El 17 de febrero de 2017, la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca ha dado a conocer la Sentencia del llamado Caso Noos. Se trata de un texto de gran extensión (741 páginas), ocupando el Fallo las últimas doce. La extensión y el cuidado que evidencia su redacción ponen de manifiesto que no se trataba, en absoluto, de un proceso cualquiera.
Por supuesto, no necesitamos ninguna exhibición de buenos propósitos ni alardear del funcionamiento impecable de los estamentos del estado de derecho. Pueden ahorrárselos sus defensores, en particular, ésos que, cuando una Sentencia penal les afecta a ellos o a sus correligionarios, se apresuran a decir, con la boca pequeña, que la acatan, que el poder judicial es independiente.
¿Pero qué necesidad tenemos de coronar con mentiras y medias palabras algo que surge de la propia imperfección de las decisiones humanas? ¿Porque abogamos por su eterno inmovilismo?: ni las Leyes son perfectas, ni los tipos penales están analizados con total equilibrio y completa objetividad (y no digamos, las penas que acarrean los delitos), ni todos somos iguales ante la Ley o, al menos, no lo somos ante los órganos jurisdiccionles.
No podemos serlo, por la naturaleza de las cosas. Ni todos los abogados son igual de brillantes, ni todos los jueces igual de diligentes, ni todos los demandados o encausados tienen los mismos medios económicos y de influencia, ni todas las sentencias son idénticas para los mismos hechos y datos.
Esto es lo que hay. Y, al afirmarlo así, desde el conocimiento que nos da -a todos los que ejercemos en el campo del Derecho- el actual estado de cosas, no estamos apoyando la necesidad de una revolución, sino insistiendo en la continua necesidad de reformas y la importancia de añadir mesura a los análisis. Acatamos las sentencias, -qué remedio, aunque agotando todos los trámites procesales para buscar su enmienda, cuando la advertimos injusta a nuestras pretensiones- pero no siempre las compartimos.
Voy, pues, al grano del tema de estos días. Los media se han ocupado de difundir las conclusiones de la Sentencia del caso Noos, concentrándose en las penas impuestas y, en su caso, las absoluciones a algunos imputados.
De entre todas ellas, las que afectan a Ignacio Urdangarin, casado con la infanta de España, Cristina de Borbón, y a ella misma, también imputada, han concentrado los análisis. Como en toda cuestión polémica, los comentarios se orientan, según la ideología y simpatías de lo autores, bien a criticar la supuesta benignidad de las penas -y, en particular, la absolución penal de la Infanta-, bien a poner de manifiesto que la Justicia ha actuado, independientemente de la personalidad de los acusados.
Estamos en un Estado judicializado, en el que el profundo deterioro de todos los estamentos ha derivado hacia los procesos judiciales, y, en especial, los penales, la necesidad de redención colectiva.
Los años de la dictadura y los de democracia formal subsiguientes no han eliminado la corrupción, en sus variadas formas. Puede que, incluso, la hayan hecho más refinada. Solo los muy ingenuos o ignorantes pueden sostener la creencia de que se está en los últimos años procediendo con serenidad y contundencia contra la corrupción que, desde hace décadas -me atrevería a afirmar que, siglos-, forma parte del Sistema económico.
La corrupción no se juzga en los tribunales ni se condena en ellos. Vive con el sistema, porque forma parte de la educación general, impregnándolo todo. Los pocos casos que han salido a la luz en España (como en otros países) lo han sido por denuncias de arrepentidos o por declaraciones de pececillos corruptos que, para aliviar sus penas, han acusado a sus superiores. El clan de corruptos y corruptores se cierra sobre sí mismo, protegiéndose.
En relación con el juicio Noos, puede que algunos piensen que se ha juzgado a la monarquía, y que, con este proceso, se va a debilitar a la institución. Tal vez, incluso desde una parte de la judicatura se haya visto con buenos ojos que condenar a miembros de la familia real significa avanzar en el cambio de régimen,
No pienso así (tampoco me puedo imaginar que la Monarquía salga reforzada). Necesitamos la Monarquía porque carecemos de un sustituto válido como forma cabal de Estado. La propia institución se ha encargado de ponerla en bretes evitables, probando su resistencia, de los que ha salido prácticamente indemne: los detentadores de la Corona pueden alardear de rijosidad consustancial a su naturaleza, matar elefantes y osos como sana diversión elitista, casarse con plebeyas a despecho de lo indicado por sus consejeros áulicos… Nuestras abejas reinas no tienen sustituto.
Las Monarquías que sobreviven en países democráticos se han hecho impermeables como fórmula de subsistencia. Levitan sobre lo razonable. Hay un ejemplo paradigmático: la Reina de Inglaterra. Su distancia infinita con la realidad es la mejor defensa: cuando se manifiesta con algún signo humano, es algo parecido a haber sido testigos de una aparición espectral. Indestructible.
Aquí se sigue el ejemplo, mal que bien, porque hay que salvar la Monarquía, esto es, a todos nosotros, sus súbditos desnortados. Las sonrisas forzadas de SSMM en la inauguración de la exposición en el Museo Thyssen, el mismo día de la publicidad de las condenas a personas de su familia, obviamente, han sido ensayadas previamente en los días anteriores, pues la Sentencia tuvo que ser conocida con anterioridad. La procesión irá por dentro, pero no se la deja trascender.
Y, sin embargo, no es posible ignorar los propósitos y consecuencias de este sometimiento al escarnio popular de la divina Institución. Porque el que personas de la familia real, incluso en una dinastía empobrecida como la española, se vean imputadas, paseadas por los juzgados, analizadas sus conductas a placer por cualquier nindungui, es fruto de un intento de poner a prueba la resistencia de la Institución, pero sin afectar a la vulnerabilidad del núcleo central, poniendo sobre el tapete colectivo, que “la Justicia es igual para todos”, incluso para ese plebeyo deportista al que se le arrojó a los pies de los caballos justicieros.
Se ha producido, en efecto, la apariencia de una sacudida brutal a la esencia de la Monarquía española. ¡Miembros de la Familia, corruptos!. Es lógico que ante un ataque de tamaña envergadura, se hayan activado todos los recursos de contención del daño.
Nadie, disponiendo de su sano juicio mental, admitirá que la justicia haya actuado con total independencia (¿cómo mantener la “total independencia” con ese continuo clamor de la calle, esa tensión permanente, a ratos, insoportable?) , ni dejará de valorar que el gobierno no haya utilizado todos los medios posibles para conducir el tempo y la intensidad del proceso (“espero y deseo que la Infanta salga libre, con todos los predicamentos favorables, del proceso”) y que el propio Monarca Felipe VI, sus padres y resto de familia real (y de otras dinastías monárquicas), y sus apoyos, valedores y beneficiarios sustanciales, no hayan visto con intranquilidad y disgusto el que uno de sus miembros haya sido puesto en la picota justiciera (¿no podemos imaginar llamadas de la reina Sofía a su hijo varón, pidiendo intersección salvífica?).
Tenemos una forma de gobierno anticuada, pero que funciona. La mayoría de las monarquías europeas han dejado de existir, salvo en los libros de Historia o como reliquias depuestas, vagando a la eterna espera de tiempos mejores. Algunas han terminado de forma cruenta. Sin embargo, pasado el tiempo, nada ha cambiado en los pueblos que han visto culminado el proceso de sustitución de las Monarquías por otras formas de Gobierno. República o Monarquía, es lo de menos.
Esa enseñanza de la Historia la tenemos impresa en nuestros genes, los españoles.
Analizada someramente la Sentencia, encuentro algunos elementos para la polémica jurídica. La pena principal de Urdangarín lo ha sido porque el Tribunal le estimó como autor de un delito continuado de falsedad en documento público, además de por malversación de caudales públicos (art. 404, 390.1.2º y 4º y 432.1, con la atenuante de reparación del daño). No se cierra con ello la posibilidad de revisión, a pesar del extenso y meditado escrito de las Sras. magistradas. No me ocupo, gracias a Dios, del caso, pero entiendo que la consideración de Urdangarin como “autoridad o funcionario público” que prescribe el art. 390 abre una vía de acogida al recurso de casación, por la reducida extensión jurídica que viene siendo aplicada a estos términos.
Interesante es también el análisis de la comisión del delito de tráfico de influencias, en su tipo agravado, por el que también se condena a Urdangarin, penado según el art. 429 del Código Penal, al entender la Sentencia que ha obtenido beneficio por la influencia derivada de la situación personal con la autoridad o funcionario público que debe tomar la decisión. Me parece que la influencia de un personaje tan encumbrado como es un miembro de la familia real, en un país en el que la Monarquía es la forma de Estado, ante quien debe tomar una decisión pública, queda manifiesta por el solo hecho de aparecer como interesado, sin necesidad de actuar positivamente como “influyente”.
En cuanto a la exoneración de culpa a la infanta Cristina de los delitos contra la haciendo pública, a mi no me sorprendió en absoluto. Pero, ¿es que nos hemos olvidado de en qué país y bajo qué orden estamos?
Y, como ya han avanzado algunos comentaristas con más intención que yo, tenemos que esperar a la revisión de la sentencia por parte del Tribunal Supremo. Como prueba a la solidez de la Monarquía, de momento, ya hemos tenido dosis suficiente.
Las urracas han ocupado grandes espacios, tanto en las ciudades como en el campo. Son agresivas, gregarias, tienen un excepcional poder de adaptación a los medios, y son prácticamente omnívoras.
En las ciudades españolas, lo normal es encontrarse, en cualquier lugar y ocasión, con estas aves, atentas siempre a hurtar un bocado, ahuyentar a otros pájaros e, incluso, a presentar batalla a animales de mayor tamaño: ni cuervos, ni rapaces se atreven con ellas, cuando se encuentran defendiendo sus nidadas, lo que hacen en grupo sin problemas.
Esta urraca, a la que fotografié en el momento de desplegar sus alas para huir, aguantó, como si me echara un pulso, un buen rato. A diferencia de la inmensa mayoría de los pajarillos (salvo algunos gorriones comunes, que andan siempre mendigando residuos en torno a los humanos), las urracas, o pegas, sostienen al máximo el momento, aparentemente inmutables, hasta que, de pronto, se lanzan en un vuelo rápido, potente, corto.