Por otra narración, hemos conocido cómo un artesano genial, capaz de realizar obras de relojería de encomiable mérito, no había, sin embargo, conseguido el anhelado premio en un Concurso celebrado en su localidad para distinguir el mejor trabajo, debido a que las bases del Certamen se habían confeccionado a la ligera.
En aquella ocasión, el Jurado tuvo que dar el premio a un joven que tenía perturbadas sus facultades mentales, y que, enarbolando un martillo, destruyó completamente la obra maestra del esforzado artista, puesto que se había decidido otorgar el galardón a “aquel que produjese en la concurrencia el mayor grado de asombro” y, desde luego, el mozalbete los había dejado a todos estupefactos.
También hemos podido enterarnos, por un relato posterior, que el mismo relojero volvió a presentarse al año siguiente al Concurso, en el que se habían revisado las Bases, y tampoco obtuvo el premio, que fue a parar a un familiar del presidente del Jurado.
Pues bien, voy a referir ahora lo que sucedió en una tercera ocasión.
El relojero, escarmentado, no dijo a nadie, ni siquiera a su mujer, lo que iba a hacer. Estuvo días y días imaginando planos y complejos artilugios destinados a servir de base para fabricar las piezas del reloj y los mecanismos que le harían funcionar con la mayor exactitud que la tecnología del momento podía garantizar, e incluso, un poco mejor. Para evitar que nadie le copiara, destruía sistemáticamente, después de memorizarlos, todos los croquis y dibujos, quemándolos, hasta hacerlos ceniza impalpable, que aventaba con un fuelle en un bosque alejado del pueblo.
-Estoy absolutamente seguro -pensaba el genial artífice- que nadie podrá copiar el fruto de mis ideas. Las Bases se han corregido para que el premio no se de al que produzca asombro, sino a la obra que tenga la máxima utilidad; y, desde luego, para evitar nepotismos y favoritismos, se tiene expresado que el Jurado calificador estará formado por tres personas, cuyos nombres serán obtenidos por insaculación, el día antes de cerrar el plazo de admisión del Concurso, de cada una de tres relaciones de expertos, respectivamente, en investigación, ciencia y tecnología, que provengan de Universidades de prestigio de tres regiones distintas de Valgamediós, igualmente desconocidas a priori.
Era imposible que pudieran estar de acuerdo esas personas, porque nadie sabía, antes de que se hubieran presentado las obras al certamen, quienes iban a ser, y ni siquiera de dónde provendrían.
¿Qué decir de la obra que, en la soledad de su taller, sin contar con el auxilio de aprendiz ni suboficial, iba realizando el maestro? Era magnífica, incalificable en su perfección, casi divina si se consideraba lo acabado y definido de sus líneas, lo preciso del funcionamiento de las ruedas dentadas, los balancines, las figuritas que alegraban el paso de las horas que señalaba, con precisión inalcanzable, las agujas; no ya los minuteros y secunderos: el aparato apreciaba hasta las centésimas de segundo, lo que para la época era un avance descomunal.
El maestro esperó hasta el último día y, dentro de él, a la última hora antes del cierre de la admisión, para presentar su pieza. Llegó el momento de ir a recogerla a su taller, desde debajo de la mesa del último aprendiz, donde, envuelta en papeles sucios y restos de guata, la había dejado la tarde anterior. Estaba emocionado y nervioso y, como era día de fiesta, el taller se encontraba vacío.
Miró bajo la mesa y no encontró nada. Miró alrededor y vio que todo el taller estaba inmaculadamente limpio. Palideció y, entrándole pánico, sin imaginar lo que podía haber pasado, se fue corriendo hacia la casa del suboficial del taller.
-¿Qué has hecho de un paquete que había bajo la mesa de Gumersindo, el aprendiz? -le preguntó, demudado.
-¿Un paquete? No tenía ni idea que allí se guardaba algo. En cualquier caso, allí nunca tenemos nada de valor -le contestó el suboficial.
El maestro relojero volvió, a todo el ritmo que le permitían sus piernas, ya algo afectadas por la artritis, a su casa. Su mujer estaba preparando garbanzos con costillas de cerdo, que era su comida preferida.
-¿A quién han dado el premio? -preguntó la eficiente mujer, con una sonrisa que expresaba el gran cariño que sentía hacia su marido.-Es una lástima que este año no hayas querido presentarte
-No, no. Si quiero presentarme. Es una sorpresa. Pero no encuentro el paquete en el que guardé mi obra perfecta, la que quiero presentar al Concurso. Y el tiempo límite está a punto de acabarse -casi gritó, lleno de angustia y tensión, el genial artífice.
-¡Ah, qué bien! Piensa dónde estuviste trabajando en él la última vez. Ya imagino que era algo muy pequeño, pero será fácil recordar dónde lo dejaste si repasas tus movimientos. -Se interesó por conocer la gentil compañera, como siempre dispuesta a ayudarle, convencida de que, ya desmemoriado por el principio de demencia senil, el relojero habría olvidado el sitio-.
-En el taller no está -prosiguió-, porque ayer por la noche lo he limpiado a conciencia, para darte una sorpresa. Estaba por cierto hecho un asco, pero no lo encontré. Entregué hasta tres sacos con basura a un buhonero que, por suerte, pasó por el pueblo.
El relojero se desmayó.
FIN