Habían llamado varias veces a la puerta, incluso aporreándola. Pascual Manzano dormía apaciblemente, porque la noche anterior había sido ajetreada.
-¡Señor Manzano, señor Manzano, tengo un paquete urgente para usted! -era la voz del cartero, que se desgañitaba, cansado de esperar.
Por fin, Pascual Manzano despertó, se puso la bata y las zapatillas, fue al baño, se miró en el espejo, y, arrastrando los pies y frotándose los ojos, se acercó a la entrada, abriendo la puerta.
El cartero le alargó un sobre voluminoso.
-Tiene que firmarme aquí. Y aquí. Y aquí. -le dijo el empleado, señalando un lugar en varios papeles.
Pascual Manzano firmó donde le indicaban, cerró la puerta empujándola con el pie hasta que oyó el chasquido de cierre del pasador, dejó el paquete encima de la mesa del comedor y se volvió a la cama.
Ya eran las tres de la tarde, cuando se despertó por segunda vez en aquel día. Entonces descubrió el paquete, al que no había concedido ninguna importancia. Leyó su nombre en el sobre, y le extrañó la dirección: “Donde quiera que esté”.
De pronto, se acordó de quién había escrito aquel sobre y por qué. Había sido él mismo, hacía cuarenta años.
Y lo que contenía el sobre era un Catálogo. Con letra de escolar de bachillerato, podía leerse: “Catálogo de las cosas que considera más importantes y que más me preocupan en este momento a Pascual Manzano”.
Recordó también que, hacía justamente cuarenta años, había confiado a su buen amigo de entonces, Samuel Perogrullo, una encomienda singular:
-Prométeme que, cuando pasen cuarenta años justos, me enviarás este Catálogo, donde quiera que esté. Quiero saber si, para entonces, habré cambiado o seré el mismo de hoy.
-Te lo prometo -le había dicho Samuel, guardando el paquete.- Yo te daré también una lista de lo que me parece importante, para que me la envíes dentro de cuarenta años.
Había perdido de vista a Samuel poco después de la singular promesa, y, desde luego, no se había acordado en absoluto de enviarle a su amigo de entonces el sobre con lo que el otro consideraba importante. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera habido tal entrega. ¿Dónde estaría ahora Samuel Perogrullo, qué hacía, qué había hecho?
Estaba manoseando el Catálogo que el adolescente que había sido Pascual había redactado con tanto cuidado, con las gafas algo empañadas por un repentino acceso de sentimentalismo. En una de las páginas, encontró una tarjeta de visita.
No tenía impreso nombre alguno, pero sí unas frases. Tardó en descifrarlas, porque la letra era casi ilegible. Rasgos picudos, firmes, muy personales.
Decía: “Mi marido, que en paz descanse, me encareció que cuando llegase el uno de enero de 2014 le enviara a Vd. este sobre, porque contiene información que, al parecer, le será de máxima utilidad”. Seguía una firma, unas iniciales.
Entonces comprendió que no se encontraba con ganas, ni ánimos, ni curiosidad, para leer lo que decía aquel Catálogo. Tenía, eso sí, la seguridad, de que ninguna de las preocupaciones que hace cuarenta años le habían ocupado los sentimientos permanecería vigente. No se acordaba de nada, de ninguna.
Se fue a la nevera, arrastrando los pies, y tomó un tetrabrik de leche desnatada, sirviéndose un vaso colmado, que tomó con galletas. No tenía idea de cómo pasaría aquel día.
FIN