Se acercaba el cumpleaños de Doña Presunta, y su esposo, Don Precavido de Melindres, no tenía claro qué podría regalarle para tan singular ocasión. Los señores de Melindres disfrutaban, hasta ahora, de una posición desahogada (él era Pagador habilitado de clases pasivas). Para mayor abundamiento del bienestar de que gozaban, Doña Presunta era (había sido) hija única de los condes del Real Puente de la Carta Magna, y, aunque el título se había perdido, la dilecta señora había heredado un torreón vigía en los Monegros, que aún tenía vestigios de unas piedras que muy bien podían haber sido parte del escudo nobiliario de algún antepasado.
Don Precavido llevaba ya treinta y dos años teniendo un detalle con Doña Presunta, que fuera, al mismo tiempo, testimonio de imperecedero afecto hacia su cónyuge y alibi o tapadera de una afición que no estaba dispuesto a confesarle más que en su lecho de muerte. Porque, como tantos mentirosos, el Pagador habilitado cantaba en el sitio bendecido y ponía los jueves por la tarde sus huevos en otro diferente, actividad salutífera que le proporcionaba distracción en su aburrida existencia, a la que esta travesura dotaba de emoción y frescura.
Como Doña Presunta no era coleccionista ni aficionada a la ópera, los treinta y dos regalos de cumpleaños que jalonaban la vida en común con su farsante esposo, eran todos diferentes. Como Don Precavido concedía máximo valor a lo que perdura, no había llevado al hogar en tales momentos, tartas o bizcochos, o ramos florales, sino materia prácticamente imperecedera. Un año, fueron figuras de porcelana; otro, unos colgantes de oreja con las iniciales de ambos; aquel, un libro de recetas de cocina; para el décimo cumpleaños, una sortija con una falsa esmeralda, prácticamente verdadera. Y así, siguiendo.
Pero aquel año a Don Precavido se le agotaron las ideas. Por más que discurría, no se le antojaba nada conveniente. Y cuando estaba ya a punto de vencer el plazo, preguntó por una sugerencia a su amante de tantos años, a quien, para respetar la intimidad de la señora, viuda en la actualidad y, cómo no, respetabilísima, llamaremos por el seudónimo de Doña Agraciada.
-Regálale unas medias -fue la escueta orientación.
-¿No será poco? Piensa que Presunta es exigente -replicó Precavido.
-No hablo de unas medias cualesquiera, sino de unas que tengan dibujos atrevidos y de esas que se ajustan con liga en los muslámenes.- siguió Agraciada, dándole a la rueda.
Don Precavido se quedaba ya a punto de convencer mientras se ajustaba el cinturón. Y, recogiendo el maletín con las notificaciones de pensiones y nóminas que le habían quedado por repartir, habló desde la puerta, dando un beso a Agraciada en el pómulo derecho.
-No tengo yo gusto para esas cosas. Comprámelas tú, que ya te las pagaré. Y haz que te las envuelvan para regalo.
Todo sucedió como estaba acordado. Y el día del cumpleaños, Don Precavido entregó a Doña Presunta un paquete primorosamente adornado con una cinta de colorines, en cuya cima se había pegado una etiqueta que rezaba: Felicidades.
Doña Presunta recibió el paquete con alborozo, pues, como a todo quisque, le gustaban los regalos. Lo abrió sobre la marcha, y dejó al descubierto unas calzas de las que llegan hasta la parte más alta del muslo, con sus ligas propias, de puntillas, y hechuras tales que componían un entramado o dibujo que se podía considerar damasquinado.
-¡Qué preciosidad, Preca! ¡Qué gusto tienes! -decía la buena señora, dándole ósculos a diestro y siniestro al cornachuelo.
-Pues póntelas, nena -apuntilló el gaznápiro- Y salgamos prestos a lucir esas piernas de corista. Que te las vean, mi pelandusquina, que te vean.
Cuando Doña Presunta empezó a meterse las gambas en las calzas, una tarjeta de esas que dicen de visita se cayó de una de las medias, en donde, al parecer, estaba oculta. Sin necesidad de ponerse las gafas, pues Dios le había conservado buena vista para las cosas en donde no se precisan imaginación ni entendederas, la buena mujer pudo leer en voz alta lo que creía que era una expresa felicitación para su cumple:
“Donde terminan estas medias empieza, entera, mi dicha. Tu palomo procaz.”
Y, entonces, solo entonces, Precavido se dio cuenta que aquellas mismas medias habían sido, años ha, uno de sus regalos de amante encelado a su Agraciada.
Aguantó, impávido, el empuje desatado en Doña Presunta, que les llevó a ambos a caer, abrazados como una madeja, sobre la cama. Y mientras se debatía, azorado, entre las sábanas, se preguntaba el infeliz qué demonios le habría querido significar, creando aquel entuerto, la que había sido, al menos hasta entonces, su más querida.
Porque tuvo claro que aquellas calzas a Agraciada no le habían gustado, o no entendía porqué, si no, las tenía que haber puesto a circular por la tranquilidad de su hogar de tan aviesa manera.
FIN