunciando a otras que pudieran ser más complejas o más abstractas. “Ama a tu prójimo como a ti mismo” es el paradigma de la voluntad de incorporar a la esfera de los mandamientos de Dios lo que no es tan sencillo asumir, siendo tan simple: que formamos parte de un todo, y que lo individual -salvo anomalías- no tiene valor fuera de un círculo muy reducido.

¿Por qué es necesario elevar a norma legal, al código penal, a mandato divino castigado con las penas del infierno, lo que, según esa rama de la Filosofía tradicional que se llama Etica, sería un principio universal? Porque, si se estudia un poco la Historia, esa instrucción que llevaríamos impresa en el código genético, como casi todos los mamíferos, el respeto al otro se debilita rápidamente con la distancia. Distancia que puede ser física, desde luego, pero que también se fabrica con desprecios, muros, murallas, cuchillas, armas.

La teoría de la igualdad está muy bien en el papel, pero la práctica discurre por otros lados, y, por eso, existen las diferencias económicas, intelectuales y sociales.

Estamos dispuestos a considerar al otro como nuestro igual, pero no a todos: solo unos pocos. La mayoría de los otros no son merecedores de ser iguales a nosotros, tanto más cuando más ascendemos en la pirámide de la complacencia grupal. El otro tiene defectos: No es tan inteligente, ni tan hermoso (porque el canon de belleza es el nuestro), no proviene de nuestra cultura ni profesa nuestro credo, ni milita en nuestra facción. Valores que deben ser admitido sin rechistar, porque son los únicos verdaderos los de nuestro grupo.

Por eso, en lugar de ese principio general de la identidad con el otro, de comprender que es igual a nosotros y que lo único que cambian son sus circunstancias, aplicamos el filtro de la exclusión: no tengo porque identificarme con su problema, porque su ámbito es diferente al mío y, seguramente no haber sabido -por su culpa- aprovechar las circunstancias que la vida le ha presentado, porque todo el mundo tiene su oportunidad.

Hasta aquí hemos llegado. En resumen: Que se jodan los pobres. Que se jodan los que no han tenido oportunidad de educarse mejor, los que han nacido en una tierra con menos recursos o mayor corrupción, los que no sienten el orgullo de ser ciudadanos de un gran país y pertenecer a su élite o aspirar a pertenecer a ella, los que nos son queridos por las divinidades y la naturaleza.

Satisfechos de todo el mundo, uníos. Porque, en realidad, necesitáis estar más unidos que nunca. La globalización os ha hecho una faena. Por eso debéis tener en cuenta, especialmente, otro principio, que es el de la precaución. Debéis ser muy precavidos. Cuanto más se abren las puertas del conocimiento global, de la comunicación sin fronteras, de la posibilidad de enjuiciar sin límites, sin normas preestablecidas por los que querrían que las conclusiones fueran las suyas, vuestros argumentos, y vuestras protecciones, corren serio peligro.

El principio de precaución, aplicado a las ciencias sociales, significaría que debéis estar atentos a abortar cualquier signo de descontento. Y, como es lógico, eliminar el descontento, cuando no se dispone de otros argumentos, en exterminar a los que protesten. Que se jodan, sí.

Quizá los satisfechos imaginan que llegará un momento, en que solo queden ellos como pobladores del mundo, y entonces se podrá aplicar, al fin, ese principio que se habrá vuelto un tanto raído, por falta de uso, de comportarse con los otros como lo harían consigo mismo.

No llegará, claro, ese final feliz si la forma de aumentar el porcentaje de satisfechos consiste en exterminar o ignorar, como si no existieran, a todos los pobres, a todos los que sufren, a todos los que no tienen trabajo, no disponen de acceso a la educación, a la sanidad. Por encima de la norma individual del respeto al próximo, tiene que prevalecer alguna norma de comportamiento social, que está impresa en la genética de esa estructura en la que se encaja la existencia del hombre.

Como ésta: La voluntad de la mayoría no debe ser interpretada jamás como lo que es óptimo para una comunidad. El óptimo en todo problema es siempre una solución que incorpora alguna forma de consenso. Como en cualquier problema de contorno, en el que los límites dependen de muchas variables, hay un espacio de viabilidad y el mayor valor de la función resultado se encuentra en el equilibrio de múltiples intereses, no en el beneficio de unos pocos.
—-
Nota. El título de este Comentario es una provocación. Iba a ponerlo entre interrogaciones, pero el mensaje no admite dudas. Lo lamentable es que haya gente que estén de acuerdo con un mensaje tan miserable, sin preocuparse por lo que significa.

Archivado en:Economía, Personal, Política, Sociedad Etiquetado con:amor, clan, código, cultura, derecho, diferencia económica, ética, ley, mandamiento, moralidad, pobre, pobreza, precaución, principio, reglamento

Violentos de todo género

26 mayo, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Supongo que el lector estará de acuerdo en que la naturaleza del ser humano no es violenta; más bien, somos pacíficos. Considerados individualmente, casi me atrevería a decir que la mayoría somos cobardes, en el sentido de rehuir los conflictos, incluso aunque tengamos razón o razones para defender nuestro derecho con muestras de beligerancia frente a quien nos lo niega o arrebata.

Ah, pero grupalmente tendemos a ser dogmáticos, avasalladores, belicosos. Debe ser un residuo orgánico de la necesidad de cada tribu de resistir el riesgo de ser absorbida por las vecinas, y la tendencia a hacer que el clan propio fuera el líder de las comunidades mayores, acumulando así sobre él poder y dinero, además, si las cosas venían así dadas, de entroncarlo con la estirpe de los dioses.

Si las masas pueden ser fácilmente convertidas en violentas, como saben, desgraciadamente muy bien, los guardianes del orden público, es más raro que un tipo normal se transforme en violento. Un encuentro deportivo, una manifestación autorizada para expresar una posición razonable, pueden generar en algaradas multitudinarias en las que, por el placer de destruir, grupos de individuos exterioricen comportamientos muy violentos.

No soy capaz de entender qué tipo de malformación mental lleva a un tipo al que sus vecinos han caracterizado como “normal, y simpático” a matar a la que fue su pareja. Por eso mismo, no me parece que las Leyes contra la llamada Violencia de Género, que exageran sobre todo las penas a los que agreden, como consecuencia de momentos de ira o expresión de principios de desequilibrio senil, a sus esposas, sirvan para mucho. El individuo que es capaz de matar a quien amó está, ante todo, y en dignóstico preclínico, mal de la cabeza.

Hay un hilo conductor, sin embargo, en esa madeja de despropósitos que teje y desteje la compleja naturaleza de los seres humanos, entre quienes son capaces de encontrar razones para matar a sus parejas, y los que estrellan aviones cargados de pasajeros contra las torres gemelas, explosionan mochilas en trenes de Atocha, matan a un soldado en plena calle de Londres… y todo los violentos. Es el hilo que mezcla cualquier tipo de fanatismo, intransigencia, creencia en que un sexo o religión o idea es superior a otro, implica reservas y puede desembocar en odios.

Esos individuos, sin duda, abyectos, que desprecian la vida de los demás, que han llegado a ese punto de enajenación incomprensible por el que nada más les importa que suprimir al otro, aunque desaparezcan al tiempo ellos mismos (con o sin promesas de vida eterna), no están, sin embargo, aislados, no se producen solos, no son producto de la casualidad.

Son alimentados por las mismas fuentes que lo somos todos los demás, solo que en ellos el mejunge les provoca una reacción descontrolada. Pero todos estamos inmersos en mares de ignorancia, de falta de solidaridad, de orgullos estúpidos que enaltece a un clan, grupo, raza, religión, cultura, y menosprecian los otros. Ríos y mares que se hacen anchos, muy anchos, en las sociedades en donde vivimos, porque no tenemos más remedio, los pacíficos. Asistiendo, con espanto, a la eclosión continua de esos productos aberrantes del caldo que se cultiva en las sociedades, que son los violentos. De todo género.

Archivado en:Cultura, Mujer, Sociedad Etiquetado con:clan, comportmiento, dogmático, fanatismo, género, grupo, legislación, sociedad, violencia

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