Hace unas horas, un amigo común me comunicaba que Conchita Quirós, librera, lectora sin límites, filósofa de formación y por educación, había fallecido. La conozco desde hace tanto tiempo que me parece que ha crecido conmigo, aunque soy de la edad de su hermano, mi muy querido compañero de profesión y colega especial de entre los pacientes oncológicos, Carlos. El padre, Alfredo, el fundador de la librería Cervantes, bastión cultural de Oviedo, era un conversador impenitente, inteligente y amable, que no solamente ejercía de librero, sino de mecenas, confidente, orientador intelectual y, sí, también amigo.
Conchita estaba preparando con ilusión los cien años de la librería, que se cumplirán en septiembre de este año de desgracias. Estoy seguro que el centenario se celebrará y servirá para rendir un homenaje especial, un clamor de lectores de todo tipo, amigos, para la saga de los Quirós, que ejemplifican de manera rotunda, sin igual, Alfredo y Conchita.
Pierde Oviedo una referencia intelectual y cultural, un apoyo generoso a autores asturianos (pero no solo), una persona con una vocación hacia su trabajo -hoy, lamentablemente, tan escasa- que la llevaba a no ver en la librería un negocio, sino una oportunidad de difundir cultura, sabiduría, ideas. Un ágora en la que tenían cabida, volúmenes de todas las materias imaginables e imaginadas, y -desde que abrió, hace años, la trastienda de la librería para acoger a autores para que hicieran la presentación de sus libros- un foro de apoyo a la creatividad y al debate, un lugar selecto para la promoción literaria.
Cuando le pedí que me dejara presentar mi último libro de Poemas publicado (Sonetos desde el Hospital), no dudó en hacerme un hueco en la apretada programación de actos del aula de la librería. Estuvo presente en él y me dejó para que firmara en él, el libro de honor de Cervantes . Haciéndose cómplice de inmediato en el objetivo benéfico de la edición, me pidió unos cuantos libros para que se los dejara en depósito, marcándolos con un precio de venta que no le dejaba margen económico alguno.
Descansa en paz, Conchita. Perdona que me refiera con envidia a tu muerte, un acto obligado para todo ser vivo. Has fallecido de repente, después de una jornada de trabajo casi como la de todos los días -y tenías ochenta y cinco años-, en olor de veneración general, lúcida y activa como si los días no hubieran pasado por tí.
Sirva este comentario como mi homenaje particular a una persona admirada y admirable. Cuando hablaba hoy con Carlos, su hermano, para manifestarle mi pesar y mi afecto, nos era inevitable recordar a Alfredo, su padre. No sé si se ha escrito antes, pero ese librero ejemplar ayudó a muchos estudiantes a terminar su carrera, prestándoles o regalándoles libros, y haciendo la vista gorda cuando le desaparecían bajo las gabardinas.
Conchita fue heredera dignísima, que modernizó la librería, desde luego, pero mantuvo la cordialidad, el afecto, la proximidad, con todos cuantos pasábamos por Cervantes. A comprar o encargar libros, a husmear por las estanterías o, sencillamente, a charlar un rato con ella, abusando de su amistad y confianza.
Porque se aprendía. Siempre se aprende al visitar una buena librería y siempre se aprende al hablar con un buen librero.