En la noche del viernes, 14 de noviembre de 2015, en el corazón de París, varios individuos armados asesinaron, al parecer en nombre de Alá, a más de cien ciudadanos que estaban disfrutando del comienzo del fin de semana. Las informaciones, aún confusas, hablan de seis a ocho puntos de ataque (el principal, la discoteca Bataclán, lugar de culto para rockeros) y de que los causantes de la masacre, ocho terroristas, están muertos: todos autoinmolados, salvo uno que fue abatido por la policía.
Como sucede cada vez que un acto de terror azota nuestra tranquila civilización de ocio, despreocupación y consumo, son miles los comentaristas que pretenden extraer consecuencias del mismo, acomodándolas a ideas a priori, que responden a ideologías y a sentimientos que se movilizan de inmediato. ¿Qué decir ante opiniones tan diversas como que el terrorismo, y en particular, el de trasfondo islámico, es debido a la falta de interés por integrar a quienes provienen de otras razas y practican otras religiones? ¿Cómo contra-argumentar a quienes aseguran que algunas sociedades viven en la Edad Media y que su cultura no es comparable a la nuestra? ¿Existen razones para explicar que haya seres humanos que puedan estar convencidos de que han recibido un mandato divino para exterminar a quienes no piensen como ellos o no acaten una normativa que niega elementales libertades?
No iré por ese camino. A lo largo de la Historia, se han prodigado ejemplos de grupos, sectas, nacionalismos y hasta individuos con pretendido carisma, que han provocado guerras, exterminios, latrocinios y toda clase de desmanes, alegando que son superiores, o tienen mejores derechos, o que han sido vejados o injuriados, o cualquier excusa que les parezca conveniente, para justificarse. Y no han sido pocos, sino muchos, quienes les han seguido y beneficiado de esas actitudes miserables.
El mensaje de los terroristas de cualquier signo es, sin duda, que son capaces de despertar el terror, la angustia, la sensación de indefensión, ante sus actos. Es decir, que nos poseen, que nos tienen dominados. Que ninguna de nuestras actitudes defensivas prevalecerá contra su voluntad de hacernos daño. Pero ¿con qué objetivo? ¿Qué consiguen con esas muertes, esas ejecuciones de rehenes, que, aunque ocupen mucho espacio mediático, son numéricamente escasas? ¿Qué consiguen los propios terroristas que se sacrifican a sí mismos, como máquinas de matar, accionando las bombas que llevan atadas a la cintura o, simplemente, asegurándose que la policía los acribillará en el mismo lugar en donde atentaron antes?
No veo otra respuesta posible que afirmar, con rotundidad, que nada pretenden y que nada deben conseguir. No obedecen, por supuesto, a ningún Dios, porque la crueldad es solamente humana. El terror que pretenden causar a los que rodean a sus víctimas o a toda la sociedad pacífica, es un espejismo de sus mentes enfermas. ¡Ay también de quienes, desde el lado de los amenazados, pretendan argumentar que la mejor defensa contra estos fanáticos es alejar al desigual, marginar aún más al que necesita, encerrarse indolentemente en la propia idiosincrasia, ignorando a quien sea diferente!
Porque de llegarse a esa conclusión, si los atentados terroristas que se atribuyen los extremistas islámicos (y pido disculpas a quienes se sientan molestos por utilizar el nombre de Islam para referirme a esos enajenados) consiguieran que cerráramos más las fronteras y nos distanciáramos aún más de las poblaciones que sufren hambrunas y penurias -físicas e intelectuales- habríamos perdido la batalla de la igualdad y la globalización. No porque hubieran vencido los terroristas o lo que les mueve, sea lo que fuere (aunque estoy seguro de que son móviles estrictamente económicos, y muy localizados), sino porque nos habríamos rendido ante un vacío moral, inmolando en el altar de la incomprensión, valores que jamás podrán ser cuestionados, porque no están en la batalla.
Son los que nos hacen especie principal entre las especies animales de este planeta, los que nos permiten avanzar como Humanidad en un destino que forjaremos mientras avanzamos, bajo la bandera de la ética universal y el respeto, -ya que no el amor-, a lo que vive y sublimado en lo que nos es más semejante. Aunque tengamos que admitir que nos acompañen algunos tipos armados que custodian, desde su enajenación y engañados por aviesos muñidores de fantasías cósmicas, incomprensibles valores y miserables ansias de venganza por lo que no les hemos hecho.