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Prendido con alfileres

21 julio, 2019 By amarias Deja un comentario

Parece que, al fin, después de múltiples desencuentros, descalificaciones y hasta insultos -aunque esa calificación parece tener distinta acepción entre gentes de la política-, los equipos del PSOE y Podemos se han puesto de acuerdo en que los diputados de este segundo partido apoyen al candidato Pedro Sánchez a la presidencia del gobierno de España.

El peaje: incorporar unos cuantos ministros podemitas -el número aún está por precisar, por será “proporcional” a los votos obtenidos- al gobierno de Sánchez, si consigue éste, finalmente, arrancar de los independentistas y anticonstitucionales de Ezquerra Republicana, la abstención o incluso el voto favorable que le de, en segunda votación, la mayoría suficiente.

Si esta situación se confirma, los que deseamos un gobierno estable, competente, serio, para nuestro país no estamos de enhorabuena. Cierto que la culpa de este despropósito gubernamental no es exclusiva de los partidos firmantes de la coalición gubernamental que se perfila, sino que han cumplido con su misión de desbarajuste todos los que se han presentado a las elecciones, independientemente de programas, ideologías o temperamentos de sus líderes.

Por supuesto, ninguna estabilidad cabe dar a un gobierno en el que se incrusten personalidades e intenciones que no resultan conciliables. Por mucha mano izquierda que pueda desplegar Sánchez, el lidiar con ministros que pertenecen a dos facciones tan diferentes (y que deben fidelidad a órganos de dirección incompatibles) devendrá imposible.

Solo un apunte: la sentencia del Tribunal Supremo sobre los separatistas, que, por supuesto, será dura con los sublevados contra el orden constitucional, abrirá no ya una brecha en el seno del Gobierno, sino que trasladará a la ciudadanía una tensión incontrolable, entre quienes aboguen por el acatamiento de la pena impuesta, manteniéndose al margen y quienes defiendan la amnistía. Con o sin consulta a las bases, que no deja de ser un timo sociológico asimilable al de la estampita.

Nuestro país no tiene arreglo, y ahora también sabemos, en esta generación que se ha mantenido pacífica y que se cree con fidelidad constitucional, que los españoles somos maestros en dilapidar oportunidades. Vamos, pues, camino de unas elecciones generales a corto plazo -con o sin acuerdo de coalición-, aunque lo que más me duele es que en ese sendero lleno de piedras hay desencuentros, tensiones, desgracias, que podrían haberse evitado. ¡Ay, si se pudiera volver atrás con la moviola!


Dos jilgueros (carduelis carduelis) en vuelo a contraluz, a la busca de otro matojo de cardencha o cardo, con el que saciar su hambre en una mañana de calor. Todos identificamos bien a los jilgueros adultos, con su antifaz de color rojo vivo, aunque he oído decir a algún falso entendido que los machos se diferencian de las hembras en que éstas no tienen el rostro rojo carmín ni la vistosidad de las plumas, en contraste de negros y amarillos, de los machos.

Pues esa afirmación es falsa: los dos sexos son prácticamente indistinguibles en la observación visual, y quienes carecen de la careta roja son los juveniles. Eso sí, los machos son quienes poseen un canto muy musical, con notas suipsit-suipist, entrelazadas con otros tonos y trinos alegres.

Publicado en: Actualidad Etiquetado como: acuerdo, alfileres, Ciudadanos, coalición, debate, gobierno, inestabilidad, investidura, jilguero, Partido Popular, riesgo, separatistas, tribunal supremo

Cómico o ridículo (1)

10 enero, 2017 By amarias Deja un comentario

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Me gusta utilizar la ironía, arma de fogueo que solo debe emplearse entre gente inteligente y distendida, y siempre bajo la condición no escrita de que te pueden devolver el disparo. Como en todo deporte con armas, se corre el riesgo de que, si no calibras bien, el tiro te salga por la culata. La ironía tiene un pariente lejano muy desagradable, que es el escarnio, que no es deporte de salón, sino de taberna inmunda.

No comprendo al chistoso, y aún menos entiendo la supuesta relación del chiste con el subconsciente, por mucho que haya teorizado Freud sobre el asunto (salvo como guía para detectar algún posible desvío mental en quien se cree gracioso). En las sobremesas con grupo, siempre hay alguien que aprovecha los instantes de sopor que siguen a las libaciones para lanzar una retahila de chistes verdes -no solamente groseros, sino, por lo general, machistas, racistas o, por agruparlos en una categoría única, infumables-.

Un momento especialmente peligroso, que yo suelo aprovechar (si tengo esa libertad) para marcharme, aduciendo que voy al baño, es cuando otros de la cofradía se animan al reto de contar los suyos.

Nunca comprenderé porqué la mayoría se ríe tanto más si el chascarrillo es archiconocido y tampoco, qué mueve a los chistosos a contar variantes, tan pronto el primero del club de la comedia acabó con lo suyo.

Con estos antecedentes de seriedad más bien palurda, se comprenderá que pocas ocasiones han atravesado mi vida por las que pueda, con sinceridad, afirmar que me sucedió algo digno de ser calificado de gracioso.

Mi padre me recordaba de vez en cuando que, al poco de nacer, puesto encima de la mesa del comedor de la abuela, oriné. “Fue muy gracioso”, apostillaba. Ninguna gracia me hizo, por supuesto, que el primer día en que me incorporé como gerente de aguas de Vigo, después de llevar a mis jefes al aeropuerto de Peinador, tuve que empujar el vehículo que andaba flojo de batería y me rompí los gemelos cruzados. Al día siguiente, aparecí con una pierna escayolada y muletas y, al pasar entre las limpiadoras de la entrada, resbalé y dí con las posaderas en el suelo húmedo y brillante. “Fue muy divertido”, me dijeron más tarde.

El ridículo sí que soy consciente de haberlo hecho muchas veces. Recuerdo, con bastante sonrojo, mi introducción al exquisito Comité de Laminoirs a Froid, en el París de la Francia, a la que Javier Millán (q.e.p.d.) que era Jefe de Laminación en frío de Ensidesa había sido gentilmente invitado. Le acompañaba yo, como más experto en el idioma de Molière. Llegamos cuando ya estaba muy avanzada una de sus reuniones ordinarias. La puerta no se abría, y tuve que darle un golpecito (quizá una leve patada).

Se produjo un silencio y las miradas se concentraron en los intrusos. Sentí la necesidad de presentarnos: “Nous sommes ici par première fois. Je suis Angel Arias d´Espagne, acompagnant au chief de Laminoirs à Froid d´Ensidesa, Javier Millán”

El que parecía jefe de la erudita reunión se levantó y, en perfecto español, mientras nos ofrecía sendos asientos a su lado, y antes de hacer la presentación oficial, me aclaró: “Sr. Arias, es usted el primero de España, pero habría sido el quinto de Alemania.”

Los idiomas siempre han estado revoloteando sobre mis anécdotas. En casa de los Acuña, con los que me unía una buena amistad, después de una exhibición de ballet del profesor con la hermana pequeña de las hijas de la familia, realizada con riesgo indudable en el salón, y en la que a cada evolución temíamos que la lámpara se nos cayera encima de la cabeza, el danzarín, que era francés y dominaba el español, nos contaba que, recién llegado a nuestro país y estando aquejado de gripe, entró una farmacia para solicitar remedio.

No estaba seguro de cómo decir pastilla, aunque, dada la proximidad entre ambas lenguas, imaginó que debía ser parecido a pilule. Como era alérgico a la aspirina, precisó a la joven dependienta, señalando su destacable nariz: “Quiero una pirula, pero no vale la normal, tiene que ser especial. La otra me hace daño”.

(continuará)


El jilguero es un fringílido, como el pinzón vulgar. Era un ave preferida para jaula, puesto que, los machos, tienen un trino bastante variado y melodioso, que sacan a relucir, de forma agradecida, a poco que les de el sol de la mañana.  Tiene más variaciones su voz que la del pinzón, aunque éste suele terminar su canto de pocas notas con un floreo muy vistoso.

Su pasado de esclavitud, debió forzar a los jilgueros a ser muy cautos con la especie depredadora máxima, aunque a finales de otoño se les ve agrupados en bandadas, donde se mezclan los nacidos en el año con los más avezados, que son quienes les guiarán a tierras más cálidas, atravesando el estrecho de Gibraltar.

Durante bastante tiempo creí que a los machos se les distinguía por tener el rostro de un conspicuo rojo sangre, en tanto que las hembras y los juveniles tenían la cara limpia. No es así, sin embargo, y los adultos tienen casi idénticos colores, incluso, por supuesto, las alas de plumas negras y amarillas que les dan un porte muy vistoso.

En mi época de adolescente, tuve un jilguero al que llamé Sirjós -no recuerdo por qué-. Era muy cantarín y vivaz. Parecía casi domesticado: cuando ponía un grano en el dedo, y lo acercaba a los barrotes, me lo arrebataba con delicadeza y parecía agradecido. Un buen día, cuando estaba limpiando su jaula, se escapó.

Me dijeron en el pueblo que, si mantenía abierta la puerta de la jaula, seguro que volvía, pues estaba acostumbrado a encontrar allí el grano que le servía de fácil alimento.

Pero nanay del Paraguay. Nunca volvió. Consulté con mi madre sobre la conveniencia de poner un cartel con la foto del pájaro y la leyenda: “Se extravió. Agradezco a quien pueda informar de su paradero”. Me hizo desistir. Fue hace casi sesenta años.

Publicado en: Actualidad, Sociedad Etiquetado como: Arias, chiste, cómico, Freud, jilguero, Laminoirs, Millán, pilule, pirula

Cuento de invierno: El cuervo y el huevo

6 febrero, 2014 By amarias2013 Deja un comentario

Érase una vez que se era, un país dominado por las alimañas. Sin que se supiera muy bien la razón, las tierras, las aguas de mares y ríos y hasta el aire de ese país, estaban controlados por los animales depredadores más abominables.

Para fijar las ideas, y que el lector no caiga en confusiones que pudiera hacerle malentender el sentido de esta historia, sucedía que en los prados y los bosques, y en todo el terreno firme que pudiera abarcarse con la vista, dominaban las hienas, los coyotes, los lobos carroñeros y las víboras de todo pelaje, coexistiendo con las tarántulas y otros bichos venenosos; en las aguas dulces, los lucios y los cocodrilos campaban por sus respetos y en las saladas, vibraban los tiburones y otros escualos, junto a los cangrejos, los gobios y las medusas, y lo hacían con todo su maligno esplendor y máxima desfachatez; y en el aire, los cuervos, las urracas y los buitres se habían constituido en los controladores, en su propio beneficio, de cuanto pretendieran los demás animales alados, a los que avasallaban sin piedad.

Es cierto que había leones, tigres, elefantes e hipopótamos (por ejemplo) que, por su tamaño y natural destreza, podrían haber mantenido a raya a animales que, en la escala de fuerzas comparadas, hubieran podido establecer su ley. Nada cabría objetar, teóricamente, a que, si se librara una batalla de igual a igual, los cachalotes y las ballenas hubieran podido ahuyentar a los escualos, los córvidos se sintieran amedrentados por las águilas o los lucios por los manatíes, …

Pero no era así, sino al contrario. En el país de esta historia, reinaba la calma, a pesar de la patente injusticia.

Podía calibrarse la cuestión como producto de la dejación de los más poderosos y del omnímodo poder reproductor de lo que se había dado por conocer como El Sistema, un complejo entramado de favores y dádivas, acogidas al principio de do ut des, que se enseñaba en las escuelas de Derecho, y que la práctica había adulterado. También podría alegarse, buscando entre las cenizas y los despojos, que la falta de unión y la torcida representatividad, en las pirámides sociales y en los estamentos de poder, de quienes detentaban, de lejos, las mayorías, les había conducido a ese penoso y desaforado extremo, en el que el voto de muchos no valía más que para limpiarse las heces de los que anidaban arriba.

Pero no es cosa ahora de profundizar en las razones históricas, sino de atenernos a la real situación que se había implantado en aquel territorio, alejado de las sanas reglas de la naturaleza, que rigen la convivencia y el respeto común.

En lo que interesa contar ahora, y ciñéndonos a lo que pasaba en el aire, los buitres y los córvidos, como quedó expresado, hacían lo que les parecía mejor a sus intereses y, lo que es ciertamente lamentable, contaban con la aquiescencia de los poderes fácticos del reino alado, que se doblegaban a lo que aquellos querían, cuando no por apoyo explícito, por dejación excrable.

Sucedió que a un cuervo muy plumoso se le antojó el nido que había construido una pareja de jilgueros, en la que una pacífica familia de fringílidos, venía, año tras año, alimentando a su prole. Era, en verdad, un hermoso nido, fabricado con paciencia, imaginación y cariño por los trabajadores pajarillos, que, además, con sus floridos cantos, alegraban las mañanas de cuantos pasaban por allí, que se hacían lenguas de tanta armonía como habían sido capaces de crear en un paraje, por demás, desolado.

Una mañana, aprovechando que ambos progenitores estaban a la búsqueda de insectos con los que atender a sus polluelos, llegó el taimado cuervo, acompañado de otros de su banda, tiró por la borda a los indefensos hijuelos, y se instaló tan pancho en el nido ajeno, dispuesto a disfrutar de la casa que no era suya, de las vistas cuyo disfrute no le pertenecía, y, por supuesto, sin tener el menor remordimiento por haber sacrificado víctimas inocentes para satisfacer su cruel intención.

Los desolados padres, tan pronto se percataron del desaguisado -que aún no había sido consumado, pues volvieron de su tarea a tiempo de ver a la pandilla de cuervos sacrificando a su familia – después de enjugar sus lágrimas como bien pudieron, acudieron a las instancias jurídicas que funcionaban en el territorio, cuya función y no otra era, obviamente, mantener oficialmente el orden y hacer cumplir las leyes.

Hagamos un paréntesis. Era notable, y actuaba este extremo como barrera de humildes, que los órdenes jurisdiccionales se movían con gran lentitud, acumulando las peticiones de restablecimiento de la justicia, lo que servía, por supuesto, a los intereses de los depredadores y no al cumplimiento de las disposiciones que, con resultados inquietantes, habían sido promulgadas en teoría para defender lo que, aún entre animales, se entendía como estado social y de derecho.

En primera instancia, a pesar de lo fundamentado de la petición de los mancillados jilgueros, el juez animal -una lechuza corta de vista- dio la razón al cuervo. Puede ser que tuviera intereses espurios para actuar de esa manera, aunque no había forma de probar tal sospecha. En aplicación de esa sentencia judicial, el cuervo se asentó en el nido, y, ejecución provisional de ese derecho que se le otorgaba, amplió la casa ajena a su conveniencia y, llamando a su pareja, se disponía, siguiendo las leyes de su propia naturaleza, a poner los huevos que correspondían a su calaña, consumando así la expropiación. Pues dice el refrán, cuando no exista el fuero, pon el huevo.

No contaba el cuervo con que en segunda instancia y aún en tercera, la sentencia que le había autorizado al despojo, resultó revocada. El consejo de estorninos y pájaros carpintero, les quitó la fuerza de las razones. Los jilgueros se sintieron en buena parte recompensados por el hacer de los órganos superiores y solicitaron, respetuosos, que se cumpliera la sanción definitiva, y se ordenase el desalojo de los cuervos, restituyéndoles su propiedad perdida y resarciéndoles, al menos económicamente, de las pérdidas sufridas.

Pero si la cuestión parecía resuelta, no lo fue por la habilidad de los cuervos para abrir un nuevo capítulo inesperado en la historia. Cuando supieron de la condena, subarrendaron de inmediato el nido a un córvido cojo y demandaron de la justicia que, en amparo del derecho de los animales minusválidos a disponer de una vivienda digna, se autorizara al handicapado a ocupar la casa.

El juez de las aves que entendió del caso en primera instancia -un inteligente ejemplar de oropéndola, ejemplar que ya escaseaba en aquellos predios-, no se dejó engañar por la añagaza, y falló en contra de la pretensión, que estimó completamente falsaria. Los jilgueros tuvieron, con ello, un soplo de aire fresco, que les imbuyó de redoblada confianza en la justicia.

Ah, pero no acabó aquí la historia, que va camino de ser larga. El córvido cojo y los córvidos sagaces, gente esta última con poderosas influencias entre los animales superiores, actuando éstos -decían- en apoyo del incuestionable derecho del inválido a tener su nido, apelaron a instancias más altas.

Para consternación de los sufridores fringílidos, que ya habían perdido en lo que iba de pleitos, todos sus ahorros en granos y falsas esperanzas, los tribunales más altos -esta vez, formados por cuervos disfrazados de halcones y urracas con pintas (de pájaros bobos)- fallaron en contra, acreditando el derecho del córvido cojo a habitar una casa digna, sin entrar a considerar la forma en que había sido obtenida, ni los nidos que estaban desocupados capaces para ese uso, ni los reales intereses que se movían por detrás, que eran las cuerdas de los córvidos orondos.

Nos encontramos así frente a una aparente paradoja. El nido de jilgueros expropiado no puede ser morada para córvidos sanos que desplazaron a sus legítimos dueños, como decretaron los altos tribunales pero sí puede ser expropiada, por decisión de otra sala de los mismos altos tribunales, vivienda de un córvido cojo.

Muy contentos, los córvidos sagaces, con la sentencia en la mano, dieron unos dineros al córvido cojo, estéril, agradeciéndole sus servicios, y se instalaron, tranquilamente, en el nido de jilgueros, en donde pusieron varios huevos, garantizando así su descendencia. Por lo que fue antes el huevo que la gallina, quiero decir, el cuervo.

Esa es la justicia imperante en el país donde las leyes se distorsionan al gusto de las alimañas. Al menos, por lo que vamos viendo.

FIN

Publicado en: Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado como: apelación, cojo, córvido, cuento, cuento de invierno, derecho, desfachatez, escualo, expropiación, injusticia, inválido, jilguero, nido, urraca

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