El 2 de junio de 2014, a las 10 h 30 m de la mañana, el presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, anunciaba que el Rey Juan Carlos “abdicaba la Corona”.
La abdicación del Rey en la Jefatura del Estado es una figura no contemplada con rigor por la Constitución vigente, necesitando la rápida aprobación de una Ley Orgánica que, aprobada por las Cortes, garantice el cambio sucesorio que las peculiares reglas de la Casa Real han personalizado en S.A.R. el Príncipe Felipe, que será, por tanto, el nuevo rey, con el nombre de Felipe VI, si todo sucede conforme al libreto.
Convertido en portavoz del dimisionario, el presidente Rajoy ha indicado, en una rueda de prensa sin preguntas -¿para qué preguntar, -se podría decir-, si no habrá respuestas?- que “el momento es oportuno”.
La oportunidad viene, en este caso, medida por la necesidad de recuperar alguna popularidad, desde el recambio de personas. El previsto como sucesor tiene 45 años, por lo que está en la edad en la que la mayoría de los españoles que se han quedado sin empleo por razón de la pésima gestión del país, verán reducidas a casi cero sus posibilidades de encontrar un nuevo trabajo.
La oportunidad no viene, desde luego, señalada por la pérdida galopante de simpatía hacia los partidos políticos que se siguen considerando mayoritarios; no está soportada, naturalmente, por la incapacidad demostrada de esta colectividad para generar actividades que permitan mirar hacia el futuro con optimismo generalizado y no solo desde la complacencia de los que más poseen; no tiene que ver, por supuesto, con el malestar rentabilizado por una urna de recogida de pesares cuyo mensaje es tan claro como contundente: no, así no, nos engañan, se enriquecen a costa nuestra, no nos representan.
A los más viejos de esta tribu les ha tocado vivir una parte de la historia de España insuperable en emociones: guerra civil injustificable, dictadura perniciosa, aislamiento insufrible, decadencia de la autarquía, ilusión irrefrenable, actividades imposibles, despilfarros impresentables, logros maravillosos, traiciones desvergonzadas, desilusiones galopantes, fracaso perdurable, desorden manifiesto.
Tengo la amarga impresión de que la Corona abdica cuando ha percibido que se le ha pasado el arroz. Oigo voces -nunca mayoría, pero siempre suficientes para que no se las desprecie- que reclaman una votación para refrendar al candidato a sucesor.
Un sucesor que, careciendo la Monarquía de programa y no tener la institución asignados cometidos constitucionales de entidad, lo que supone únicamente es cambiar el rostro de quien detenta el título. Como en esos tableros de feria en los que se puede meter la cabeza en el hueco abierto, para llevarse una foto de recuerdo del paso por el sitio.
Voto al chápiro verde, tenemos que cambiar el rumbo de la cosa, pero con tanto experto en marear, mal lo tenemos.