Al socaire

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Cultura de ofensa

30 noviembre, 2018 By amarias 4 comentarios

Pertenezco a una generación de españoles que tuvimos  que examinarnos de Historia Sagrada y Formación del Espíritu Nacional. Estudiamos Filosofía y Latín (habiendo elegido la rama de Ciencias) y hubo que superar un examen de  ingreso y dos reválidas, asi como dos cursos selectivos en una Escuela técnica Superior, a la que fuimos con traje y corbata y en donde nos pasaban lista. Al entrar el profesor nos poníamos en pie y lo tratábamos de Usted y por su nombre de pila, precedido de Don o Doña.

Pasaron muchos años hasta que hubo televisión en casa, se superaron los cortes casi diarios de agua y luz o  la cocina dejó de ser de carbón, el sereno guardaba la llave del portal y el cartero hacia sonar su silbato tantas veces como fuera la altura del piso donde residía el destinatario de la carta.

Casi todos los días de la semana -domingos incluidos-eran distintos, por razones impredecibles.

Si, hice la Milicia Universitaria, juré bandera y tuve mis prácticas como alférez en Palma de Mallorca, en donde enseñé inglés (y a manejar el Mauser y el Cetme, de paso) a reclutas de varias regiones españoles; sobre todo, catalanes e isleños de las Baleares, entre los que hice algunos amigos que conservo.

Crecí y consumí la juventud en una dictadura y, aunque luego me enteré que nos faltaban muchas libertades, no las eché de menos. No tenía mucho tiempo para elucubrar sobre mundos mejores ni información para valorarlos.

Fue hacia 1968 cuando descubrimos que en otros países de Europa gozaban de ciertas ventajas, que tardamos en clasificar entre importantes, falsas o, simplemente, circunstanciales.

Si, estuve en manifestaciones callejeras, evité enfrentamientos con los “grises “, organicé asambleas, participé en la creación de un sindicato de profesores, fui presidente de una Asociación universitaria, leí a Mao, Marx, Bakunin o Gramsci, …, hasta hartarme de rojerío. Ah, y tengo una Biblia en la mesita, entre otras decenas de libros aptos para la duermevela.

¿A qué viene todo esto (y más que podría contar)? Pues para dejar manifiesto que he sido conformado, a trancas y barrancas, en la Cultura del respeto a las creencias y devociones de los demás. De tanto ajetreo, incluidos decenas de viajes fuera del país y un sexenio en Alemania, me quedó un poso de escepticismo acerca de los maximalismos, las soluciones mágicas y las creencias intangibles.

Cuando percibo que lo que ahora se pretende apoyar como forma de estar saludable y contagiosa es la Cultura de la ofensa, de la descalificación sin fundamento, de la protesta sin razones, me siento desplazado. Suelto.

No, no me ofende exactamente (no sería la palabra adecuada) que un cómico oficial se suene de mentirijillas sus mocos en la bandera que representa a mi Patria; no me enzarzaré a puñetazos con energúmenos que creen hacerlo bien pitando el himno de España o a su Jefe de Estado, antes de un partido de fútbol o al comienzo de un acto oficial. No sacaré mi rabia a pasear por advertir cómo independentistas de salón insultan a los que no piensan como ellos, ni mesaré mis cabellos en trance bíblico cuando percibo que nuestros representantes políticos se dedican a insultarse en lugar de reflexionar seriamente acerca de cómo generar empleo y riqueza.

No me ofende, porque me he instalado en la Cultura de la Defensa. De los valores, de la tradición, de la Patria, de la solidaridad, del empleo, de la creatividad, de la investigación, del respeto.

Si, también de las instituciones, de la Jefatura del Estado, de las gentes que proyectan imagen positiva, moderna y eficaz de España. Si, también de Fuerzas Armadas concienciadas y bien pertrechadas, de la Universidad eficiente y abierta, de la empresa dirigida por ejecutivos concienciados con el valor social, ambiental y económico, de los emprendimientos.

En el fondo, lo que hago es ponerme del lado de lo valioso que tenemos. Desconfío de los que nos jalean para que lo destruyamos o quieren avergonzarnos despreciando y tratando de destruir lo que  merece la pena defender, porque forma parte de nuestra naturaleza, de lo que somos.

De esa forma, me justifico a mi mismo, me realizo en la coherencia de lo que quiero mantener como propio, junto a los que amo y respeto.

 

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Mi Diccionario desvergonzado: abajo, barullo, sentimiento, tele, vómito, anestesia, aún, beso,

17 septiembre, 2014 By amarias Dejar un comentario

Abajo. Sótano o parte inferior de algo, aunque referido al cuerpo de una persona, suele señalar los genitales.

Anestesia. Líquido que se inyecta en vena a alguien que va a ser sometido a una operación quirúrgica y que, a tenor de los amplios testimonios recogidos, le permite ver luces y colores y oir voces ininteligibles, entendiéndose por ello, como demostración de lo que cabe esperar tras la muerte.

Aún. 1. Adverbio temporal por el que se expresa la expectativa de que se produzca algo, a pesar de todas las apariencias desfavorables. 2.  Forma escueta, usada también como interjección,  de expresar que se está hasta las narices de que persista la situación que nos resulta desagradable.

Beso. 1. Saludo del varón a la mujer a la que conoce tanto mucho como nada, sustitutivo del apretón de manos, fórmula utilizada entre varones, costumbre social que pone en evidencia la desconfianza que tienen éstas sobre la limpieza de las manos masculinas. 2. Expresión de arrebato pasional, típico entre adolescentes y en relaciones extramatrimoniales, que, de seguir por ese camino, puede conducir a algo digno de mención. 3.  Entre los diversos modismos y usos vulgares del vocablo, se destacan los siguientes: a) Si es de Judas,  úsase para indicar una traición envuelta entre algodones de alabanza; b) cuando una persona come o quiere comer a otra -normalmente un niño de pocos años- a besos, no se trata de antropofagia delicada, sino que es síntoma de cortedad expresiva,  siendo muy del gusto de las tatas y tías solteras en presencia de la madre del infante.

Cerebro. 1. Masa informe a la que, entre los humanos, se atribuyen poderes reflexivos y creativos, producto de reacciones químicas complejas, que se encuentra localizada dentro del cráneo y que podría tratarse de un hándicap de la especie más que de una ventaja. 2. Persona que dirige una operación empresarial o militar, después de conocerse su resultado positivo. (Nota: en los animales, cuando lo tienen, se prefiere denominarlos sesos, y de algunos, rebozados, son apreciados como estimulantes del cerebro).

Delantera. 1. Parte del cuerpo de las mujeres, en la que se encuentran, básicamente, los pezones. 2. Cuando se lleva, se pretende expresar que se está al tanto de lo que los demás aún no han descubierto, por faltarles la información de la que se dispone.

Difícil. 1. En una prueba, y particularmente en un examen, problema que no se ha resuelto con anterioridad y que, con abrumadora frecuencia, permanecerá en ese estado hasta que algún listillo nos de la respuesta. 2. Persona que se manifiesta carente de simpatía con quien le solicita algo, bien porque le duelen las muelas, o porque su experiencia le indica que es mejor no dar facilidades a los extraños si se quiere mantener baja la propia carga de trabajo.

Final. 1. Encuentro deportivo entre dos equipos, en el que se juegan la admiración o el desprecio de sus aficionados. 2. Terminación, posiblemente definitiva, de una esperanza infundada.

Juego. 1. Simulacro de realidad, con la que tiene escaso parecido, llevado a cabo en un aparato electrónico, por lo que es fácil, repitiéndolo una y otra vez, mejorar los resultados, lo que produce honda satisfacción a quienes no tienen cosa mejor que hacer. 2. Diversión bastante inocente, pero no inocua, para pasar el tiempo muy del gusto de jubilados y políticos de vacaciones en su pueblo natal, que adopta diversas modalidades –mus, dominó, brisca, petanca, etc.-. 3. Cuando se le hace a alguien, se quiere significar que se le sigue la corriente, alabando su discutibles  facultades.

Montón. 1. Conjunto desordenado de cosas, sin valor alguno, salvo para quien las conserva en ese estado, por lo que debería ser innecesario precisar que se trata de basura, que es como se refieren a él los cónyuges de los que lo guardan como si fuera un tesoro. 2. Gran cantidad de algo, incluso de veces, significando que se ha dedicado demasiado tiempo  a una actividad repetitiva sin obtener el resultado apetecido. 3. Espacio en el que deben ser situadas la inmensa mayoría de las personas, cuando se las observa desde fuera de su ego.

Naturaleza. 1. Espacio cambiante, muy perjudicado por la continua y destructiva actuación del hombre, aunque no hay otro conocido en el que desenvolverse, por lo que desde muchos estamentos se defiende su conservación, a sabiendas de que es imposible. 2. Procedencia u origen de una especie, cosa o asunto, de la que se puede deducir bastante de su evolución futura, lo que es despreciado por todos los ignorantes.

Ovillo. 1. Barullo del que, con extremo cuidado y paciencia, se puede sacar el hilo. 2. Lugar a donde conduce indefectiblemente la confusión de quien no sabe bien de qué está hablando.

Semana. 1. Espacio temporal de lunes a viernes, en el que, con suerte, se tiene posibilidad de trabajar por cuenta ajena. 2. En ciertos países, incluso aconfesionales, dícese del período comprendido entre un jueves del año y el domingo o lunes siguiente, considerados santos. 2. Término caído en desuso, utilizado aún para calcular los días que restan para las vacaciones, por el que se significa la agrupación de espacios de siete días, tomados de un calendario, que se empieza a contar por el siguiente al que se está y  se termina uno o dos lunes después de volver de la playa.

Sencillo. 1. En una prueba, y particularmente en un examen, problema que se ha resuelto con anterioridad; también es, por ello, el calificativo que atribuye al mismo quien lo ha propuesto, habiéndolo tomado del libro de soluciones. 2. Persona que viste con pulcritud, pero a la que se le nota que no tiene dinero para ir a la moda. 3. Simple, sin artilugios ni complicaciones, siendo la manera más segura de llegar a una solución, por lo que se prefiere  dar un rodeo para conseguir despertar la admiración de bobalicones y el aplauso de aduladores.

Barullo. 1. Pendencia entre varios partidarios, en la que se acaba dudando acerca de las razones por las que se ha iniciado. 2. Forma voluntaria de complicar algo, por quien tiene la intención de ofrecer finalmente una solución. 3. Desorden muy del gusto de los procastinadores, que lo crean de forma natural.

Sentimiento. 1. Respuesta del ánimo ante un suceso, cuyo alcance verdadero solo conoce quien lo sufre en propias carnes, aunque, si es luctuoso, se considera de buen gusto social decirle que se le acompaña. 2. En plural, reacción positiva que se espera de aquel a quien se le comunica algo, para pedirle dinero o un favor especial, y cuya carencia es motivo de reproche, sin otras consecuencias, por falta de autoridad de quien emite tal juicio frente al que ha negado lo que se le demandaba.

Tele. 1. Aparato por el que nos enteramos de todo lo que no nos interesa, y en cuya contemplación nos refugiamos para evitar analizar lo que a nosotros nos sucede; adicionalmente, es fuente de conocimiento de algunos perfectos desconocidos a los que confundimos con amigos de toda la vida cuando nos cruzamos con ellos en la calle. 2. Prefijo que significa lejos o a distancia, y que se encuentra cada vez más presente en nuestras vidas, en la medida en que vamos perdiendo proximidad a los problemas.

Vómito. 1. Expulsión o su intento, de echar por la boca lo que hay en el interior del estómago, que se produce como reacción a varias causas, siendo la más habitual, la respuesta a la forma  de conducir de un desconocido por parte de quien ocupa el asiento de atrás en un coche. 2. Figurado, úsase por algunos para indicar de forma dramática la impresión negativa que le produce algo de lo que no son autores ni se sienten responsables, equivalente a lavarse las manos en un asunto.

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Cuento de primavera: Un excelente fracaso

11 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Cuando me contaron la Historia, sencillamente, no me la pude creer.

Bartolino Collegato nació en la Toscana, en una población cercana a Florencia (Firenze), famosa por sus almendras garrapiñadas. Aunque la región ha producido músicos e intérpretes de ópera renombrados, nada hacía suponer que Bartolino desarrollara una afición musical, que era ajena a la tradición familiar. Cierto que su madre, perteneciente a los Strazziato, del Véneto, había trabajado como domestica collaboratrice en casa de un director de orquesta afamadísimo, cuyo nombre no me viene a la memoria en este momento, pero, fuera de esa circunstancia, lo normal era que el niño se hubiera dedicado al dolce far niente, que era de lo que vivían secularmente los Collegato, propietarios de varias hectáreas de muy productivos almendros de las variedades Tuono y Cristomorto.

Bartolino, a pesar de su apariencia de niño normal, era poseedor de un oído sutilísimo, capaz de discernir las frecuencias sonantes y disonantes con una exactitud mayor que el más afinado de los diapasones, identificando, sin dudar, todas las que correspondían a un amplio rango espectral: concretamente, entre los 326 y los 488 herzios, -como se llegó a determinar, ya en su madurez, por el Instituto Fonográfico de Bolonia, que lo dejó certificado con todas las de la ley-.

Será preciso, tal vez, para el lector menos introducido en los misterios profundos de lo acústico, indicar, con solo un par de brochazos, no lo que define el “me gusta/no me gusta” de una producción musical para el aficionado normal, sino la deconstrucción técnico-científica de esos disfrutes y apetencias, lo que le permitirá entender la suerte o la desgracia de Bartolino.

Como es sabido, la Naturaleza vibra con una frecuencia específica, denominada base, y a esa referencia universal, señalada como un alelo en el ADN del cosmos, tienden a sintonizarse de forma instintiva, buscando su estado de equilibrio, los ritmos de todos los seres vivos. El cerebro humano encuentra,  cuando llega a su estado de reposo total, ajustando los biorritmos a múltiplos de la frecuencia base, corregida, desde luego, teniendo en cuenta los valores específicos de la presión atmosférica del lugar, la temperatura ambiental y, entre otros, la velocidad del viento soplante, lo que algunos eruditos llaman momento de ataraxis y otros espíritus, más llanos, estado de post-orgasmo o espejismo coital.

La persecución de la altura espiritual máxima del ser, el estado de tranquilidad que identifica al que lo disfruta con el Espíritu Supremo, el Hálito Sublime, que rige el Cosmos con su cadencia mística, es un objetivo lógico de todo intelecto.

Resulta indiferente que en algunas personas se manifieste el acceso a ese nivel con la boca entreabierta, manipulando un palillo desmochado por los dientes o extraviando los ojos extasiados en las órbitas. Se puede confundir, de no estar en el ajo, como estulticia crónica e incluso con profunda somnolencia. Existe y es. Si no fuera por los riesgos cancerígenos, ese estado se pondría en evidencia, como acaecía antes de la caída de Ícaro sufrida por las Tabacaleras, fumando un cigarrillo con el aire de haber descubierto sentido a la paradoja de Poincaré.

Cuando se descubrió la peculiaridad de Bartolino, era ya tarde para tomar medidas. El mal, si lo hubiera, estaba hecho; aunque, según los psico-especialistas que lo trataron, nada se hubiera podido actuar, salvo alabar el don, o compadecerlo por él. El niño venía de fábrica con una singularidad que se desconocía cómo cambiar, y, aunque se especuló si era cuestión de estropearle algo el martillo, perforarle el lenticular o tornearle los acueductos de Falopio con una sonda electrónica, por fortuna, nadie se atrevió a meterle mano ni artificios a sus oídos.

Bartolino se orientó, en fin, como no podía quizá ser de otro modo, hacia la música. Aprendió, con inusitada rapidez, a tocar cualesquiera instrumentos, que, como por arte de ensalmo, rendían en pocas semanas sus misterios ante él, arrancando el virtuoso de los mismos, espontáneamente, los más sutiles sonidos. Ya fuera el clarinete, el óboe, el violín, el trompón, el laúd o la trompeta, por enumerar solo una pequeña parte de cuantos componen las variedades emisoras de notas de las orquestas modernas, no había artilugio de hacer sonar que se le resistiera.

Hubo un tiempo breve en que le atrajo hacer de concertino, pero, dada su extraordinaria habilidad, desesperaba a los músicos que tocaban el óboe o el clarinete, quienes no tardaban en comprobar, con sana envidia profesional (es decir, odio perpetuo), que, por mucho que ajustasen sus instrumentos previamente con el diapasón más exacto, no conseguían superar la condición natural en posición de primer viola que no dudaba en asumir, con su elegancia prístina, el pobre Bartolino.

El director de la insuperable orquesta sinfónica de Brochumfield, Martin Gómez “Falsete”, en donde estaba contratado como Tutti resoluto -posición en la troupe que se había creado para él-, le brindó una sugerencia, consciente como todos, del privilegio de Bartolino y, que, de manera poco sorprendente, tantos disgustos le proporcionaba, en vez de serle vía de hondas satisfacciones:

-Creo que tu posición acertada en mi orquesta es la del bombo sinfónico. Ningún instrumento como él exige, para encontrarle todo su desarrollo y expresión, la combinación de un supremo sentido musical, junto a un talante de total control personal en el intérprete.

-¿Es así? -dudaba Bartolino, que, aunque virtuoso, solo tenía por entonces dieciséis años y no entendía de malicias ni de las muchas guadañas que se emplean en la vida para segar la hierba bajo los pies de los que destacan -. Observo que los maestros del bombo sinfónico se pasan la mayor parte del concierto ajustando los múltiples artilugios de que consta su instrumento, para, al fin y al cabo, solo tener unos pocos momentos propios de interpretación en una sinfonía.

-He ahí la virtud y el misterio del bombo sinfónico. Es un instrumento que precisa para desarrollar todo su potencial, que el maestro no solo sea un buen músico, sino un gran ingeniero. Tú, que estás tan bien dotado para descubrir frecuencias, eres el intérprete idóneo, pues, para ti el ajuste ha de ser tan natural como para otros pan comido -le decía el director de la Sinfónica de Brochumfield, número uno de su promoción en Concertino, sobresaliente cum laude en el master de Dirección orquestal, y con experiencia en varias sinfónicas y coros universitarios, currículum imprescindible para llegar a dónde estaba.

Fue todo muy bien. Bartolino Collegato encontró pronto merecida fama como maestro del bombo sinfónico, tocando como nadie, además del triángulo, los platillos, las castañetas y el timbal. Era, por fin, feliz. Con solo diecisiete años, se hablaba ya de él, de su arte, como la consecuencia fortuita de la reencarnación de Rubinstein en Bethoven y Mozart, fruto de la savia confundida de los mismos ilustres D´Arezzo y Le Marie, ajustados con la gracia insuperable de Sor Sonrisas y Stravinski, que en su gloria estén.

-Nos ha llegado una obra maravillosa -le explicó un buen día, en tono inequívocamente confidencial, “Falsete”, mientras Bartolino se encontraba ensayando nuevos golpes de baqueta-. Es la última sinfonía del genio Brutz Piarteç, fallecido el año pasado, que reúne todas las exigencias melódicas y rítmicas de la tendencia neoexpresionista de la que fue exponente, y nos han encargado a nosotros que hagamos la presentación de esa perfección musical en el auditorio de Bientbulchwald, con ocasión de la Fiesta del Oso anual, a la que acudirá Su Excelencia Reverendísima con su concubina.

-Oh, Señor. Es una gran responsabilidad -decía Bartolino, leyendo, de corrido, la partitura propia de las violas, cuyos sonidos reproducía mentalmente en su inconmensurable caja acústica- Qué belleza. P…pero -preguntó, con inquietud, avanzando por las hojas- ¿Cuál es el papel que corresponde al bombo sinfónico?

-Ahí está el asunto -contestó el responsable de la Orquesta-. El bombo sinfónico tiene solo un momento. ¡Mas, qué momento!. Es el de máximo clímax. Aquí -le señaló, apuntando casi al final de la partitura, con su dedo meñique, un signo clave-. En este preciso instante, a medio camino exacto entre el re bemol del chelo y un la sostenido de todos los clarinetes, encajado como un rubí en la nota más alta que pueda alcanzar la mezzosoprano, deberá producir un legato singular, completo y sonoro.

Bartolino imaginó, convulso, aquel momento. Se emocionó.

-Dada la dinámica tan fuerte que alcanzará la orquesta, por lo que veo y siento, será imprescindible combinar el desplazamiento del brazo al término justo, utilizar una maza más grande, y acompañar el movimiento de las articulaciones, en la caída in crescendo, de forma que el parche resuene de forma completa y sonora. Un golpe seco, único, expresivo…¡Qué belleza! -se admiraba Bartolino, ajustando mentalmente su vibración sonora a lo que deducía, sin fallos, del libreto.

Bartolino Collegato de la Toscana, becado privilegiado por la Ciudad de Firenze, virtuoso seguido con admiración por una minoría suprema del coro de entendidos mundiales -no, desde luego, de los que esperan a que otros aplaudan para añadir sus sonoros vítores, esperando una repetición gratuita de algún movimiento de la obra, sino de aquellos que saben distinguir las fases intermedias de una sinfonía, de su punto y final- se entrenó para la singular representación, con todo ahínco.

Seleccionó la maza justa, de entre centenares de ejemplares que probó, una y otra vez; ensayó movimientos del brazo -más abiertos, cerrados, ágiles o lentos- y hasta hizo musculación específica, entrenándose en un gimnasio; pidió a un curtidor de Sarajevo que le cambiara varias veces el parche del bombo, hasta dar con el justo; despedazó no menos de doce bombos, usó tres micrómetros ajustados electrónicamente, tomó tiempos tanto con metrónomos digitales y analógicos, guardó reposo y prescindió de carnes y pescados, engendró silencios…

El día del estreno, allí estaba, serio, imperturbable, aunque su procesión iba por dentro. La responsabilidad asumida por Bartolino era inmensa, tal como la entendía. En un solo instante, le llegaría el momento de genial lucimiento, y, con él, se vería consagrado para siempre, como dios entre los intérpretes del más difícil de los instrumentos. Habría conseguido el clímax del bombo sinfónico en la última obra, la producción cumbre y, por tanto, definitiva, del incuestionado Piarteç, el regenerador del neoxpresionismo orquestal.

La orquesta avanzó, impecable, conjuntada, vibrante, melódica, sugerente o apabullante, según los tramos.

Llegaba el punto esperado, acercándose inexorable, inmaculadamente rítmico. El corazón de espectadores y músicos, acompasados todos a una misma frecuencia, se encontraba a punto de alcanzar el clímax, un orgasmo brutal, la intratable ataraxia colectiva. El ajuste bio-rítmico a la mágica esencia del Cosmos.

Bartolino, como tenía ensayado, levantó el brazo derecho, los 43º exactos de inclinación que tenía estudiados a la perfección, ensayados hasta la exasperación de cualquiera menos ilustrado. Tensó, como sabía, los músculos del antebrazo, sintió, encajándose, la vibración del cuello, la respuesta concreta del esternocleidomasteideos. Acarició, con la mano izquierda, abierta en símbolo de paz y respeto, el lateral del bombo, como quien consuela, antes del salto, a su yegua preferida. Su cerebro latía exactamente a múltiplos de 8,01 herzios; notaba las pulsiones en todo su cuerpo.

De pronto, en esa centésima de segundo vital, algo se cruzó. No supo qué. El brazo se le movió quizás algo más rápido, apenas un ligero porcentaje más acelerado de lo que tenía estudiado. Lo que hubiera sido, como un ángel que pasa, no pudo controlarlo. Cayó la maza sobre el bombo una nada antes, un poco poquísimo más fuerte. El amortiguado resultó un si es no es menos cortante,… naderías… aunque, para él, una inmensidad de desconciertos.

Bartolino estuvo a punto de desmayarse. Sintió el fracaso, la responsabilidad cayendo, como una losa, sobre su cuerpo de intérprete.

Había desperdiciado ese momento. Una vergüenza. Tuvo ganas de llorar, vencido.

Sorprendentemente para él, todo el público se puso en pie, de golpe, y rompió en aplausos. Fue la ovación más duradera, más sonora, homogénea y brutal que jamás se había escuchado ni volvió a escucharse otra vez en Bientbulchwach.

-¡Un genio, un genio! -gritaban, enloquecidos, obligándole a saludar una y mil veces, adelantándose al proscenio.

Fue incapaz de repetirlo, aunque lo intentó, desde luego.

Abandonó la música y se dedicó, desde entonces, al negocio familiar, si bien hizo cambiar la variedad de almendras por la marcona, más redonda y carnosa. Su nombre quedó escrito entre los geniales intérpretes del bombo sinfónico, para siempre.

FIN

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Cuento de primavera: Paseos desde el amor a la muerte

22 abril, 2014 By amarias Dejar un comentario

En primavera, las carreteras son el escenario de inmolación de algunos animales, que sucumben por amor: erizos, sapos, musarañas, zorros, … se cuentan a millares entre las víctimas de nuestra civilización, sometida a las prisas y al deseo de cambiar de lugar para buscar satisfacción fuera de lo que nos ocupa a diario.

Erizo Parsimonioso, Sapo Partero y Musaraña Calamitosa eran tres amigos circunstanciales que habían alcanzado la madurez sexual al mismo tiempo. Vivían en una zona agradable, pero en la que no había hembras a las que aparearse: las pocas que se encontraban en las proximidades, estaban todas ya comprometidas. Al otro lado de una autopista de mucho tráfico, sin embargo, presentían -era una mezcla indefinible de olores, sonidos y agradables sospechas- que encontrarían respuesta a la llamada persistente de su naturaleza, que les impulsaba a satisfacer el instinto de procrear, una fuerza poderosa, incontenible y, por el momento, no saciada.

-Tenemos que cruzar -comunicó Parsimonioso a Calamitosa.. Estoy seguro que allá, al otro lado, hay quien responderá a nuestra llamada.

-No te digo que no -replicó Calamitosa, moviendo sus bigotes con honda preocupación-. Solo que, cada vez que me asomo al borde de esa carretera, me deslumbra un tropel de luces que me aturden, y me da mucho miedo que los veloces animales que circulan por ella no se detengan a nuestro paso.

-Es cierto -se incorporó Partero a la conversación-. Mi amigo Gato Montaraz falleció el otro día, al intentar atravesar ese río de maldición. Su cadáver, convertido en mojama lamentable, puede verse desde aquí. Y él era veloz como un rayo, por lo que no es difícil deducir que nosotros, siendo menos ágiles, seremos pasto fácil de la horda veloz.

-¿Vamos a quedarnos solteros? -argumentó Parsimonioso- No será ese mi destino. Tengo ganas irrefrenables de transmitir mis genes y está claro que a este lado de la vorágine me quedaré virgen, lo que no me satisface en absoluto.

-¿Qué podemos hacer? -se preguntó Partero-. Yo también siento el mismo deseo, o aún superior. Cuando oigo que mi croar es respondido con fruición desde lo que imagino es una charca al otro lado, mis carnes se me abren y si me he contenido hasta ahora es a fuerza de hincharme hasta casi reventar, y temo que cualquier día explote de deseo no satisfecho.

Sopesando pros y contras, incapaces de solucionar por otras vías la inquietud que dominaba todos sus pensamientos primaverales, tomaron la decisión de hacer de tripas, corazón, y lanzarse a la aventura de cruzar al otro lado.

El momento elegido fue una noche clara, con una luna esplendorosa. Estuvieron aguardando un rato, contando mentalmente la frecuencia con la que pasaban, veloces, lo que creían animales superiores, bramando con sus ojos fulgentes, siguiendo un destino que, suponían, también les conduciría a aquellos por impulso de la llamada del amor, hacia otras regiones en las que morarían las hembras de su especie.

-¡Ya! -gritó Partero, y fue el primero en dar un salto, tan grande como pudo con sus ancas encogidas al máximo.

Un monstruo de gran envergadura le pasó rozando, pero pudo dar un segundo salto, y un tercero. Se encontraba ya a uno o dos metros de donde había partido.

-¡Voy! -exclamó Parsimonioso, arrastrando sus patas lo más rápido que pudo, encrespando su cuerpo para dejar ver sus aguzadas espinas, en la confianza -inocente- de que provocara algún temor entre los que surgían de las sombras.

-¡No seré menos! -se animó a sí mismo, Calamitosa, empezando un periplo en zigzag con el que creía tener más opciones de salir indemne de aquel bombardeo de bólidos fugaces.

A la mañana siguiente, dos cuervos encontraron los cuerpos de los tres amigos, despanzurrados sin piedad. Mientras se alimentaban de los despojos, sin temor ante los vehículos que pasaban, a los que esquivaban sin problemas con ligeros aleteos, comentaron entre sí:

-Tenemos que agradecer a la primavera que haya alterado el sentido común de tantas especies, haciéndolas creer que al otro lado de esta carretera hay consuelo para sus deseos. Mi camada crece fuerte y robusta.

-Sí, así también la mía -contestó el otro, algo más negro de pelaje-. Gracias a estos animales veloces que tienen un caminar tan previsible, nuestra especie mejora con los años, y se extiende hasta poblar todo el orbe, tal como han predicho nuestros libros sagrados.

Y se fueron, tan campantes, llevando en sus picos algunos trozos de Calamitosa, Parsimoniosa y Partero, realmente complacidos de lo bien que les iban las cosas.

FIN

 

 

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Cuento de otoño: Castores y ratas de agua

15 octubre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

Hace muchos años, en lo que, andando el tiempo, sería conocido como País de los Despropósitos, había lugares en los que la vegetación era exuberante, junto a los ríos, arroyos y riachuelos, si bien el resto del territorio era desértico, por falta de agua.

En esos biotopos especiales, las ratas de agua vivían felices. Comían plantas y frutos frescos, babosas, caracoles y gusanos y los pocos depredadores que podían intimidarles -zorros, fundamentalmente- no tenían especial interés por ellas, porque sus carnes les sabían a fango; preferían los topillos de pradera, que se alimentaban de alacranes, saltamontes y bayas secas, y eran, por ello, más sabrosos.

Sucedió que un día, una nueva especie apareció en aquel hábitat. Que, desde más allá de las montañas y las tierras de fuego, empujados por el hambre o la curiosidad, vinieran desconocidos, no era tan extraño. Lo normal es que no pudieran aclimatarse y murieran o se volvieran por donde habían venido, al cabo de poco tiempo.

Eran castores y, por lo que dijeron a quienes se molestaron en escucharlos, habían llegado para quedarse.

Los recién llegados, eran solo tres o cuatro parejas, y pocas ratas de agua les prestaron atención especial, al menos al principio. Los desconocidos eran, en cierto modo, incluso parecidos a las ratas de agua, aunque más voluminosos, y parecían bastante simpáticos.

-Solo venimos a trabajar y nos agenciaremos para conseguir alimento sin molestar a nadie. -dijo el que parecía llevar la voz cantante.-Decidnos solo un lugar en el que podamos estar tranquilamente.

La autoridad competente de las ratas de agua les asignó un lugar en una de las zonas más alejadas de los núcleos de población principal de las ratas acuáticas, corriente arriba de uno de los regatos menos caudalosos.

Era el peor sitio de los imaginables para las ratas de agua, que no habían llegado tan arriba, porque preferían las desembocaduras de los ríos, donde, en los deltas, las aguas discurrían muy tranquilas, y la vegetación se componía, sobre todo, de plantas que crecían en el fango, muy jugosas y tiernas, por lo que no necesitaban realizar exploraciones que podían resultar peligrosas.

-Procurad no hacer mucho ruido por las mañanas -fue la única advertencia que se les ocurrió a las ratas-. Aunque estaréis lejos de las zonas habitadas por nosotras, nuestros pequeños y a nosotros nos gusta dormir a esas horas, después de una noche de frenética actividad llenando nuestros estómagos.

Las tres o cuatro parejas de castores se instalaron río arriba, muy, pero que muy arriba, en lo alto de las montañas casi donde se encontraban las fuentes y los manantiales. De inmediato, empezaron a fabricar, cada familia por su lado, los diques que les parecieron adecuados para crear el hábitat en el que poder criar a sus retoños ciegos a salvo de la intemperie y, por supuesto, almacenar bajo el agua reservas para el invierno, porque en las alturas hacía tanto frío que todas las superficies se helaban.

Derribaron algunos árboles muy grandes con sus poderosos y afilados dientes, y arrastraron las pesadas ramas hasta los lugares que les parecieron adecuados para embalsar el agua.

Unos aquí, otros acullá. Trabajaban día y noche, porque su voluntad era transformar la naturaleza para adaptarla a lo que necesitaban.

Eran construcciones, de verdad, muy interesantes, compactas y resistentes, y que, para hacerlas razonablemente estancas, guiados por la experiencia y el instinto, reforzaban con barro.

El agua quedaba retenida en ellas, formando remansos de un alto valor estético y en huecos de las presas los castores mantenían a sus retoños o guardaban ramas tiernas.

Seguramente era de lamentar que ningún animal pudiera valorar tanta belleza de aquellas creaciones, pues todos quienes vivían en lo que luego sería llamado el País de los Despropósitos -desde las ratas de agua a los topillos de pradera, por no hablar de caracoles, peces y zorros- carecían de la inteligencia o formación adecuadas para dejarse impresionar por lo que resultaba tan claramente inútil para su especie.

Las ratas de agua que estaban río abajo no tardaron, sin embargo, en darse cuenta de que las aguas no fluían con la misma intensidad que antes. Los caracolillos y las babosas (en especial, las desprovistas de concha, muy apetecibles) escaseaban.

Pero lo más alarmante era que algunos meandros del delta estaban empezando a cambiar su curso.

-Venid río arriba -les dijeron las ratas de agua que ya se había desplazado a vivir en las zonas altas-. Allí el trabajo de los amigos castores ha conseguido inundar áreas que antes estaban secas, y hay ahora alimento suficiente, en donde hace poco tiempo solo se encontraba el desierto.

Sucedió, sin embargo, que, cuando llegó la temporada de lluvias, las aguas torrenciales se llevaron por delante los diques de los castores. Aunque estaban hechos para resistir las corrientes normales, no aguantaron las crecidas impetuosas provocadas por escorrentías y torrenteras que aparecieron por todos los lados.

El colapso de los diques, arrastró también árboles y ramajes. Los castores, guiados por su instinto, presagiaron el momento y pudieron salvar a sus crías. Pero muchas ratas de agua, que carecían de esa experiencia, se encontraron de bruces con el cambio de condiciones de vida. Perdieron a muchas de sus crías. Confiadas en lo que creían saber del entorno en el que siempre habían vivido, generación tras generación, no consideraron la posibilidad de que el nivel de los ríos pudiera variar tan bruscamente.

Fue una catástrofe para las ratas de agua, tanto las que vivían río arriba como las que se habían quedado en el delta. Las plantas de ribera resultaron arrancadas en muchos puntos y, en otros, se cubrieron de piedras y un loes que las hacía, al menos momentáneamente, incomestibles.

Realmente alarmadas, convocaron a una reunión de urgencia. Habían encargado a expertos en deltas y meandros que emitieran sus informes, lo que hicieron prestamente, utilizando los conocimientos acumulados en sus genes durante siglos.

Obligaron también a los castores a que asistieran a la convocatoria, para que expusieran sus argumentos, aunque ya se habían confabulado de antemano para no escucharlos.

El encuentro resultó áspero. Una rata de agua experimentada, que decía haber vivido en los deltas del que luego sería llamado por los humanos río Misisipi, afirmó estar rotundamente convencida de que los diques habían provocado desequilibrios insoportables en las corrientes de agua, y que, en consecuencia, los castores deberían ser expulsados del territorio.

Fue aplaudida por todas las ratas de agua.

El portavoz de los castores hizo ver que ellos no habían provocado las lluvias torrenciales y que, en realidad, la construcción de los diques había sido beneficiosa, mientras estuvieron en pie, para la existencia de las ratas de agua, pues se habían podido colonizar nuevos territorios y disponer de más alimento que antes.

Fue silbado por todas las ratas de agua.

No hubo, pues, acuerdo. Las ratas eran mucho más numerosas, incomparablemente superiores en número, y a dentelladas y empujones, echaron a los castores de aquel que consideraban su territorio, y de ellos, nunca más se supo.

Fue más o menos por aquellas fechas cuando se instalaron algunos humanos en ese lugar, y encontraron a las ratas de agua bastante sabrosas, exterminándolas prácticamente.

Los castores, que habían seguido creciendo en número, volvieron a ocupar las áreas del País de los Despropósitos de las que habían sido expulsados. Cuando su número creció, los humanos los declararon objetivo de caza para sus escopetas.

No serían aprovechables como alimento, pero sus pieles, utilizadas como pellizas y abrigos, a los humanos se les antojó que los hacían muy elegantes.

Claro que la historia no había hecho, en realidad, más que empezar.

FIN

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Cuento de otoño: Las dos sillas

28 septiembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

No existen muchos cuentos con pretensiones formativas en los que se haga hablar a seres inanimados, figura literaria que, cuando se estudiaban esas menudencias en la escuela, se llamaba prosopopeya. Supongo que la razón es no restar credibilidad al relato, pues aunque es poco probable encontrarse con ranas que se metamorfoseen en príncipes encantadores, doncellas encantadas cuyos cabellos crezcan casi a la velocidad de la luz, brujas pirujas o gnomos avarientos, no hay porqué descartar esa posibilidad, simplemente porque uno no haya tenido esa suerte.

Reconozco que la historia que voy a contar tiene pocos visos de ser verdadera, pero así me la refirieron y, desde luego, la encuentro de un alto potencial educativo.

En un bosque de robles de la baja Sajonia, más cerca de los tiempos del rey que rabió que de los de Maricastaña, creció un árbol que, por encontrarse en las condiciones idóneas de tierra, agua y aire, era el más alto de la comarca. Su porte era orgullo de sus congéneres, que, en silencio, lo admiraban, pugnando, sin lograrlo, por llegar a su altura.

Sucedió, en fin, lo que acontece a casi todos los árboles, cuando se encuentran con leñadores, ya manejen hachas o máquinas de serrar. Lo cortaron, y lo convirtieron en tablas de diferentes tamaños, dejando un tocón apenas sobresaliente, en donde se podían contar los años que había vivido: setenta y tres.

A cada uno de los trozos de aquel gigante caído, le dieron un destino más o menos adecuado. Y, para lo que nos importa, con una de las ramas, un carpintero de la ciudad de Trotzdem, fabricó dos sillas.

El carpintero tenía aficiones artísticas y, por eso, confeccionó las dos sillas de manera bastante diferente. A una, la dotó de un respaldo con un bajorelieve de animales mitológicos y faunos, en una escena de caza interesante, pues los faunos eran las piezas perseguidas por unicornios; incluso, talló los brazos y las patas con hojas de acanto y azucenas, copiándolas de un libro de arte que le dejó en préstamo un anticuario.

A la otra silla, sintiéndose cansado de hacer filigranas con el cincel y el mazo, y a pesar de que había tenido la intención primigenia de fabricar dos sillas iguales, la dejó monda y lironda. Tenía aspecto de silla, desde luego, pero resultaba de lo más rústico y elemental. Incluso, si a la primera le había encajado un asiento de terciopelo con cintas bordolesas doradas, a esta segunda le encasquetó, simplemente, una plancha de ocume en el lugar en donde los usuarios habían de descansar sus posaderas.

Como puede comprenderse, cada una de las sillas estaba predestinada para servir un servicio disparejo. La que estaba más ilustrada, despertó el interés de una devota, que la compró en el mismo taller del artesano y se la regaló a un sacerdote católico de su diócesis. La otra, convenientemente rebajada de precio, fue adquirida de segunda mano por un obrero de la construcción, padre de familia numerosa, que se había visto en la necesidad de ampliar el escaso mobiliario de su vivienda cuando su señora suegra, recién enviudada, resolvió venirse a Trotzdem con su hija y yerno, dejando las gallinas y la vaca, que eran sus únicas posesiones, a cargo de una vecina de Gottseidank, de donde procedía, de la que nunca más supo.

La silla que soportó, desde entonces, el peso del honorable párroco, fue instalada en un confesionario de los de rejilla lateral, en donde tuvo ocasión de oír los pecados de la feligresía católica, que ciertamente no eran mayoría de la población -tratándose de una ciudad en un país protestante-, pero sí resultaron harto pecadores y, por eso, nada aburridos, pues su imaginación pecaminosa y sus vicios alcanzaban cotas altísimas.

La otra silla, aunque resistió algunos años con estoicismo ebúrneo, no pudo aguantar el peso creciente de la mamá política, dad a los dulces, y acabó desfondándose, vencida en un lateral la plancha de ocume, que sacó astillas. Todavía fue peor: por la humedad del garito en donde vivía la familia del obrero, se había creado un hábitat propicio para que proliferaran las más voraces termitas, insectos que, combinados sus destrozos con los quehaceres de unas nada sutiles carcomas, dejaron tres de las cuatro patas de la silla convertidas en un acerico.

El mueble bendecido podía haber aguantado durante generaciones, pero al sacerdote lo promovieron a obispo y, al abandonar la diócesis, su sucesor, que era aún más voluminoso, encontró la silla inadecuada, amén de pretenciosa e inadecuada, con aquellos dibujos que se le antojaron paganos. Por eso, la sacó del confesionario y la puso a la puerta de la sacristía, de donde, un fin de semana, alguien se la llevó, con la intención de separar el retablo del respaldo, y venderlo en un mercadillo.

Fue así como, tras unos cuantos vaivenes más, se encontraron en una pira de las que se organizan para festejar el comienzo de la primavera, las dos sillas -lo que quedaba de ellas- e, inmediatamente se reconocieron y saludaron con un chirrido.

-¿Cómo te fue en todo este tiempo? -preguntó la más humilde a la cortesana.

-Peor, imposible -fue lo que oyó por contestación- tuve que soportar el peso de más de cien quilos de un prelado casi todos los días, y pongo al dios de los bosques por testigo que sus flatulencias me impregnaron de un olor nauseabundo, que en nada se asemeja al aroma que traía. Y eso, sin contar con que escuché de los humanos tales perversidades que, cuando me quedo dormida, me despierto llena de remordimientos.

-Nada de lo tuyo ha de ser comparable con lo mío -dijo la otra, agarrándose como podía a lo que restaba de su esencia-. Me comieron por dentro animales no solo voraces, sino de lo más desconsiderado, pues me afectaron a la esencia, haciéndome huecos por doquier. Y, para mayor dolor, tuve que aguantar, no solo el peso de unas posaderas que en nada deberían envidiar, en su despropósito, las que te hicieron a ti tanto daño y supusieron tufo, sino que, siendo más débil, no me desmoroné por amor propio.

Mientras las llamas las consumían, quienes pudieron aguzar el oído se enteraron, pues, de las historias de cada una: mismo origen, idéntico artesano quien fabricara su concreto aspecto, y muy diferentes posaderas a las que sirvieron de aposento. Todo ello, para después de haber cumplido con dignidad su cometido, venir a convertirse en fuego de diversión, humo de jolgorio, junto a otras maderas sin historia, paja de rellenar, telas sucias y serrín de serrería. Así son las cosas también para las sillas.

FIN

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Cuento de otoño: La hormiga picajosa y el escarabajo pelotero

23 septiembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

En un hormiguero de cualquier apartado territorio, que no merece la pena detenerse en ubicar exactamente, en el que había decenas de miles de montículos poblados cada uno por cientos de miles de hormigas idénticas, vivía una hormiga.

¿Una hormiga en un hormiguero en un campo atiborrado de hormigas? Podrá parecer una tontería. Desde luego, considerada como insecto, era físicamente igual a las demás; incluso para un entomólogo avezado, carecía de la menor característica que la hiciera peculiar, dentro de su especie.

Sin embargo, por una mutación cuya explicación correspondería a los analistas de las mutaciones inextricables, había nacido con una deformidad en el cerebro, lo que le había dotado de una particular cualidad, sin interés para las hormigas, pero, si llegara a ser descubierta por alguien que fuera capaz de contemplar el mundo de estos insectos desde arriba, y analizarlo, podría constituir un hallazgo asombroso.

La cualidad en cuestión, como se carecía de antecedentes que pudieran referenciarla al mundo de las hormigas, no tenía nombre. Al no tener consecuencias físicas -no suponía, pongamos por caso, una cabeza sobredimensionada-, pasaba desapercibida. Para apreciarla, era preciso tener visión de conjunto, lo que solo se alcanza observando la situación desde fuera. Y es un principio irrebatible del campo de la filosofía que ningún ser, ya sea humano o león u hormiga, puede entender la esencia de su naturaleza con los instrumentos propios de la misma. Vamos, que no se puede ser al mismo tiempo observador imparcial y objeto sometido a experimento.

Esa es la razón por la que en cualquier hormiguero, todas las hormigas se esfuerzan en cumplir su destino de una manera ciega, constante, incansable. Aunque no sepan jamás en qué consiste ese destino.

Como consecuencia de esa anomalía cerebral derivada de un par de enlaces estrambóticos en la cadena de los ADNs, la hormiga sobre la que escribo tenía la capacidad de analizar el trabajo del hormiguero como si no fuera, exactamente, una hormiga. Lo que no le impedía, dado que esa virtud o defecto permanecía ignorada para sus semejantes, las demás hormigas trabajadoras, cumplir aparentemente con su destino. Se afanaba, como las demás, en ir y venir, comunicando, cuando correspondía, con el roce de sus antenas con las que se cruzaba en el camino, lo que era determinante para la subsistencia de la colonia: dónde había comida, una colega malherida o muerta, la humedad ambiental o que había llegado la hora de ordeñar a los pulgones.

La cualidad de observar el trabajo de las hormigas, la convirtió, con el paso del tiempo, en una hormiga picajosa. Hacía lo mismo que las demás, desde luego, pero sin ver en ello una consecuencia propia de su naturaleza, sino con ansiedad. ¿Por qué hacer todos los días lo mismo? ¿Para qué? ¿Qué ventajas tiene el poblar la tierra de hormigas?…Y cosas por el estilo.

Para entender su desequilibrio, era como un pájaro con cuerpo de hormiga. Ni las hormigas soldado -encargadas de velar que no se colaran intrusos en el hormiguero, y deshacer con sus fuertes mandíbulas cualquier intento de desequilibrar el orden imperante, cualquiera que fuera éste-, ni las hormigas aladas -a las que se encontraba atravesadas en cualquier galería, holgazaneando, a la espera de que fueran llamadas para satisfacer los deseos sexuales de la hormiga reina-, ni la propia hormiga reina o su cohorte de admiradoras, serían capaces de entenderlo.

Por eso se cuidaba muy mucho de disimular, de forma que la procesión iba por dentro. Pero la hormiga de esta historia se pasaba muchas horas preguntándose el para qué de las cosas que hacían las hormigas.

En esas estábamos, cuando la casualidad quiso que se encontrara en el camino de un escarabajo pelotero. El escarabajo conducía su pelotita de estiércol fresco a su agujero, y, afanado como estaba en darle patadas a su deliciosa inmundicia, no reparó en que, en una de esas vueltas, se le pegó la hormiga.

-Héme aquí, por fin -reflexionaba la hormiga, mientras la cabeza le daba vueltas- a punto de conocer cuáles son las razones de los animales superiores. Este animal, que, por su tamaño y fortaleza, ha de tener las claves del comportamiento de las hormigas, me está conduciendo a su mundo, que, por lo que huelo y veo, es un paraíso de alimentos sabrosísimos y, supongo, de otros placeres.

Fue uno de los últimos pensamientos que alcanzó a terminar la hormiga, pues, embriagada por olores de tal intensidad, a los que no estaba acostumbrada, entró en una especie de éxtasis, lo que le salvó de sentir las certeras dentelladas con las que el escarabajo la convirtió en su alimento principal aquél día.

No consta que se dieran posteriores mutaciones en el mundo de las hormigas. Por ahora, al menos.

FIN

FIN

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