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Cuento de invierno: La leyenda del estudiante mendaz

28 febrero, 2014 By amarias Deja un comentario

Toledo, como ciudad antigua y mosaico cultural y cosmopolita, alberga múltiples leyendas.

Pasear despreocupadamente por las callejas del casco antiguo, dejarse seducir por los olores de los potajes que se cocinan tras los postigos cerrados, toparse de pronto con adarves y superar codos y recovecos que parecen a primera vista intraspasables, es una aventura a la que todo visitante debería dedicarse, abandonando los caminos trillados por donde guías sin mucho fondo cultural conducen a diario a miles de aborregados turistas de mata en mata, de monumento en tienda de objetos made in China y tiro porque me toca cobrar la comisión.

Lo ideal sería poder penetrar en la quietud misteriosa de los muchos conventos de clausura, en donde cabe  imaginar que, tras los espesos murallares y las rejas de complicada factura, algunas monjas ya muy ancianas cuidadas por jóvenes novicias dejan trascurrir, entre rezos e imágenes que refieren horrores, horas de contemplación en muy profundos misterios, entretejiendo la madeja de su devoción con los hilos de la imaginación que otros, libres y fuera de esas cárceles, les dejaron.

En uno de esos conventos toledanos -hoy  lamentablemente destruido por la falta de vocaciones, el abandono oficial y, mirando desde más lejos, la desamortización y las guerras civiles-, hace unos cuatrocientos o quinientos años, vivía recluida, entregada por ajena voluntad a la mayor gloria de Dios, una hermosa muchacha, de piadoso nombre Lumersinda del Santo Sepulcro.

Su natural belleza, incluso aunque estaba ayuna de cremas y cualesquiera afeites, no podía enmascararse ni mantenerse oculta por más que se amontonaran sobre sus túrgidas carnes velos o ropajes. Así sucedió que un toledano, estudiante a la sazón de leyes en Salamanca, (hijo bastardo, aunque único, de quien fuera uno especial de entre los muchos caballeros principales de Toledo, alcaide de torre con derecho a pontazgo,  y de una modistilla jacarandosa de los arrabales) , olisqueó la apetitosa presa y, como castellano aficionado a la caza y a salirse con la suya, tomó medidas para hacerla suya, por las buenas, o  con artes y engaños de los malos si erraba en las primeras.

Martín Lope de Buenacasa, que así se llamaba el ya no tan joven muchacho, -pues rondaba la treintena-, portador del ilustre apellido que le diera su padre al reconocerle, incorporando a su rama genealógica el fruto del desliz mundano con la costurera, era amigo de juergas y aventuras.  Herencia también de aquel viejo casquivano que, en su lecho de lecho de muerte, al saber por el ama que lo atendía que se mantendrían sus genes vivos en este valle de lágrimas, llamó llamar a Martín, lo sacó de porquerizo, lo cubrió de besos y lo encaminó a Salamanca para que un tutor de los de paciencia infinita lo hiciese digno de llevar levita. toga o caperuzón frailuno.

Pero no resulta fácil mudar de vicios, y Martín, aunque avanzaba en los estudios a trompicones, siguió siendo de natural voluble y, con dineros, más antojadizo.

Cuando cayó en la cuenta del valor venal de lo que en el convento se guardaba, -por una confidencia de uno de los abaceros que suministraban de vituallas a las reclusas del sagrado recinto, que entonces, floreciente, alcanzaban el mágico número de sesenta y nueve-, fingiéndose menestral, especialista en bacalaos y hasta arreglador de monumentos, -unas veces, con bigote, otras embozado, cuando solo, tal vez con cómplices, en horas muertas como en horas santas, pasó como quien lava todas sus vacaciones de Cuaresma, al otro lado de los muros.

Usó tantas argucias que se hizo habitual y parte misma del paisaje pétreo, sin despertar sospechas porque se arrodillaba o santiguaba. fingiendo devoción, en cada esquina. Y el mismo día de Sábado santo, entre melindres y dulces amenazas, usando las manos al tiempo que los pies, mientras procesionaban las cofradías, sedujo a la infeliz, haciéndola encontrar un barrunto del cielo entre las sábanas.

Sería vano, escaso y torpe el cuento si ahí quedara la cosa. El joven de la Buenacasa era en Salamanca, obvio, de todo conocido menos como buen alumno. No se le echó de menos en la celebérrima ciudad universitaria, porque dejó encargado a un criado de contestar por el al pasar lista. Después de aquella Cuaresma, alegando escusas e invenciones de toda calaña, pasó los días dedicado a Toledo más que a Salamanca -fuera por huelga de órdenes menores o mayores, ya por causa del Corpus o del Animus, ya con el tema de celebrar la expulsión de los judíos, o a cuenta de la mayor gloria por la conquista de Granada, etc- . Descuidó de cabo a rabo los estudios de filosofía y derecho, sacrificándolos por los que entendía de más inmediato provecho, a saber, anatomía y enología, haciendo, de paso, más directo el camino para la condena eterna de la novicia, de los abaceros que le encubrían y de él mismo, por los pecados tan graves que unos ejecutaban, otros favorecían y algunos amparaban.

Hora es ya de decir que tenía este tipo enamoradizo, huérfano de ambos progenitores, fallecidos hacía algún tiempo de una de esas pestes que diezmaban Toledo, por única familia sobrevenida, una tía devotísima, hermana de su señor padre, corta de luces, que bebía los vientos celestiales por amor a una santa reciente, Lucía del Meringuete, con fama de milagrera y, en concreto, con especial solvencia para conseguir con la mano de santa que tenía, ante el que Todo lo puede, prebendas en las cosas académicas para aquellos fieles que estuvieran atascados en sus estudios.

Se decía de esa santa local que, como prueba habida en carne propia que, había aprendido de memoria, en las lenguas arameo, román  paladino y caldeo, la mayor parte del Antiguo Testamento (dejando a salvo el Deutoronomio), temerosa de que, cuando los últimos sarracenos invadieron, de vuelta a sus lugares de origen desde Covadonga y otros lugares del norte peninsular, en donde habían sido convencidos, la encomienda o que por gracia real se había concedido a su padre, quemaran  las Biblias del poblado. No lo llegaron a hacer, pasando de largo en su huída en tropel, pero la joven nunca se recuperó de aquel empacho.

La leyenda cuenta que la tía de Martín, conocedora de las dificultades para avanzar en los estudios del sobrino, e ignorante de lo mucho que tenía avanzado en las artes de Ovidio, prometió a esa Santa Lucía una parte de los dineros que guardaba de lo que su hermano dejara al holgazán rijoso con la condición de que se licenciara. Como quería ella misma entrar en el convento, y el tiempo le apremiaba, ofreció incluso los dineros propios a la Santa, si el estudiante conseguía aprobar en Salamanca la única asignatura que, tras muchos años de penar entre tutores,  le quedaba para graduarse.

-Esta Santa Lucía del Meringuete, que te digo tiene el poder de conseguir los aprobados en las más difíciles disciplinas -explicaba a su protegido- pero es menester que se la ayude en algo, poniendo de tu parte el desgaste de los codos.

-Nada quisiera yo más que liberarte de la penosa administración de los bienes de mi difunto padre, al que no tuve mucha oportunidad de conocer, pero al que dices que tanto me parezco. No dudes, tía, de mi aplicación y entrega, pues no tengo la cabeza dedicada a otra cosa más que para repasar, una y otra vez, hasta la extenuación, la asignatura esa que me quedó atravesada -replicaba el mendaz sobrino-.

-¿Y qué asignatura es ésa, querido Martín, para que pueda recomendarte a Santa Lucía del Meringuete como  corresponde, sin confusión alguna? -se interesó en que le precisara la devota anciana.

-Filosofía del derecho canónico en la ciencia de San Isidoro de Sevilla, San Agustín de Cremona, Santa Teresa de Avila y otros padres y  madres de la Iglesia -le contestó Martín.

-Largo nombre para una asignatura, que no se si será conocida en ese detalle allá en el cielo. La rezaré como Filosofía astronómica y la Santa sabrá a quién aplicar y por dónde mis oraciones -concluía la tía.

-Gracias, tía, -y le besaba las manos- y aún te daré más alegrías si me proporcionas, a crédito, algunos dineros más que de habitual de esos que a buen seguro podré disponer ya desde este mismo verano, por herencia justa. Que estando yo dedicado todo el tiempo a ir de la cama al pupitre y del banco de escolar al catre, y teniendo el cerebro lleno a rebosar de cosas aprendidas, se me están desgastando los trajes, jubones, gorros y calzas necesito reponerlos. Y no dudes que, con mi esfuerzo y la ayuda de esa Santa milagrosa, traeré el aprobado a esta digna casa, y aún matrícula y honores, porque cuento con llegar luego a obispo a poco que la divinidad me empuje con su oportuno soplo.

No puso, como es de suponer, nada de su parte el tuno. Juergas, infames borracheras, peleas por el juego y lances de amor, idas y venidas a Toledo, a Esquivias, a Illescas, a patios y almazaras -a veces confesadas, otras ocultas, unas entrando por las puertas, otras escalando muros o violentando rejas, bien con futuras monjas, con doncellas, con casadas, que todas fueron las aportaciones personales que hizo por pasar su tiempo.

Llegado el día de los exámenes, Martín  se sentó en el pupitre con tal resaca que fue incapaz de recordar lo que le habían preguntado y lo que había puesto como respuesta destinada. Así que dio por normal el suspenso, y preparó su escusa para la tía crédula y estaba haciendo los aperos para un viaje a Toledo y al convento para seguir con la aventura aquel verano

La tía devota rezó y rezaba, pidiendo por el aprobado del desgraciado, esperando alguna noticia salmantina.

Cuando recibió la nota de la prueba, Martín Lope de la Buenacasa, que no hubiera apostado por haber obtenido ni un dos sobre los diez,  se sorprendió con ver la papeleta de aprobado y, por ende, poder considerarse flamante licenciado.

Consciente de que nada había puesto de su parte, incapaz de darle otra explicación al suceso, lo atribuyó al poder de Santa Lucía del Meringuete para cambiar el rumbo de las cosas, a un milagro verdadero que le hiciera caer del caballo desbocado al que estaba subido, y, poniéndose de rodillas, temblando de emoción, temeroso de ser sometido a un castigo de rayo celestial o flamígero portento, prometió cambiar, hizo pintar su Víctor en la fachada con sangre propia, y se hizo fiel devoto de la Santa para el resto de sus días, agenciándose de un artista imaginario varias estampas de aquella bienaventurada que, a saber, bien le había cambiado el examen o guiado la mano por los caireles de una sabiduría que no tenía.

Huelga decir, para quienes están al tanto de cómo suceden esas cosas, que una vez que el holgazán monjillero se encontró con el diploma y vio el camino expedito al obispado, dejó de vérselas con la doncella enclaustrada, tomó negros hábitos y pasó a mantener un tono discretísimo en todo, fuera de lo que se atuviera a los oficios.

No pudo enterarse así que la joven fue sacada de su convento toledano, mudada desde las clarisas a las franciscanas o teresianas (o al revés), todo por orden expresa de su padre, y llevada a otro lugar, a una tierra indígena que hoy es llamada Misiones, en Santa Cruz de la Sierra, casi en la frontera entre Bolivia y Brasil.

No le interesaron ya las sábanas crespas del convento, aunque estuvieran enmollecidas con carnes frescas, sino los linos episcopales, que alcanzó rápido, por su seriedad, devoción y respeto y lo encendido de sus discursos y pláticas.

¿Qué había pasado? Aquí viene lo bueno.

Cuenta la leyenda que, en realidad, el no tan joven estudiante, borracho y resacoso como estaba el día del examen, no acertó a dar pie con bola, pero llenó una y hasta varias hojas con lo primero que se le iba viniendo a la cabeza. Como la tenía muy ocupada, en los resquicios que le dejaba el alcohol, con su torpeza y vehemencia sexual, contó, entre majaderías ininteligibles, la aventura concreta que mantenía con una novicia, con detalles bastantes que el corrector de la prueba, que era su  padre, el doctor Furgensido Rodríguez Calvo, descubrió que la seducida era su hija, a quien había destinado a las cuatro paredes para que le sirviera de perdón a sus propìos pecados juveniles.

Por eso, aunque estaba claro que el estudiante merecía un suspenso y aún que le cortaran lo sano con estilete, siendo el doctor Rodríguez hombre sosegado, pero de decisiones solemnes, aprobó al estudiante para perdérselo de vista y sacó a su hija de aquel convento que tan mal la guardaba para embarcarla al otro lado del océano, lo que hizo, por cierto, siguiendo la misma ruta que la que tomó Cristóbal Colón en una de sus últimas expediciones a las Américas.

Esta es la leyenda o tal vez historia verdadera que oí a un canónigo comentar mientras estaba buscando la salida de una calle en lo que fue judería de Toledo y, como tengo por costumbre, sabiendo que lo mejor para superar un embrollo es ir detrás de alguien que parezca conocer el camino, fui siguiendo a un grupo, en el que el que hablaba, que parecía tonsurado, contaba, más o menos, lo que dejo escrito.

Fue el caso, sin embargo, que no me condujeron, como había confiado, fuera de la judería, sino que me encontré plantado, ante un portón abierto en sillarejo toledano, que se abrió par dejar pasar a la comitiva que me precedía y a mi me dejó con un palmo en las narices.

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: convento, cuento, cuento de invierno, Esquivias, leyenda, Misiones, monja, novicia, pecado, rijoso, Toledo, tonsurado

Cuento de invierno: Un pájaro de cuento

31 enero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

No había amanecido aún y ya se oía el gorjeo y trinar de un pájaro, tan cerca de la casa, que el sonido del canto parecía inundar la habitación como si se estuviera en medio de un concierto. Parcelino Leondoiro estuvo un rato escuchando, manteniendo la luz del cuarto apagada hasta que, sin poder contener la curiosidad de saber quién era el autor de tal despliegue cantor, abrió suavemente la ventana.

El frío de la noche entró de pronto en la habitación. Por efecto del brusco cambio de temperatura ambiente, Parcelino, que estaba solo protegido por un somero pijama, sintió un escalofrío.

Allí lo vió. En un arbusto cercano a la casa, recortado su perfil contra las tenues luces del día que apenas comenzaba, descubrió su silueta. La ausencia de claridad no permitía distinguir los colores del plumaje; solo advirtió que se trataba de un ave muy grande. Demasiado grande para ser un tordo malvís; demasiado grande para asemejarse a una oropéndola, que, además, no dispone de un canto tan variado; más grande, incluso, que un cuervo, cuyo graznido le hubiera resultado inconfundible.

El pájaro no se movió de donde estaba, aunque, interrumpió su canto.

A Parcelino Leondorio le pareció que le miraba. Lo que ya no estaba tan seguro era de haber escuchado con nitidez lo que creyó haber escuchado:

-Hola.

La primera intención de Parcelino fue cerrar, asustado, la ventana. ¿Habría entendido bien?. Como tampoco estaba seguro de lo que estaba viendo, con curiosidad que superpuso al temor, retrocedió sigilosamente, para no asustar al animal, y recogió las gafas de la mesita de noche, poniéndoselas con la misma discreción y lentitud de movimientos que tendría quien estuviera al acecho de una valiosa pieza de caza.

Puede que este sea el preciso momento de indicar que Parcelino Leondorio se encontraba en un caserón que acababa de heredar de un pariente, emigrante en La Martinica, en donde había conseguido hacer, al menos, dinero suficiente para comprar el terreno y mandar edificar un curioso edificio en aquel preciso lugar.

Ese lugar debía haber tenido para ese pariente de Parcelino una importancia especial, que, sin embargo, nunca le llegó a explicar a él ni, por lo que llevaba investigado desde que se instaló en la casa, a ningún otro lugareño. Porque, siguiendo con la verdad de la historia, la única persona de su familia a la que Parcelino conoció había sido a su madre, quien lo había traído al mundo, como se suele decir “de soltera” y no se había casado con nadie -también en sentido figurado-, aunque no le habían faltado pretendientes.

No tuvo Parcelino oportunidad de preguntarle a su santa quién era ese pariente sobrevenido, pues solo conoció de su existencia por ese testamento que se le comunicó cuando ella ya había fallecido, años antes. Y lo que puede resultar aún más sorprendente, el emigrante tampoco llegó a habitar la casa que había mandado construir en un sitio cuya importancia, sentido o valor sentimental, se había llevado con él a la tumba.

No era, en efecto, el apellido Leondorio el que correspondía a su desconocido progenitor, sino el de su venerada mamá, que había sido echada de casa de sus padres cuando se manifestó embarazada de un estudiante de veterinaria, rico en imaginaciones calenturientas, al que no volvió a ver, escapado de su aventura sentimental. Tampoco la Sra. Lendoiro había tenido mayor relación con sus mayores, luego de aquel despido improcedente. Y en cuanto a lo de no casarse, si el lector tuviera curiosidad por qué no había caído en esa tentación, sírvale esta frase:

-Mejor tira la yegua sola que mal acompañada por cabestro en una yunta –era su respuesta a los que se acercaban a requerirla o le preguntaban por qué seguía, siendo de buen ver, sin tener pareja.

Tanto desconocimiento de sus razones genealógicas, le había causado a Parcelino, cuando era niño, una severa reprimenda en clase de Historia Sagrada, por una metedura de pata inocente que aún era recordada por los compañeros de escuela. ¡Pues no había comparado a su madre con María Santísima!

-¿Qué quiere decir que la Virgen tuvo a Jesús sin concurso de varón? –había preguntado al maestro Don Jeremías, en clase de Historia Sagrada.

-Quiere decir que tuvo a su Hijo por obra y gracia del Espíritu Santo, que la mantuvo como doncella sin mácula –le explicó el venerado maestro. Y, para mayor aclaración del curioso discípulo, había añadido:

-Todo ello fue posible porque Jesús era Hijo de Dios.

A lo que el niño Parcelino, atando cabos, añadió su convencimiento:

-Como yo. Mi madre también me dice que soy hijo de Dios.

Así que la vida de Parcelino estaba rodeada de misterio, de silencios, de ignorancias supinas. Un mundo de oscuridad respecto a sus orígenes que le había llevado, en busca de una expiación por un pecado que, desde luego, no había cometido, a seguir un camino que se le había revelado equivocado. Porque Parcelino Lendoiro era sacerdote. Un sacerdote sin fe, renegado de las enseñanzas que le habían inculcado. Un hombre sin rumbo, sin afectos, ahora sin aquella madre que, durante tantos años, fue único sostén de su virtud, una santa que le exhortaba a difundir la verdad entre los feligreses, y amarlos con el cariño que solo los devotos pueden cualificar certeramente.

Hacía dos semanas que había recibido una carta desde La Martinica, firmada por el cónsul francés en la isla, y que, por las anotaciones del sobre, había seguido un largo camino hasta llegar a él, cuando le fue entregada por un agente del Registro Civil Central.

Por esa carta se le comunicaba que D. Sebastián Dosegado Carbonero, fallecido en tierras tan alejadas, le reconocía como su único heredero, por ser hijo de D. Sebastián Dosegado Carpentier, fallecido soltero, sin hermanos ni más parentela.

Miraba ahora Parcelino aquel ave parlante que le había saludado, y, con mayor temor que el que antes había manifestado, la oyó decir, claramente:

-En este lugar, para expiación de mis pecados, he pedido a mi abuelo que haga construir esta casa en la que estás, y que, a su fallecimiento, te la donara en herencia.

Parcelino se persignó, arrodillándose.

-Hay, sin embargo, una condición, que debes cumplir.

Parcelino no pudo, sin embargo, escuchar esa condición. Había, por la emoción, fallecido.

He pasado, por casualidad, por el lugar, y comprobado que el caserón estaba abandonado. La yedra cubría, densa e indómita, las paredes y ocultaba parcialmente las ventanas, muchos de cuyos cristales se hallaban rotos. Sobre un árbol descuidado y bastante frondoso, había un gran nido de una especie desconocida.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: árbol, canto, caserón, concebida, cuento, cuento de invierno, herencia, Historia Sagrada, Martinica, niño Jesús, pájaro, pecado, sacerdote, virgen

Mi Diccionario desvergonzado (17): inseminación artificial, enseñanza, culo, pecado, experiencia

3 julio, 2013 By amarias2013 Deja un comentario

inseminación artificial: Acto sexual realizado con una probeta que, a diferencia de la mayoría de los llevados a cabo exclusivamente entre seres humanos, tiene por objetivo la procreación.

enseñanza: 1. Resultado negativo de una aventura de cualquier tipo que, por fortuna, se olvidará muy pronto. 2. Conjunto de métodos y materias que pretenden rivalizar, desde la Administración pública, con la formación de la calle, con resultados muy dispares. 3. Dedicación oficial de maestros y profesores, que les genera persistentes dolores de cabeza, a los que llaman, por cortesía, disimulo o ignorancia, satisfacciones.

culo: 1. Palabra que dicen los infantes, por creerla malsonante, cuando se enfadan con su abuela, porque no les deja seguir jugando en los columpios, ya que tienen que merendar. 2. Parte de la anatomía femenina (en general), sujeto de idolatría. 3. Zona inferior de un vaso, que suele desprenderse al sacarlo del fregaplatos. 4. Zona trasera de los animales superiores, separada en dos mitades, lo que facilita el movimiento de las extremidades y que, por albergar la salida al exterior del aparato digestivo, permite también otras funciones.

pecado: 1. Alimento indigesto proporcionado por la mayor parte de las religiones al ente metafísico denominado conciencia, al que produce retortijones o remordimientos, y cuyos efectos son, en realidad, incurables. 2. Denominación equívoca, en la que se entremezclan materiales contrarios a la ética universal, con sustancias que provienden de aportaciones interesadas, e incluso, de indicaciones acerca de cómo conseguir momentos extremadamente placenteros. 3. Con manifiesta exageración, en ciertos círculos, forma inocente de designar cualquier situación agradable pasajera, como comerse un helado, faltar a clase o contemplar un paisaje divino por el ojo de una cerradura.

experiencia: 1. Pretensión de conocimientos que los demás no suelen valorar. 2. Relación tediosa de los cargos y ocupaciones del ponente en una Conferencia antes de su jubilación. 3. Suceso desgraciado, que debería evitar, a quien lo ha sufrido, volver a pasar con él, lo que, debido a la fragilidad de la memoria humana, no suele tenerse en cuenta.

Publicado en: Actualidad, Cultura, Diccionario desvergonzado, Sociedad Etiquetado como: culo, diccionario desvergonzado, enseñanza, experiencia, inseminación artificial, pecado

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