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Cuento de primavera: Los dos maestros

18 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

En la Universidad de Constimpalo, cursaba el último curso de la Facultad de Ciencias Útiles para la Vida, un alumno ni muy bueno ni muy malo, que se llamaba Curiosindo Preocupancio.

Estaba a punto de conseguir el preciado título, pues le quedaban solamente dos asignaturas para acabar la prestigiosa carrera, que, según el denso programa de créditos y clases prácticas que había procurado seguir con aceptable aprovechamiento, le habría de capacitar para lanzarse al siempre apasionante, aunque igualmente misterioso, viaje personal por la existencia.

Queriendo prepararse bien para esas dos pruebas finales,  y deseando obtener la seguridad de que había conseguido el objetivo perseguido por aquella carrera universitaria a la que había dedicado los años de su juventud, se decidió a pedir una entrevista a los profesores de ambas, para que le dieran sus últimas orientaciones.

Curiosindo no tuvo mayores problemas para obtener una cita, dentro de las horas de tutoría que sus maestros tenían asignadas. El primero en recibirlo fue D. Fulgencio Propulso, catedrático de Ampliación de Procesos Esenciales. El Dr. Propulso tenía fama de ser muy estricto, y las pruebas o exámenes finales, incluso aunque la asignatura que impartía correspondía al último curso de la carrera, eran muy complicados.

-Dígame, joven -le invitó a hablar, acompañando las palabras de un gesto que le señalaba una silla ante la mesa que estaba alfombrada de decenas libros abiertos y cuadernos de notas-. Le advierto que no tengo mucho tiempo, pues estoy preparando una conferencia para mi toma de posesión en el sillón C mayúscula de la Academia de Doctores Eminentísimos.

Curiosindo no se amilanó. Después de todo, estaba a punto de conseguir el título y lo que deseaba era prepararse bien para superar la asignatura.

-Perdone mi atrevimiento -se explicó-. He hecho dos repasos de la materia completa de su asignatura, leyéndome una buena parte de la bibliografía recomendada. He tomado apuntes de sus clases y creo estar preparado, por lo que espero no tener problemas para superar el examen, salvo que tenga un mal día. No me asusta cualquier pregunta, pero me inquieta algo: ¿cuáles son las cuestiones esenciales que debería recordar el resto de mi vida, en su respetable opinión, de su asignatura y, si no le importa referirse a ello, de la propia carrera?

El Dr. Propulso le miró. En un primer momento, creyó que le estaba tomando el pelo. Mas, viendo el rostro atento e incluso preocupado del joven, tomó aire, y, con el mejor tono doctoral que pudo encontrar en su coleto, le espetó:

-Todo es importante, señor…¿Cómo me dijo que era su nombre? Ah, sí, claro. Sr. Preocupancio. Las materias de la carrera han sido seleccionadas con rigor, y, en concreto, mi asignatura, es fundamental. Recopila los conocimientos prácticos de decenas, por no hablar de millares, de científicos eminentes, a los que he añadido mi propio saber. Nada hay prescindible y, estoy seguro, a lo largo de su vida, tendrá ocasión de utilizarlo todo. Y si hay algo que no vaya a tener la oportunidad de emplear, pregúntese porqué, pues probablemente será por haber cometido algún error de visión.

El catedrático se extendió en múltiples indicaciones, recordó, mientras hablaba, su propia juventud, describió, con bastante detalle, su trayectoria personal, tan brillante, y le recomendó cinco o seis lecturas complementarias. Curiosindo salió del despacho del catedrático de Ampliación de Procesos Esenciales con los pies fríos y la cabeza caliente.

Como tenía hora, de forma inmediata, con el profesor de Conocimientos Básicos, se dirigió, corriendo, para no llegar tarde, al ala oeste de la Facultad, en donde se encontraba el titular de la asignatura, Dr. Suspicious Directa. Tenía la puerta del despacho abierta, y le pareció a Curiosindo que estaba lanzando dardos contra un blanco situado en una de las paredes.

El joven le contó prácticamente el mismo discurso que al colega al que acababa de ver.

-¿Lo más importante, dices? -se preguntó, a sí mismo, asimilando la pregunta, el Dr. Directa-. La verdad, creo que el que seas capaz de formular la cuestión en esos términos, demuestra que tienes la madurez suficiente para que te apruebe la asignatura, por lo que no hace falta que te presentes al examen. Tienes notable.

Curiosindo se azoró.

-No…no pretendía eso, Dr. Directa. Yo lo que quería, en realidad…

El Dr. Directa le interrumpió.

-Se muy bien lo que quieres, y yo mismo me lo he preguntado muchas veces. ¿Qué es lo que sabemos en realidad? Muy poco. Es, sobre todo, la actitud, lo que cuenta, no lo que se sabe. Porque lo que creemos conocer solamente es útil para la vida si somos capaces de ponerlo continuamente en cuestión, es decir, en solfa.

El profesor echó mano de un cajón de su mesa, en la que Curiosindo solo descubría un libro abierto, un papel y un bolígrafo; también vio que la papelera estaba llena de papeles arrugados. Del cajón sacó una hoja en la que había varias líneas, escritas a máquina.

-Esto es lo que se me ha ocurrido como esencial, cuando, hace unos años, me hice la pregunta. Me parece que aquí está todo o casi todo. Si echas en falta algo, añádelo por tu cuenta, y no hace falta que me lo digas a mí. Guárdalo para ti, y úsalo siempre que quieras.

Curiosindo salió del despacho con aquella hoja de papel en la mano. A medida que la iba leyendo, le surgieron nuevas ideas. Al día siguiente, la volvió a leer, y le aparecieron otras nuevas.

Le pareció, en verdad, una página mágica. De un gran maestro. Cuando terminó la carrera, la hizo enmarcar y, si no me equivoco, es la primera cosa que pone en su despacho, antes incluso que la fotografía de su mujer, de sus hijos, de los apuntes de Ampliación de Procesos Esenciales que, por cierto, no ha vuelto a sentir la necesidad de abrir, aunque también obtuvo la calificación de notable, una de las mejores de su promoción.

FIN

 

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Cuento de invierno: La buena vida

2 marzo, 2014 By amarias Dejar un comentario

El discípulo se acercó a visitar, habiendo pasado el tiempo, a su maestro, que se había convertido en un anciano físicamente decrépito. Lo encontró, como se lo imaginaba, sentado en un sencillo taburete de madera, y con la mirada dirigida al horizonte; parecía incapaz de moverse.

-¡Qué alegría, maestro! -dijo el discípulo- Estás igual que siempre. Los años no han dejado huella en ti.

El anciano desvió la vista desde el horizonte para fijarla en el sonriente desconocido. El resto de su cuerpo apenas se movió.

-¿Quién eres? -le preguntó, volviendo a entregarse a lo que parecía ser una profunda meditación.

-Soy Rangú Albalala, que pasé por ser uno de tus alumnos predilectos. Guardo todas tus enseñanzas en lo más profundo de mi corazón. ¿No te acuerdas de mí?

El anciano sacó un pañuelo mugriento de un bolsillo del pantalón y se sonó estrepitosamente. Luego, miró con atención los mocos que habían quedado en el trapo, lo plegó y lo volvió a guardar en el mismo sitio.

-No.

Fue cuanto dijo.

El discípulo empecinado le cogió la mano derecha, y advirtió que estaba cubierta de manchas solares y que tenía las uñas bastante largas y, también, algo sucias. No sabía cómo seguir la conversación, pero no quería marcharse sin expresar lo que sentía por el anciano. Un profundo afecto.

-Gracias a ti he aprendido que la felicidad no está en lo que se posee, sino en lo que se da, ¿verdad, maestro?

-¿Por qué me preguntas? ¿No has encontrado tu propia respuesta? -le preguntó, con repentina curiosidad, el anciano.

Por la puerta abierta de la casita, el discípulo advirtió que una mujer trajinaba en la cocina, y olió el delicioso aroma de lo que estaba guisando, y supuso que eran pimientos con arroz.

-En realidad, tengo una duda que no he conseguido resolver. ¿No sería mejor tratar de aumentar lo que se posee, antes de darlo a los demás? Creo que eso sería lo más acertado para ser profundamente feliz.

El anciano sonrió  con una mirada que al discípulo le pareció pícara.

-Esa es justamente la diferencia entre tener una vida sin interés o una buena vida.

El discípulo se despidió, diciéndole a la mujer -seguramente una hija del anciano maestro- que no podía aceptar la invitación para quedarse a comer con ellos, porque tenía que volver a la ciudad antes de que cerrase el comercio.

Cuando conducía por la autopista, con una suave música de fondo en el reproductor de cedés, pensó que su anciano maestro conservaba la cabeza en perfectas condiciones. Había algo, con todo, que le inquietaba, porque le parecía que no había conseguido obtener una orientación definitiva del viejo maestro.

Por eso, salió de la autopista en la primera desviación que encontró, y volvió hasta la casa del anciano, que seguía mirando, aparentemente, el horizonte, sin haberse movido, aunque ya empezaba a hacer algo de frío. El discípulo observó que en el suelo había una escudilla, con los restos de los pimientos con arroz que habían sobrado.

-Maestro, perdona que te interrumpa nuevamente en tus meditaciones, pero me ha quedado una duda y no quiero desaprovechar la ocasión de haber estado contigo para aclararla.

-Dime, Rangú -expresó, con solicitud el anciano.

-¿Cómo se puede conocer que ha llegado el momento en que lo que se posee hay que compartirlo con los demás? -fue la pregunta que el eterno alumno le hizo.

-Ese momento no llega. Existe desde antes de que nosotros viniéramos a este mundo. -fue la respuesta.

Rangú volvió al coche y, sin ganas de hacer las compras como tenía proyectado, cuando llegó a casa,  contó a su mujer y a su hijo lo que le había dicho el maestro y éstos lo difundieron a sus amigos.

FIN

(P.S. Los Skidelsky (Robert y Edward) son autores de un libro imprescindible: “¿Cuánto es suficiente?”, en el que analizan, en lenguaje sencillo pero contundente, lo que proporciona la felicidad, es decir, la naturaleza del concepto de “buena vida”. No he pretendido hacer un resumen, sino añadir un elemento -casi trivial- para contribuir a la reflexión sobre aquello para lo que merece la pena entregar nuestra existencia.)

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:buena vida, cuento, cuentos de invierno, enseñanza, maestro, Skidelsky

Cuento de verano: El relojero que se presentó dos veces a un Concurso

18 septiembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Supongo que el lector se acordará del mozo del martillo, aquella criatura de cortas luces imaginada por Cristian Andersen, que ganó un Concurso peculiar que se había convocado en un poblachón cualquiera, para premiar a quien fuera capaz de causar, con su obra, el máximo asombro de la concurrencia.

El maestro relojero se había presentado con una obra virtuosa, perfecta, que estaba provocando la admiración y el beneplácito de todos cuantos la veían. Pero no ganó el Certamen porque, de acuerdo con las Bases, un mozalbete, provisto de un martillo, y que había reducido a pedazos el artístico reloj realizado por el relojero, había causado en la concurrencia un asombro aún mayor y tuvieron que darle a él el Premio.

En el poblachón se tardó en convocar un nuevo concurso, si bien los sabios del lugar estaban de acuerdo en que había que compensar, de alguna manera -es decir, a saber cómo- al maestro relojero. Después de mucho pensar, las fuerzas vivas acordaron convocar un Concurso de relojes. Contaba con el patronazgo de uno de los ricachos locales, Forrado Cejijunto y el Premio era un Diploma y un par de maravedíes..

Los organizadores animaron al maestro a que se presentara:

-Tienes todas las de ganar, también esta vez. Hemos modificado las Bases anteriores para que no haya sorpresas con mozos cortos de mollera ni martillos a su alcance. Habrá un Jurado cualificado, formado por un historiador del mundo de la relojería, dos saltadores de pértiga y una modelo porno, bajo la presidencia del prócer Forrado Cejijunto. El concurso convocado va estrictamente de relojes, materia en la que eres un maestro incuestionado. Así que el premio tiene que ser tuyo. Ah, eso sí, la presentación de relojes ha de ser bajo lema, y con seudónimo, para que no se identifique a los autores e impedir que se nos acuse de favoritismos.

El relojero quedó convencido, y aunque su esposa le decía que no necesitaba reconocimientos mayores que los que ya conseguía con una clientela fiel que les había hasta ahora permitido vivir dignamente -es decir, ir tirando-, su ego le impulsaba a participar. Después de todo, un reconocimiento expreso de valía, siempre viene bien.

-Y dos maravedíes nos permitirán hacer el viaje de novios que tenemos aplazado desde hace treinta años -expresaba, ilusionado.

Cerrado el plazo de admisión de piezas que optaran al premio, se habían presentado seis o siete relojes. Como era de esperar, la obra del maestro relojero había sido elaborada con esmero y era fácilmente reconocible, aunque se había presentado bajo el lema Ultreia. Cuatro de los cronómetros no valían gran cosa, incluso dos de ellos no funcionaban ni a patadas.

El maestro relojero estaba, junto a su esposa, en la plaza del poblachón el día designado para leer el resultado del Concurso de relojes. No sospechó nada especial hasta que uno de los organizadores se acercó hasta él con una cara de circunstancias -es decir, de esas que igual valen para un funeral que para darte una patada- y le farfulló algo así como “Se hizo lo posible”.

Cuando abrieron la plica del ganador y se descubrió como vencedor a un sobrino de Forrado Cejijunto, en atención a su “creativa solvencia provocadora y a la elucubrante designación valorativa” (o algo así), al maestro relojero, al que le concedieron un accésit, le dio un sofoco.

“Eso te pasa por creerte todo lo que te dicen”, le murmuró al oído la mujer a la que más quería en el mundo.

FIN

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