Cuento de invierno: El pueblo que perdió la cabeza
Esta Historia que voy a contar es muy peculiar, y, como todos los cuentos, cobra su sentido si se es capaz de extraer la moraleja que, en este caso, voy a confiar a la inteligencia del lector.
Erase una vez un pueblo formado por gentes orgullosas, independientes y excepcionalmente capaces. Por supuesto, no eran esas las cualidades que les eran atribuidas a sus habitantes por los vecinos, que los consideraban, en general, petulantes, calzonazos y bastante brutos.
Pero no estoy escribiendo esto para que enzarzarme en una discusión estéril acerca de quién es el pueblo más digno de atención principal por parte de quienes se dedicarán, pasados unos cuantos siglos, a analizar los móviles por los que las regiones se empeñan en guerrear, como los machos de los caprínidos y otras especies animales se dan, cuando entran en celo, impresionantes testarazos sin importarles las consecuencias; éstos, con el objetivo de que sus genes se transmitan a las nuevas generaciones, aquellas, pretendiendo, aunque no lo expresen así, llamar la atención de la Historia para dejarla preñada con la semilla de su despreciable egoísmo.
Aquel pueblo con tan loables características, concibió la idea, en principio, plausible, de que todos sus habitantes podrían tener la llave de la caja en donde guardaban los artilugios que proporcionaban el máximo bienestar. Fue una revolución cultural sin precedentes. Como el tiempo de la existencia humana es limitado, los maestros, de cualquier disciplina y condición, se afanaban en reducir los mensajes que proporcionaban la sabiduría a su quintaesencia.
-No tenemos tiempo para explicar los fundamentos, por lo que nos atendremos solo a conocer las consecuencias -era la frase más utilizada por los maestros.
Los alumnos aprendían así, rápidamente, a utilizar los aparatos, por complicados que fueran y, en lo tocante a la filosofía, -al menos, los más avanzados de entre ellos- conocían las frases que resumían el saber más atractivo de los grandes pensadores, pero eran incapaces (no se les había enseñado, por falta de tiempo) de deducir el porqué de tales consecuencias.
No importaba si se trataba de las Universidades, las escuelas de grado medio o inferior, los talleres de los más variados oficios y beneficios, los alumnos, atraídos por el sabor de conocer los para qués pero sin ganas de aprender los porqués ni preocupados lo más mínimo por los cómos, obtenían títulos y diplomas de mucho empaque que demostraban su capacitación para manejar los artilugios de la caja del bienestar.
Durante algún tiempo, la felicidad fue máxima. Los jóvenes acudían a los centros que les daban, después de diversas pruebas y exámenes relativamente simples, el carnet de manipuladores de la ciencia. Los mayores, que habían sido educados en otra teoría, podían reparar algunos de los artilugios, porque sabían cómo estaban hechos.
Pero llegó un tiempo en que los mayores murieron o fueron jubilados y los artilugios más atractivos para la población ya no se fabricaban en aquel pueblo, en el que los jóvenes seguían siendo educados para manejarlos, pero no para saber cómo se hacían.
Por fin, un día, alguien se puso a analizar lo que estaba pasando. Había estado viviendo en el extranjero y tenía, por ello, una cierta capacidad para observar las cosas desde fuera, aunque le tocaban muy de cerca, porque conservaba las fibras sensibles suficientes de amor a su tierra.
Y reunió a los que pudo convencer y les explicó su teoría:
-Me parece que en algún momento nuestro pueblo ha perdido la cabeza. Porque aquí todo el mundo está preparado, al menos en teoría, para dirigir y conducir, pero no hay apenas quienes conozcan de forma suficiente cómo hacer las cosas, de qué están hechos los aparatos que utilizamos, cuáles son las razones por las que creemos en unas cosas y despreciamos otras.
Le escucharon con cierta atención, y uno de los que estaban presentes, sin poder contenerse, preguntó:
-Sí, eso está muy bien. Pero , ¿qué podemos hacer?
El que había estado viviendo fuera se le quedó mirando, sin saber qué decir. O, mejor dicho, sin encontrar las palabras adecuadas.
FIN
Cuento de otoño: El clavo, la mariposa y la niña que festejó el solsticio de invierno
Todos hemos oído historias en las que una actuación de apariencia intrascendente acaba provocando efectos muy importantes. Es el caso del clavo mal encajado por el que se soltó una herradura, lo que dejó manco a un caballo que montaba el general que mandaba los ejércitos en la batalla que decidió el destino de un país.
Hay un proverbio chino que sostiene que el aleteo de una mariposa puede llegar a provocar un huracán en la otra esquina del mundo, y se ha realizado una película de éxito que lo demuestra o, por lo menos, lo intentó.
El caos está siempre acechando, y hasta existen leyes de la termodinámica que le han dado carta de naturaleza intelectual. Lo que no quiere decir que, por su parte, los amantes del orden estén desprotegidos: existe una probabilidad, aunque obviamente muy pequeña, de que todos los átomos de la materia con los que está fabricada la mesa sobre la que ahora escribo, coincidan en ponerse a danzar en la misma dirección, lo que me permitiría vivir la inolvidable experiencia de verla levitar unos palmos sobre el suelo.
El escenario de este cuento es un mundo en desorden, por lo que se podía suponer que había sido pasto de aplicación simultánea de las teorías del clavo y de la mariposa. Para que el lector no tenga que utilizar la imaginación, que es aconsejable la reserve para otros momentos, basta con que mire a su alrededor.
En consecuencia del desorden imperante, los habitantes no perdían ocasión, tanto a escala doméstica como a nivel global, de enzarzarse en peleas y discrepancias por cualquier motivo, desde un quítame allá esas pajas a yo lo vi primero. Por supuesto, los motivos variaban según las zonas de la Tierra, las etnias, las castas, las naciones o los intereses particulares o generales. Lo que era común a todos eran las ganas de pelear.
Quiso la casualidad que, en vísperas del solsticio de invierno, una niña de diez años, que vivía en un poblado del centro de Africa, mientras volvía a la choza con un cántaro de agua sobre la cabeza, tuvo una revelación y, como resultado, tomó una decisión que no le correspondía. La pequeña se llamaba Maisha Niara, que significa en swahili Vida con Máximas Aspiraciones. Por cierto que era la única persona de la tribu que tenía dos nombres, pero, cuando murió al poco de nacer su hermana gemela, Maisha, como consecuencia de una patada de una cabra, su padre decidió que se llamaría así en adelante.
Maisha Niara había tenido mucha suerte. A pocos kilómetros de su poblado había una escuela y, desde que aprendió que había garabatos con significados, le encantaba escribir. Se pasaba mucho tiempo imaginando historias que podían suceder de verdad.
Después de dejar el cántaro a la sombra, la niña, tomó un bolígrafo y una hoja del calendario de hace tres o cuatro años que colgaba de una pared de la choza, y escribió, con su letra menuda y líneas bastante rectas, una carta dirigida al Presidente del país más importante de la Tierra.
Al día siguiente, apenas llegó a la escuela, le pidió a su maestra que le tradujera la carta al inglés.
-¿Una carta al Presidente más importante de la Tierra? -le preguntó, curiosa, la profesora a la niña.- ¿Qué puede decirle a una persona de ese rango, una niña de un poblado perdido en el corazón de África?.
Maisha Niara no contestó, sino que le repitió, por favor, que la leyera y, si le parecía bien, que la tradujera al inglés, la copiara en un papel lo más limpio posible, la metiera en un sobre con los sellos que fueran necesarios y se la entregara al buhonero que venía los jueves al pueblo con vituallas y conservas de salazón y pescado, para que le diera el curso conveniente.
La maestra leyó en voz alta, luego de ordenar a todos los niños, incluso los mayores, que se sentaran alrededor.
“Querido Presidente del país más importante de la Tierra: Me llamo Maisha Niara y vivo en África. No pude verte por la televisión porque en mi poblado no tenemos electricidad, pero me dijeron que tienes cara de buena persona. Soy una niña de diez años y estudio mucho porque me han dicho que es la forma de tener futuro. Verás, he pensado que como tú tienes tanto trabajo con cosas muy urgentes no debes tener nada tiempo para pensar en el futuro de los niños como yo. Cuando yo tenga treinta años, tú serás un anciano achacoso o te habrás muerto, y si la gente como tú, preocupada por solucionar el presente, no ha tenido tiempo para crear nuestro futuro, nos encontraremos con que no existe cuando lleguemos a él. Por eso, se me ha ocurrido que si todos los habitantes de la Tierra dedicásemos, por ejemplo, diez minutos cada día para hacer un poco del trabajo de otra persona, sin dejar por ello de hacer el que nos corresponde, tendríamos todos los días cien mil millones de minutos libres que te podíamos dar para que tú los distribuyeras de la mejor manera posible. A mí se me ocurren algunas cosas que podría hacer, pero creo que es mejor que te envíe un vale por mis diez minutos, para que, si te parece, pidas a todo el mundo que te envíe también un vale por diez minutos y, cuando los tengas todos, ordenes a cada uno que haga en ellos lo que te parezca mejor, y así también tú tendrás mucho más tiempo para pensar en el futuro de los niños.
No se me ocurre nada más. Te mando un beso desde el corazón de África. Disculpa las manchas de la carta, pero mi hermano ha tirado la papilla cuando estaba escribiéndola”.
-Eso último puedes quitarlo, dijo Maisha Niara.
Cuando el buhonero recogió la carta que iba dirigida al Presidente del País más importante del mundo, prometió darle el curso que correspondía. Pasaron los días, y en el poblado, una niña espera, ansiosa, la llegada del cartero.
FIN