Hace muchos años, en lo que, andando el tiempo, sería conocido como País de los Despropósitos, había lugares en los que la vegetación era exuberante, junto a los ríos, arroyos y riachuelos, si bien el resto del territorio era desértico, por falta de agua.
En esos biotopos especiales, las ratas de agua vivían felices. Comían plantas y frutos frescos, babosas, caracoles y gusanos y los pocos depredadores que podían intimidarles -zorros, fundamentalmente- no tenían especial interés por ellas, porque sus carnes les sabían a fango; preferían los topillos de pradera, que se alimentaban de alacranes, saltamontes y bayas secas, y eran, por ello, más sabrosos.
Sucedió que un día, una nueva especie apareció en aquel hábitat. Que, desde más allá de las montañas y las tierras de fuego, empujados por el hambre o la curiosidad, vinieran desconocidos, no era tan extraño. Lo normal es que no pudieran aclimatarse y murieran o se volvieran por donde habían venido, al cabo de poco tiempo.
Eran castores y, por lo que dijeron a quienes se molestaron en escucharlos, habían llegado para quedarse.
Los recién llegados, eran solo tres o cuatro parejas, y pocas ratas de agua les prestaron atención especial, al menos al principio. Los desconocidos eran, en cierto modo, incluso parecidos a las ratas de agua, aunque más voluminosos, y parecían bastante simpáticos.
-Solo venimos a trabajar y nos agenciaremos para conseguir alimento sin molestar a nadie. -dijo el que parecía llevar la voz cantante.-Decidnos solo un lugar en el que podamos estar tranquilamente.
La autoridad competente de las ratas de agua les asignó un lugar en una de las zonas más alejadas de los núcleos de población principal de las ratas acuáticas, corriente arriba de uno de los regatos menos caudalosos.
Era el peor sitio de los imaginables para las ratas de agua, que no habían llegado tan arriba, porque preferían las desembocaduras de los ríos, donde, en los deltas, las aguas discurrían muy tranquilas, y la vegetación se componía, sobre todo, de plantas que crecían en el fango, muy jugosas y tiernas, por lo que no necesitaban realizar exploraciones que podían resultar peligrosas.
-Procurad no hacer mucho ruido por las mañanas -fue la única advertencia que se les ocurrió a las ratas-. Aunque estaréis lejos de las zonas habitadas por nosotras, nuestros pequeños y a nosotros nos gusta dormir a esas horas, después de una noche de frenética actividad llenando nuestros estómagos.
Las tres o cuatro parejas de castores se instalaron río arriba, muy, pero que muy arriba, en lo alto de las montañas casi donde se encontraban las fuentes y los manantiales. De inmediato, empezaron a fabricar, cada familia por su lado, los diques que les parecieron adecuados para crear el hábitat en el que poder criar a sus retoños ciegos a salvo de la intemperie y, por supuesto, almacenar bajo el agua reservas para el invierno, porque en las alturas hacía tanto frío que todas las superficies se helaban.
Derribaron algunos árboles muy grandes con sus poderosos y afilados dientes, y arrastraron las pesadas ramas hasta los lugares que les parecieron adecuados para embalsar el agua.
Unos aquí, otros acullá. Trabajaban día y noche, porque su voluntad era transformar la naturaleza para adaptarla a lo que necesitaban.
Eran construcciones, de verdad, muy interesantes, compactas y resistentes, y que, para hacerlas razonablemente estancas, guiados por la experiencia y el instinto, reforzaban con barro.
El agua quedaba retenida en ellas, formando remansos de un alto valor estético y en huecos de las presas los castores mantenían a sus retoños o guardaban ramas tiernas.
Seguramente era de lamentar que ningún animal pudiera valorar tanta belleza de aquellas creaciones, pues todos quienes vivían en lo que luego sería llamado el País de los Despropósitos -desde las ratas de agua a los topillos de pradera, por no hablar de caracoles, peces y zorros- carecían de la inteligencia o formación adecuadas para dejarse impresionar por lo que resultaba tan claramente inútil para su especie.
Las ratas de agua que estaban río abajo no tardaron, sin embargo, en darse cuenta de que las aguas no fluían con la misma intensidad que antes. Los caracolillos y las babosas (en especial, las desprovistas de concha, muy apetecibles) escaseaban.
Pero lo más alarmante era que algunos meandros del delta estaban empezando a cambiar su curso.
-Venid río arriba -les dijeron las ratas de agua que ya se había desplazado a vivir en las zonas altas-. Allí el trabajo de los amigos castores ha conseguido inundar áreas que antes estaban secas, y hay ahora alimento suficiente, en donde hace poco tiempo solo se encontraba el desierto.
Sucedió, sin embargo, que, cuando llegó la temporada de lluvias, las aguas torrenciales se llevaron por delante los diques de los castores. Aunque estaban hechos para resistir las corrientes normales, no aguantaron las crecidas impetuosas provocadas por escorrentías y torrenteras que aparecieron por todos los lados.
El colapso de los diques, arrastró también árboles y ramajes. Los castores, guiados por su instinto, presagiaron el momento y pudieron salvar a sus crías. Pero muchas ratas de agua, que carecían de esa experiencia, se encontraron de bruces con el cambio de condiciones de vida. Perdieron a muchas de sus crías. Confiadas en lo que creían saber del entorno en el que siempre habían vivido, generación tras generación, no consideraron la posibilidad de que el nivel de los ríos pudiera variar tan bruscamente.
Fue una catástrofe para las ratas de agua, tanto las que vivían río arriba como las que se habían quedado en el delta. Las plantas de ribera resultaron arrancadas en muchos puntos y, en otros, se cubrieron de piedras y un loes que las hacía, al menos momentáneamente, incomestibles.
Realmente alarmadas, convocaron a una reunión de urgencia. Habían encargado a expertos en deltas y meandros que emitieran sus informes, lo que hicieron prestamente, utilizando los conocimientos acumulados en sus genes durante siglos.
Obligaron también a los castores a que asistieran a la convocatoria, para que expusieran sus argumentos, aunque ya se habían confabulado de antemano para no escucharlos.
El encuentro resultó áspero. Una rata de agua experimentada, que decía haber vivido en los deltas del que luego sería llamado por los humanos río Misisipi, afirmó estar rotundamente convencida de que los diques habían provocado desequilibrios insoportables en las corrientes de agua, y que, en consecuencia, los castores deberían ser expulsados del territorio.
Fue aplaudida por todas las ratas de agua.
El portavoz de los castores hizo ver que ellos no habían provocado las lluvias torrenciales y que, en realidad, la construcción de los diques había sido beneficiosa, mientras estuvieron en pie, para la existencia de las ratas de agua, pues se habían podido colonizar nuevos territorios y disponer de más alimento que antes.
Fue silbado por todas las ratas de agua.
No hubo, pues, acuerdo. Las ratas eran mucho más numerosas, incomparablemente superiores en número, y a dentelladas y empujones, echaron a los castores de aquel que consideraban su territorio, y de ellos, nunca más se supo.
Fue más o menos por aquellas fechas cuando se instalaron algunos humanos en ese lugar, y encontraron a las ratas de agua bastante sabrosas, exterminándolas prácticamente.
Los castores, que habían seguido creciendo en número, volvieron a ocupar las áreas del País de los Despropósitos de las que habían sido expulsados. Cuando su número creció, los humanos los declararon objetivo de caza para sus escopetas.
No serían aprovechables como alimento, pero sus pieles, utilizadas como pellizas y abrigos, a los humanos se les antojó que los hacían muy elegantes.
Claro que la historia no había hecho, en realidad, más que empezar.
FIN