El 6 de diciembre de 1978, festividad de San Nicolás de Bari, más de 15 millones de españoles votaron que sí a una pregunta muy escueta: ¿Aprueba el proyecto de Constitución?. Con ese abrumador respaldo, de casi el 92% de los que participaron en el referéndum, el 29 de diciembre de ese año entró en vigor.
Han pasado 43 años y, a pesar de que -sobre todo en esta última década- se vienen lanzando varias andanadas contra la Norma Suprema -sobre todo, desde la izquierda mediática, la Nicolasa resiste. Desde luego, una de las razones fundamentales de su supervivencia es la dificultad que los Padres de la criatura idearon para mantenerla estable: unas mayorías parlamentarias prácticamente inalcanzables. Y, dada la evolución del espectro político, los acuerdos para tocarle incluso un pelo -digamos, aspectos como cambiar el término de “disminuídos” por el de “personas con discapacidad”- se han hecho prácticamente inviables.
Aunque alguno de los componentes de la actual coalición de Gobierno esté clamando por revisar el título segundo y avanzar por la vía de los puñetazos encima de la mesa hacia una República con monarca (el multifacético spindoctor Iván Redondo ha encajado incluso esa idea en su nueva columna de La Vanguardia -antes, La Vanguardia Española-) o hacia una España definitivamente desmembrada en la que las dos autonomías más potentes en reclamar privilegios para sí hagan lo que les de la gana, el presidente de Gobierno, el muy hábil Pedro Sánchez, ha aprovechado la celebración para afirmar que “la Constitución es la hoja de ruta” para su gobierno.
Puede sonar desconcertante. Antes de que el término entrase en poder de la semántica política, la “hoja de ruta” era el documento en el que el responsable del transporte -el capitán de un barco de transporte, por ejemplo- anotaba todas las incidencias relevantes del viaje. Se trataba de una información capital para analizar, una vez llegado a destino, aquellos aspectos de la travesía que podían haber afectado a la carga y, por tanto, ser relevantes para el destinatario o, en su caso, para la solicitud de una compensación a la compañía aseguradora.
Pero estoy seguro que el Presidente se confundió en los términos. Porque no pensaba en la acepción, más moderna, impuesta por los usos del lenguaje, siempre algo místico – por no decir, ininteligible-, de los políticos, por la que una “hoja de ruta” es el documento que marca el destino al que se desea llegar. No, Sánchez, quería haber significado que la Constitución del 78 era un lugar de partida y que le servía como guía para conducir su política hacia donde la coyuntura se lo permitiera.
Deseo de corazón que, con este timonel y sus jaleadores, no nos estrellemos contra las rocas.