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Rehenes

19 septiembre, 2020 By amarias 2 comentarios

Mi nieta más joven (Claudia, ocho años) me decía ayer que está empezando a escribir una historieta. Ya tiene el título: “El virus sin fin”, o sea el virus infinito. Me cuenta también que “pensaba escribir cien capítulos, pero, al final, me decidí a que sean solo tres”.

Puede que mi jovencísima e inspirada autora no tenga claro el concepto matemático de infinitud. Lo que sí es seguro que ha conseguido una plena comprensión del hecho de encontrarse encadenados, dando vueltas sin rumbo, ante lo que se ha convertido una pesadilla, la rueda desesperante de la fortuna al revés, el artilugio de la jaula que nos tiene confinados y nos obliga a estar en movimiento continuo sin poder ir a ninguna parte, atrapados en la trampa de una molesta repetición de los mismos hechos.

El “innombrable virus” (remedo a Agatha Ruiz de la Prada que se refiere así a uno de sus ex) no solo no se había ido de entre nosotros, sino que, además, se ha reactivado. Si necesitábamos confirmación de la singularidad española, aquí tenemos una prueba más. Pocas semanas después de haber tenido noticia de que los chinos celebraron la total erradicación del molesto pasajero, con una fiesta insultante en la que desde el presidente al último mono restregaban al mundo su victoria frente al mal que había surgido de sus propias entrañas, en España sufrimos un nuevo ataque de la Covid 19.

Como sucedió con la gripe de 1919, que el ingenio malsano de los portavoces de nuestra permanente leyenda negra bautizó como gripe española, este virus del pangolín, nacido en Wuhan, provincia de Hubei, recoge méritos para ser reconocido como el “virus español”.

¿Qué diablos nos hace padecer más duramente que cualquier otro país europeo y de prácticamente todo el elenco de integrantes de Naciones Unidas, el ataque de esta absurda combinación de proteínas, ávidas de encontrarse con células huésped a las que dominar, adulterar y convertir en difusoras de sus efectos malignos?

Los expertos en analizar datos, los mismos que han descubierto el efecto del movimiento de las alas de mariposa sobre el aumento de la avispa velutina en las tierras galaico-astures, han deducido que la razón de que los españoles padezcamos más con este virus, es que somos más socializadores que el resto de los habitantes del planeta, que nos abrazamos y besamos más, que tenemos más tendencia a divertirnos en grupo y, además, somos más independientes e incumplidores de normas y restricciones.

No me lo creo. Quienes han tenido ocasión de conocer, y hasta vivir, en concentraciones humanas del tipo de Beijing, Nueva York, Londres, Buenos Aires, Nueva Delhi  o México, podrán atestiguar que la sensación de presión humana es más alta que la que se puede sentir en Madrid o Barcelona. La limpieza de las calles y locales de ciudades como La Paz, El Cairo, Shangai, Casablanca o Moscú, no es superior (ni hablar) a la de cualquiera de nuestras poblaciones. Y, en fin, si alguien conoce cómo se las gastan, en promiscuidad, cercanía y apelaciones a espíritus malignos, en muchos garitos de Chicago, Bogotá, París o Hamburgo,…que calle su experiencia para siempre, pero reconozca que no somos los españoles capitanes ni en virtudes ni en vicios para que un virus que viene con el made in china en los ijares nos maltrate de esta manera.

Hay una realidad incuestionable, que es la salida de la caja negra. Los contagios suben exponencialmente en la mayoría de las ciudades españoles, y Madrid, siempre Madrid, está a la cabeza de la segunda oleada del mal. La presidenta de la Comunidad, Ayuso, que venía pidiendo ayuda al Gobierno central, ha conseguido, al fin, a la vista de las cifras de avance de la pandemia en la capital, que Sánchez haga el camino desde Moncloa a la Puerta del Sol para estudiar medidas urgentes de contención y cuidados. No hace falta utilizar la imaginación para adivinar que tendremos más confinamiento y se volverán a prometer mejoras en la asistencia social y sanitaria.

Claudia, mi querida nieta, no ha escrito por el momento más que la portada de su historieta. Aguardo con interés y emoción la entrega de los tres capítulos prometidos. De momento, lo que puedo afirmar, desde mi pobre atalaya de desconocimientos, es que seguiremos dando palos de ciego mientras la economía avanza, cada vez más rápido, hacia el precipicio de la desestabilización social. Es una mala suerte que esta lanzada de origen chino sobre la economía occidental nos haya descubierto con un gobierno de coalición que convierte nuestra habitual falta de sentido de Estado en un guirigay de intereses por destruirlo.

Niña, con esa perspicacia que proporciona estar libre de pecado y servidumbres, ayúdanos a poner punto final feliz a esta historia infinita.

 

Publicado en: Actualidad Etiquetado como: Claudia, historieta, nieta, pangolín, virus

Una reflexión acerca de la orientación del consumo

2 diciembre, 2014 By amarias 2 comentarios

Hace hoy cuatro años nació mi primera nieta, Carlota. Es muy lista -mis cuatro nietas lo son, pero ella siempre será la mayor-, aunque aún no sabe leer. Entre los muchos regalos que recibirá en este día -tiene abuelos entregados, tíos muy próximos, tíos abuelos al acecho de fechas importantes, amigos consecuentes de sus papás y compañeros de sus trabajos- no creo que nadie haya tenido, además de un servidor, la descabellada idea de entregarle un relato socioeconómico para que lo lea, no ahora (ni siquiera para que se lo lean ahora), sino cuando tenga edad suficiente para analizar las cosas que se le ocurrían a su abuelo Angel, y poder juzgar, entonces, si tenían algún sentido o eran solo elucubraciones propias de la edad tercera.

Claro que, a lo mejor, también hay alguna persona mayor que se interese ya hoy por este regalo singular a mi nieta Carlota, y le apetezca leerlo mientras tanto.

Querida nieta:

He pensado que muchos de estos movimientos que los gobiernos de la Unión Europea y, entre ellos, particularmente, el nuestro, dicen que están haciendo para generar actividad y empleo, no dejan de ser manotazos al aire de la economía. Que estamos en crisis, lo sabe todo el mundo.  Pero cómo salir de ella, ¿lo sabe alguien? ¿Se puede salir de esta crisis? ¿Todos, o solo unos cuántos? ¿En cuánto tiempo?

Cuando tú leas estas líneas, dentro de unos años (si es que no se han perdido en las cenizas del tiempo), las respuestas ya estarán dadas o serán muy fáciles de obtener, con solo mirar alrededor y contemplar lo que ha pasado. Hoy por hoy, en el momento de escribir estas elucubraciones (yo las llamo elucubraciones, para no inquietar a nadie, porque los pesimistas tenemos muy mala prensa), no hay consenso sobre lo que conviene hacer.

Los que toman las decisiones, (y los que, por estar fuera del Gobierno, no pueden tomarlas, sino solo criticar lo que hagan los que están haciendo como que saben por dónde van),  no se ponen de acuerdo sobren las medidas concretas que tendrían efecto seguro sobre esas dos variables que te he nombrado antes: actividad económica y empleo. Ni siquiera parece que conozcan, con certeza, cuál de las dos es la variable dependiente, o si las dos son dependientes de otras variables principales. Hay muchos estudiosos que dicen que han reflexionado sobre el asunto, aunque mi opinión es que lo han hecho sentados cómodamente en sus despachos calentitos de profesores universitarios, entre clase y clase de teoría.

Tengo fundadas sospechas (es decir, es mi opinión), que las dos variables se han hecho, hoy por hoy, ya bastante independientes (en relación con lo unidas que estaban hace uno o dos siglos, por ejemplo) y, lo que es más importante, me temo (otra opinión personal), que cada vez lo serán más, porque las tecnologías -sí, esa especie de monstruo de las galletas que devora empleo por aquí y genera actividad económica por allá, y, a veces, a saber dónde-, eliminan mucha mano de obra allí donde se aplican, y, ya habrás visto, se aplican con intensidad y frecuencia creciente.

Caminamos hacia un mundo muy, pero que muy, automatizado, y eso, que parece bueno o bonísimo, casi óptimo (todos hemos soñado con la idea de que alguien nos haga el trabajo mientras estamos tirados a la bartola), sería nefasto si resulta que todo aquello que la mayoría de nosotros sabríamos hacer, (porque nos lo han enseñado en las escuelas de formación  o lo hemos aprendido por nuestra cuenta), no tiene ninguna demanda.

Porque sabemos todos, y algunos lo hemos experimentado en nuestra carne, que lo que no tiene demanda, equivale a decir que nadie pagaría ni un chavo por ello, aunque nos pareciera lo más hermoso y útil del universo. (Por cierto, ya se que no habrá chavos cuando puedas leer esto por ti misma; ni siquiera los hay hoy, en verdad, esos chavos, cuando ésto escribo. Mi curiosidad para ese entonces en el que tú estás es: ¿hay alguna moneda en circulación, de las que sirven para comprar y gastar, o la mayoría de la gente, en el después, solo se dedica a cambiar unos productos por otros -habríamos vuelto a la economía del trueque-, o tal vez están a la espera de que su Banco les diga que ya tiene bitcoins en su cuenta personal?)

Se puede estar mucho tiempo discutiendo acerca de si las cosas van a evolucionar a peor o no, y si -como dicen algunos, en mi opinión, sin ningún fundamento claro – lo que va a suceder es bueno, ya que la humanidad demostrará, una vez más, ser tan inteligente, (de forma colectiva, claro: unos pocos perfeccionarán las tecnologías para que los que les pagan hagan con ellas lo que les convenga, que se va a encontrar la solución a los principales roblemas actuales y seguiremos avanzando (hacia donde creamos estar avanzando).

Al grano, Carlota. Lo que se me ha ocurrido es que lo más importante para estar seguros de que los desequilibrios del crecimiento ultra-rápido no nos descompongan gravemente nuestro sistema socioeconómico, (ahora tan precario en su equilibrio), debiera ser atender a lo que está pasando con el consumo. No hay que mirar solo a la producción, no. Encuentro que hay un error grave en que lo hagamos así. Porque estamos en un mundo de productores, que nos señalan, en su propio interés, que no es el nuestro, la mayor parte de lo que tenemos que consumir.

Debemos  darle la vuelta a la tortilla y mirar desde la perspectiva que nos importa a nosotros, a la mayoría. A los consumidores.

Fijémonos, pues, en el consumo, es mi mensaje. En lo que necesitamos consumir y en lo que queremos consumir para ser más felices, mejores, más iguales, en aquello que interesa que seamos más iguales, que no quiere, ni mucho menos, pretender que a todos se nos encaje en el mismo rasero.

La matriz que importa -me refiero a algo parecido a la matriz de Leontieff, que ya hace tiempo que dejó de estudiarse, pero aún tiene su migajita de interés para mí y, posiblemente, algunos pocos que andarán desperdigados por ahí, dando clases de teoría económica o enfrascados en la poesía lírica para su exclusivo recreo- es el punto de vista del consumo.

Pongámonos, pues, a concretar y definir lo que nos interesa consumir a los consumidores. (Parece un juego de palabras, pero no se me ha ocurrido otra forma de resaltar que las personas no nacemos consumidoras, y que solo lo somos, cuando consumimos, que es una parte pequeña de nuestro tiempo, pues también somos productores, y amigos de divertirnos, y aprendices de brujo, y…). A partir de ahí, deduciremos si somos capaces de producirlo, con qué medios, dónde y con el propósito de hacerlo de la manera más eficiente de todas las posibles.

¿Qué cuál es? ¡La más barata que nos permita cubrir la necesidad y, si no es la de menor coste respecto a las alternativas (que eso es ser la más barata), la que nos apetezca mantener, pero porque lo hayamos decidido nosotros, los que hemos fijado la calidad del producto que consideramos más interesante en relación con el objetivo! (por ejemplo, para preservar el medio ambiente, o mejorar el empleo de una zona, o llevar energía, agua y servicios de sanidad para todos, o ayudar a un sector de la población a salir adelante de una catástrofe… )

Hay varias formas de llegar desde el consumo a la producción, -no digo que sea sencillo, hay que ponerse a ello- y algunas nos vienen señaladas por lo que se seguirá llamando, mientras el mundo sea mundo, factores de conversión. Los que yo propongo utilizar son los factores inversos, no los directos. ¿Cuánto hace falta producir de cada cosa para satisfacer este consumo? ¿Cuánta superficie tenemos que sembrar para tener, por ejemplo, las doscientas toneladas de tomates, trescientas de patata, veinte de remolacha,…que queremos consumir? ¿Cuántos agricultores? ¿Cuántos camiones para transportarlas a los mercados? ¿Cuántos conductores de camión? ¿Cuántos…?

Y así, con todo.

Me repito algo, pero como no sé la edad que tendrás cuando puedas leerme, y mucho menos, la edad en que tendrás capacidad para entenderme, voy a dar una vuelta más al argumento.

Lo sustancial es saber, y definir, cómo alcanzar de forma verdaderamente interesante para la mayoría, la producción de un bien, de cualquiera de los bienes que deseamos consumir, porque hemos tomado antes la decisión de que nos apetece tenerlo, hacerlo, disfrutar de él.

Puede ser que lo consigamos explotando racionalmente los recursos naturales (decimos ahora, de forma sostenible, pero hay que advertir que los sostenible no lo puede decidir un grupo empresarial, ni siquiera un Estado, sino que hay que medirlo con neutralidad, a escala de toda la Tierra).

Tampoco es complicado saber lo que es sostenible: lo es si lo que necesitamos para producirlo es igual o menor que lo que desaparece cuando lo consumimos. Puede que lo consigamos fabricando un bien intermedio a partir de los beneficios que podamos generar en otro lado. Puede que sea necesario inventar alguna forma nueva, por ejemplo, de curar enfermedades, de prolongar la vida, de hacer más confortable la existencia de los ancianos, de los que sufren adversidades físicas, de los que no tienen tanta formación o información.

Tenemos que calcular con cuidado que lo que necesitamos consumir no haga desaparecer para siempre lo que necesitamos para producirlo. Eso nos obliga a ser muy cuidadosos a la hora de planificar nuestro consumo.

Tenemos que analizar, siempre de atrás hacia adelante, del final a la cabecera, cómo se distribuye toda esa cadena de consumidores-intermediarios- productores, teniendo en cuenta que los que mandan y marcan lo que hay que producir y cómo, seremos nosotros, los futuros compradores, los que los necesitamos.

Así, si se trata de un producto natural, sabríamos cuánto interesa extraer ahora -lo justo-, guardando las reservas para otro momento, sin agotarlas ni despilfarrarlas, sabiendo que otros necesitarán también lo mismo, o más, o mejor.

Si se trata de un producto derivado, se fabricará en la cantidad exclusiva para cubrir exactamente la demanda. No vamos a querer -¿verdad?- ni aparatos que consuman más productos naturales de los que podemos producir, ni más juegos ridículos que nos idioticen, ni más coches tan veloces que nunca podamos utilizar a las prestaciones teóricas de su fantástico diseño, ni maquinitas que nos aislen de los demás, encerrándonos en nuestra soledad de profundidad interminable…

Si hemos calculado mal y  hemos agotado lo que producimos sin cubrir todas las necesidades de todos, lanzaremos un nuevo pedido urgente a los centros de producción más eficientes, y lo tendremos inmediatamente el cálculo para corregirlo la próxima vez. Si se ha producido de más, o se ha estropeado una parte, guardaremos el excedente para otro uso posterior, conservándolo con cuidado, o reciclaremos o recuperaremos, hasta donde sea posible, lo inservible para su destino original, aprovechando la energía que aún contiene su materia.

Habrá que ponerte ejemplos, porque ya se que, incluso ahora, en que aún eres muy pequeña, te gustan los ejemplos concretos y, por supuesto, infiero que cuando seas más mayor, y más juiciosa todavía, te gustarán mucho más.

Tomemos  por ello, como ejemplo, el consumo de los funcionarios: del dinero de que dispongan, una parte se dedicará a comprar alimentos, ropa, y otros bienes de consumo propio o familiar; ese dinero o disponibilidad económica, irá a parar (ahora) a los cadenas de distribución de alimentos o vestidos (cada vez menos, al tendero de la esquina), que obtendrán beneficios, tal vez importantes, porque, a través de sus intermediarios (que ganarán algo cada uno), son capaces de comprar barato a los agricultores, ganaderos o a los que confeccionan los trajes y zapatos, tal vez en países aún pobres en donde las gentes ganan poco.

De esa manera, los que producen esas materias imprescindibles para vivir y sentirse abrigados o frescos, e incluso pasarlo algo mejor, a veces tienen que vender por debajo de lo que les cuesta y, casi siempre, mucho más barato de lo que el consumidor paga por ello. Y como nadie se preocupa (o poco) de repartirlo bien, para que llegue a los que no pueden pagárselo, incluso habrá muchas veces (así sucede ahora) en que, para mantener los precios o porque no llega a tiempo al punto en donde podría consumirse, se pierde. No digamos si, además, nadie ha calculado cuánto es, de verdad, necesario producir para que todos los que  consumen tengan lo necesario. ¡Aunque no puedan pagarlo de momento!

No te quiero complicar la historia, sino solo que te imagines toda la cadena de personas que se sostiene -no solo con el dinero de los funcionarios españoles, claro- con ese flujo de dinero, que tienes que tener presente de dónde proviene: de los impuestos que pagan los ciudadanos de cada país.

Podíamos seguir también el rastro de la parte que los funcionarios pueden dedicar a comprar viviendas, a alquilarlas, o a disfrutar de su ocio. Así construiríamos una cadena de gasto y consumo que nos llevaría hasta el destino final de ese flujo de dineros; los productores, constructores, terratenientes, especuladores, etc. Unos, bien intencionados; otros -¿los más?- egoístas y ávidos de acumular para sí.

Pensemos ahora en un trabajador de una empresa. En la parte inferior de la pirámide de salarios, están aquellos que apenas ganan lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas (algunos, ay, ni siquiera eso). El dinero que entreguen a sus proveedores seguirá un camino parecido al del dinero del salario de los funcionarios. Solo que el origen de lo que reciben debe provenir de una actividad de producción o servicios regida por el mercado.

Atención, Carlota. El trabajo de los funcionarios es muy importante, y no debes interpretar, ¡al contrario!, que no son necesarios: son imprescindibles, pero no tengo tiempo ahora para explicarte por qué. Lo que quiero decir ahora, porque me importa más a este relato, es que los que trabajan para el mercado tienen que obtener la productividad que justifica sus salarios a base de lograr que el valor añadido de lo que fabrican o realizan es positivo: lo que venden sus empresas tiene que dejar beneficio respecto a lo que les ha costado lo que necesitan para producirlo.

¡Santo Dios! me dirás. ¿A dónde quieres llegar, abuelo?. Tranquila, estamos casi al final de esta historia. Lo que compran los asalariados que menos cobran, sean funcionarios o trabajadores de empresas privadas, o autónomos de cualquier tipo, está, fundamentalmente, dedicado a productos de primera necesidad.

Puede que paguen mucho más de lo que van a recibir los que han cuidado las hortalizas en el campo o confeccionado los vestidos y zapatos en un sótano de la India, Bangladesh o Madrid, pero lo que importe es que, por el camino, diversos intermediarios -incluso de otros países-, algunos de ellos, quizá, grandes empresas, se habrán quedado con las diferencias. Y las emplearán en lo que les apetezca comprar, porque, para ellos, son sus beneficios. Si los emplean en montar más empresas y poner ese dinero nuevamente en circulación, y lo hacen en el país en donde se generó el beneficio, vamos bien. Si lo emplean en otros países, los que irán bien serán los ciudadanos de allí. En otro caso, si el dinero permanece congelado, improductivo, estéril, es un desastre para todos.

La parte que más interesa saber a dónde va es la que corresponde a aquellos productos que no son de primera necesidad. La sociedad de consumo nos está continuamente bombardeando con anuncios muy seductores: electrodomésticos que hacen maravillas (muchas de ellas, estrambóticas o inútiles), aparatos reproductores de imágenes o música, espectáculos con figuras sobrehumanas alimentadas de fantasía generada en estudios electrónicos, vehículos con prestaciones muchas de las cuales jamás utilizaremos, viajes exóticos, etc. etc. ¿Quién se va a quedar con los beneficios generados por todo ese mundo de avidez y apetencias teledirigido, cuya base es que pocas veces sabremos el coste exacto de producir las mercancías, y por tanto, no sabremos el precio justo, sino que, simplemente, nos hemos guiado porque nos apetece tenerlo en nuestro poder?

Pues aquí está mi mensaje, Carlota, y me repito nuevamente. Fijémonos en quién está al final de la cadena de producción,  a partir del consumo específico y preguntémonos qué está haciendo con el dinero que va acumulando, al recolectar los beneficios del trabajo de muchos. ¿Lo pone en circulación, lo invierte en otros países, compra tierras, se hace una mansión o varias aún más lujosas, crea una fundación, adquiere cuadros para su colección privada….?

He aquí la obligación más importante de una sociedad responsable de su futuro: controlar la reutilización constante de las plusvalías que se generen colectivamente, de forma que produzcan más, y, sobre todo, que se distribuyan bien. Y mi indicación es que, en cuanto puedan y tengan voluntad para hacerlo bien, lo hagan mirando hacia atrás desde el consumo, y canalizando las apetencias de la mayoría para evitar despilfarros o acumulaciones interesadas de plusvalías colectivas.

Ese es mi regalo, querida nieta. No es una muñeca, ni un vestido de hadas, ni se puede comer como un chuche, ni siquiera te va a divertir como los cuentos que te cuenta, para que duermas mejor, la abuela Chus, cuando tus papás te dejan con nosotros algún día.

Tu abuelo Angel es, posiblemente, uno de los abuelos más aburridos del mundo para una nieta de tu edad. ¿ O no?

Un beso y, por supuesto, Happy Birthday! (Te lo dicen así, ¿verdad?)

Publicado en: Economía Etiquetado como: Carlota, cumpleaños, nieta, producción, sociedad de consumo

Cuento de otoño: Caperucita coja

26 noviembre, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

A todos los niños les gustan los cuentos y a algunos, mucho. A mis cuatro nietas les encantan, especialmente a las dos mayores (que aún no cumplieron los tres años). No les importa que se les cuente el mismo relato una y otra vez, e incluso diría que les parece mejor caminar por los senderos trillados, porque si se cambia la versión del cuento que conocen, enseguida te sacan la tarjeta roja. “Eso no es, abuelo”, me interrumpen.

Entre sus cuentos preferidos figura, en muy alto lugar -apenas superado por El patito feo-, el de Caperucita roja,- Es encantadora la tensión con la que siguen el diálogo esperpéntico entre la ingenua niña y lobo disfrazado con el gorro de dormir y el camisón de la abuela, y el alivio con el que reciben la entrada en escena del leñador, que, con la poderosa ayuda de la imaginación, encontrará a las dos, sanas y salvas.

Una de mis nietas mayores no vocaliza aún bien, y Caperucita roja es, para ella, Caperucita coja. Creyendo que le ayudaría a ver las diferencias, inventé un cuento de una niña que tenía una piernecita más corta que la otra, y que andaba a saltos por el bosque, y que, en uno de sus paseos, se encontró con el “bobo felón”. No tuve éxito, pues ignora lo que es ser felón, y la historieta discurrió por cauces más bien abstractos para una niña tan pequeña.

Pero los adultos no ignoramos que nuestra historia real está plagada de felones, que actúan como si fueran bobos, aunque no hacen más que aprovecharse de que estamos cojos, y que esta cojera nos impide alejarnos corriendo de su intención de engañarnos.

No hace falta realizar encuestas de aceptación para saber a ciencia cierta que nuestra inocencia de caperucitas ha sido traicionada a mansalva. No se libra del lastre de desfachatez, trampas y, en suma, felonía, ninguna de las instituciones. Aunque, por supuesto, estemos convencidos de que los que engañan son minoría, son más que suficientes. En este bosque de despropósitos, nos encontramos a cada dos pasos por gentes aviesas que, fingiéndose bobos, han utilizado, no solo nuestra credulidad, sino el prestigio de las instituciones en las que desempeñan sus cargos, en su propio beneficio y abusando de nuestra necesidad.

No preciso citar a nadie, porque el mal está ya en boca de todos. No hay un hueco, del rey abajo, ninguno, en el que no haya señales de malicia. Veo a los bobos felones contestando, taimados, a nuestras preguntas de ¿Por qué lo hicisteis?

-Para servirte mejor.
-Porque no podíamos estar al tanto de todo.
-Ya les habíamos advertido de que no lo hicieran.
-Hay que mantener la presunción de inocencia.
-No se podía actuar de otro modo.
-Todos han hecho lo mismo.

Pues ya lo ven, están descubiertos. Aliado insospechado, el diablo cojuelo ha levantado uno tras otro los tejados de esta ciudad para poner al descubierto las desnudeces de los que se creían bien pertrechados, disfrazados de corderos, esto es, de bobos, de bien intencionados.

¿Cómo acabará el cuento? No lo se muy bien, pero veo cada vez más aislados a los que carecen de razones para justificar el tamaño de sus ganancias, lo desmesurado de sus gorros de oropel, la camisa abultada por las bolsas que birlaron. Somos muchos los que estamos del lado de las Caperucitas cojas. Y esperamos que aparezca en acción el leñador de la verdad, ése que, abriendo el vientre de la desfachatez, saque de nuevo a la luz nuestra esperanza, sana y salva.

Veo que en el bosque hay algunos leñadores, ocupados en recoger ramas y astillas y evitando afectar a los árboles altos de este bosque.

Mi tendencia al pesimismo me indica que los jugos gástricos de la codicia han debido haber hecho de las suyas, y, cuanto más tardemos, más convertidos en piltrafas encontraremos los buenos deseos que se han engullido. Mientras creemos estar atendiendo a las explicaciones sobre el estado de nuestra democracia y la recuperación de la economía, interesándonos por lo que pensamos son las respuestas sinceras de la abuela, lo que escuchamos son los argumentos perversos de los lobos feroces, digo, de los bobos felones, que siguen tragando Caperucitas.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias, Sociedad Etiquetado como: abstracto, bobo felón, caperucita coja, cuento, cuento de otoño, democracia, engaño, escena, felonía, leñador, lobo feroz, nieta, pierna, vocalizar

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