Quiero empezar con una, posiblemente, innecesaria puntualización. Por deterioro, recupero su significado genuino: progresiva degradación de algo, menoscabando su categoría, para situarla en inferior condición. La distingo, por ello, de la ruptura del objeto, de la destrucción que lo hace inservible para cumplir su función. Lo deteriorado aún sirve, solo que cumple con peor rendimiento el fin para el que fue imaginado, trampeándolo.
La ausencia de reposición de lo dañado, como consecuencia de la disminución del poder económico de quien es propietario, o, puede ser, de su desidia o conformismo, sostiene la situación de servicio deficiente hasta que, finalmente, el asunto se rompe de cuajo y ya no se puede continuar con su uso, ni siquiera utilizando el mejor de los pegamentos.
Los técnicos hablamos de la vida útil de una instalación o equipo, que es una manera elegante de fijar un tope a la obsolescencia admisible, producida por el envejecimiento y el uso. Se podría seguir empleándolo un tiempo, pero cambia su fiabilidad y rendimiento: las características son otras.
El responsable del menaje casero aguanta, en el hogar, con los cacharros escachados hasta que, por fin, puede renovar la vajilla, mandando las tazas y platos fisurados al cubo de la basura (léase, para tranquilizar la conciencia de reciclantes, al punto limpio más cercano). Es otro ejemplo.
Genéricamente hablando, nos encontramos viviendo una situación de deterioro global. Al moral, al político, al económico y social, se nos añade, como una pátina, el deterioro del ánimo, que paliamos ingenuamente con la presunción de que, aunque nada es como solía, aún podríamos aguantar con la carga un tiempo más. Como en el cuento del caballo percherón, vamos poniéndole encima más y más peso, confiados, hasta que el soporte se nos desfonde.
Tenemos cinco o seis millones de parados -no los he contado, y tampoco sé bien cómo otros hacen el cómputo-. Es preocupante, pero lo vemos como un deterioro. Nos preocuparía más si los hubiéramos provocado de golpe, pero la crisis anduvo creciendo al disimulo, socavando entre palabrerías y falsos arreglos, con tipos muy serios alardeando de que todo estaba controlado, convenciéndonos de que las estructuras seguían sólidas.
En el sendero del deterioro, tenemos una juventud desorientada, ayuna de perspectivas de futuro feliz. Pretendemos ser capaces de controlar el desaliento colectivo ofreciéndoles títulos de papel, mini trabajos basura y abriéndoles puertas para que se vayan con el petate a otros lugares (“os esperaremos al volver”, les mentimos). Para preservar el menaje, mandamos (mandan) cada vez más policías, armados con porras y escudos anti-sensibilidad, para que contengan a los más rebeldes que, sin menos razón porque la expresen a gritos, exigen cambios drásticos, agrupándose en los lugares donde se cuecen las habas colectivas.
Tal vez en las altas instancias -no voy a detallar: el deterioro cunde por doquier- haya quienes crean que la degradación es asumible, que los instrumentos pueden aún cumplir su función, y que solo es cuestión de aguantar, sirviendo en los mismos platos hoy despanzurrados, el cocinado cada vez menos sápido, empeñados en darle los mismos nombres que tenía.
No lo creo así. La falta de renovación, el conformismo ante lo que ya no sirve para cumplir bien con lo que antes nos valía, el empecinamiento en sostener viejas ideas vistiéndolas con oropel para disimular su decadencia, alimenta otra cosa: el melancólico recuerdo que mantenemos algunos de los tiempos en que estrenábamos vajilla, ilusión colectiva, ganas frescas, explorando lugares en donde desarrollar la capacidad para dedicarnos a una tarea cuyo propósito era lograr que no faltase a nadie vituallas en su mesa.
Pero del recuerdo no se vive; la añoranza, entorpece y, al que no lo vivió, le desconcierta e irrita.
Si la crisis nos ha dejado sin posibilidad de recambiar la vajilla, no hagamos culpable al menaje del deterioro, sino al mucho o mal uso que tuvo.
Como hacían las amas de casa en la postguerra, si no hay dinero para dispendios, aprovechemos bien lo que tenemos. Ocupen los lugares en cocina quienes no duden en recorrer de cabo a rabo y a diario los mercados, compren con lo que haya en la faltriquera común de forma tal que llegue y alimente a toda la familia. Sacando valores al condumio a base de poner tiempo y destreza en los fogones, suplan con imaginación la forzosamente reducida variedad de los menús, incorporando los ingredientes calóricos que sirviendo de sustento, sean a la par más sustanciosos, y que lo hagan de forma trasparente, rindiendo cuentas, sin hurtarnos dineros.
Poniendo, claro está, para potenciar el sabor del potaje, sal, especias, cariños, devociones. Que no valdrán para alimentar el cuerpo, pero qué caramba, dan consuelo.