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Cuento de primavera: La niña que miraba las cosas del revés

6 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Hay cualidades innatas y otras que se desarrollan. Entre las primeras, puede citarse la forma en que uno cruza los brazos (el derecho sobre el izquierdo, o viceversa), que es el resultado de un gen de lo más curioso que, en realidad, aún no se ha descubierto cuál puede ser su utilidad práctica, pues los norteamericanos no han decidido analizarlo, por el momento.

De las cualidades adquiridas, una de las más curiosas con la que me he encontrado, era la de una niña que miraba las cosas del revés.

Si tengo que ser preciso con la máxima precisión, debería aclarar que la niña en cuestión tiene, en la actualidad, casi sesenta años. Lo que no obsta para que ella se considere, en lo referente a esa forma de contemplar el mundo, anclada en su etapa infantil; y no seré yo quien la contradiga. Al contrario, me parece una habilidad muy útil.

La historia de cómo se animó a cultivar la destreza de mirar las situaciones, en determinados momentos, al revés que los demás, es tan pertinente que, como no descarto que pueda ser de utilidad para otros niños -no importa de qué edad- me animo a contarla aquí.

Cuando a Benjamina Portelosa, que era una niña muy lista y aplicada, le dijeron sus padres que iba a vivir en otra ciudad, que era, por si viene al caso, la capital de la región en donde ella misma había nacido, pero de la que la familia había tenido que salir cuando era un bebé, se puso muy contenta. Imaginó, por lo mucho que le habían contado de ella, que sería incluso más bonita que aquella otra en la que había desarrollado su existencia hasta entonces.

Una ciudad ésa, por cierto, en la que se encontraba muy a gusto. Se había hecho amigas de otras niñas con las que había conseguido una complicidad a prueba de bombas, carros y carretas. Y no solo eso: muchas tardes, antes de la oscurecida, siempre que les daban permiso, le gustaba acercarse a la orilla del mar y dar estupendos paseos mientras las olas le mojaban los pies.

Era una ciudad muy luminosa.

La ciudad a la que las circunstancias de la vida condujeron a la niña, cuando ya tenía unos diez u once años, se le presentó, desde el principio, muy distinta a cómo se la había imaginado. Desde luego, no parecía que hubiera sabido representarla correctamente a partir de las descripciones entusiastas que le habían hecho sus padres, y los amigos de sus padres, y todos aquellos que, viniendo de allí, habían tenido la gentileza de visitarles en la ciudad de la luz.

¿Os podéis suponer lo que significa más y mejor para una niña de diez años que ya cree vivir en el Paraíso? ¡Una ciudad con mucha más luz todavía que la ciudad de la luz! ¡Habría de ser deslumbrante!.

Recordaba perfectamente las encomiásticas palabras que los viajeros había dedicado a la ciudad a la que acababan de llegar, cuando observaba con estupor cómo la lluvia repicaba insolente, sin ninguna intención de cesar, en las ventanas de la nueva casa.

Aún estaban las maletas por deshacer y, con curiosidad infantil, había corrido hasta el mirador para contemplar la nueva luz. Pero, por más que se esforzaba, no veía más que gentes apresuradas, vestidas en tonos grises, pertrechadas con paraguas negros, procurando no resbalar sobre las aceras escurridizas:

-La ciudad a donde vas a ir es maravillosa- eso le habían dicho-. Es cierto que llueve, y te podrá parecer gris, pero solo al principio. Los habitantes son reticentes y muy suyos, sí. Es solo una primera impresión, porque, una vez que se abren al forastero, son como las flores que se despliegan en primavera. La ciudad no tiene playa, es cierto, pero las montañas que la rodean tienen todos los verdes imaginables, desde el azul turquesa al amarillo limón. Los árboles, en grupos frondosos,, dan cobijo a miles de pájaros multicolores y hay parajes insólitos en donde se puede cazar, pescar o, simplemente, saltar y correr sobre la tierra húmeda sin que nadie te perturbe.

Nada de eso estaba allí, en lo que veía. Así que le dijo a su madre:

-Quiero volver a la ciudad de donde venimos. No me gusta ésta.

Pero su madre, que era maestra vocacional -aunque no ejercía- y sabía cómo manejar a los niños, le cerró el camino de vuelta, y, al mismo tiempo, le dio un consejo:

-No podemos volver, porque aquí es donde tu padre tiene trabajo. Acostúmbrate a mirar las cosas del revés.

La niña era muy obediente, así que torció cuanto pudo la cabeza, y, como no le pareció bastante, apoyó las manos en el suelo, dando una media voltereta, hasta que consiguió colocarse con los pies en lo alto.

Vio entonces el cielo, que, aunque cubierto de nubes, le pareció muy bonito. Las nubes, algodonosas, desgarradas o compactas, tenían, porque empezaba a atardecer, colores diferentes y, sobre todo, adoptaban formas muy caprichosas. Estuvo un buen rato contemplando el panorama celeste, y, echando a volar la imaginación, no tardó en encontrar innumerables ocasiones en lo que veía para disfrutar.

Cuando la llamaron para la cena, estaba algo mareada, pero contenta.

-De ahora en adelante, cuando algo no me guste, lo miraré del revés -anunció a sus padres.

No perdió esa costumbre. Con los años, adquirió incluso la facultad de no necesitar ponerse boca abajo. Podía imaginar que se encontraba exactamente donde quería estar, sin más que cerrar los ojos.

Pasado algún tiempo, ni siquiera le era preciso cerrar los ojos. Se abstraía, y le bastaba. Y, lo que es aún mejor, cuando alguien decía algo que no le gustaba, o pretendía convencerle de algo que no tenía pies ni cabeza, lo miraba del revés con los solos ojos de la imaginación.

Fue bastante feliz, gracias a esa facultad que, como queda expresado, consiguió desarrollar a base de repetir, una y otra vez, la manera de mirar las cosas del revés.

FIN

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Cuento de primavera: La mujer y la serpiente

2 mayo, 2014 By amarias Dejar un comentario

Cuando la mujer, especie única, -como todas las demás que se encontraban en el jardín de las delicias-, estuvo segura de que el hombre se había marchado de paseo con el león y la elefanta, llamó a la serpiente, con la que tenía particular confianza, al descubrirla, solazándose sobre unas piedras, como acostumbraba.

-¡Ven aquí, criatura, que tengo que contarte algo!

El ofidio restregó, de forma voluptuosa, su piel escamosa contra los trozos del conglomerado al que estaba aupado.

-¿Por qué no vienes tú a mi lado, preciosa, ya que eres tú la que tiene el interés? -replicó, con su voz aflautada, pues el invierno había sido, como siempre, crudo.

La mujer, condescendiente con la insolencia, habitual en la serpiente, lo que la hacía ser objeto de regulares críticas en el delicioso jardín, se acercó al bicho, sin el menor recelo ni asco, y le confesó al oído con misterioso empaque:

-Creo que estoy embarazada.

La serpiente no pudo menos que expresar su incredulidad con una ruidosa carcajada. Una lagartija que se encontraba cerca quedó tan petrificada por la estentórea manifestación, que se empapizó con el aire del que sorbía su mágica dosis alimentaria.

-¡Embarazada! ¿Tienes idea de lo que eso significa? ¡Estamos en el Paraíso, donde todo lo que existe es eterno! Somos los que somos, y punto. Ni uno más, ni uno menos. Y aquello que no es, no tiene realidad, porque el territorio de la imaginación no pertenece a nuestro alcance.

-Ya, ya se que lo que planteo es imposible de toda imposibilidad. Pero no me expresaría de esta forma, si no fuera porque tengo determinados síntomas. Lo que siento es nuevo, y, como no tengo forma de referirme a ello de otro modo, lo llamo embarazo, que es la palabra que, sin saber por qué, se me ha ocurrido como apropiada.

En el jardín de las delicias, el rumor de los riachuelos y fuentes naturales proporcionaba una agradable sensación de orden, a la que contribuía, sin duda alguna, el que las cosas sucedían siempre de forma predecible, siguiendo una secuencia lógica inmutable.

-¿Síntomas? ¿Determinados síntomas? -el escamoso animal puso énfasis en el adjetivo- ¿Te refieres a sensaciones nuevas? ¿Como cuales? -preguntó, retorciéndose de risa, regodeándose de lo que entendía como simpleza de la mujer.

-Te lo cuento, con el ruego de que mantengas toda discreción y reservas -dijo la bípedo, que se sentó al  lado de la serpiente, con cuidado de no rozarla, y continuó su plática:

-Ayer, cuando el hombre llegó de su habitual paseo de cada tarde, me pidió que escuchara lo que tenía que decirme. Me dijo: “Es importante”. ¡Fíjate! ¡Importante, otra palabra extraña!

Una suave brisa movió los cabellos de la mujer, que eran de un color entre castaño, rubio y pelirrojo, según la evolución de la luz que incidiera sobre ellos. Desde que había aparecido en el jardín, era conocido a todos los demás seres que lo habitaban, que el hombre había puesto sus ojos en ella.

-Me solicitó luego, con hermosas palabras elegidas entre las más raras de las que forman nuestro lenguaje, que me sentara sobre su regazo, y, con extremo cuidado, manoseó mis pechos y mis muslos, lo que me provocó una sensación que nunca había sentido antes. Luego, me susurró esto al oído, a lo que doy vueltas desde entonces, sin poder quitármelo de encima: “Cuando no te veo, siento que te imagino; y cuando te imagino, tengo celos de todo aquel que te esté viendo”.

La serpiente observó a la mujer. Como era el animal más antiguo del jardín y, por su agilidad y destreza para ocultarse, también era reputado como el más sagaz, tenía una amplia capacidad para detectar el mínimo cambio que no correspondiera al orden regular, perfectamente sincronizado y establecido por el regulador del ritmo eterno.

-Aunque de aspecto rudimentario, me atrevería a afirmar que eso que te ha comunicado el hombre es una poesía. Es, sin duda, un elemento ajeno a nuestro mundo. El hombre te ha metido en el cuerpo una aberración procedente del jardín vecino, llamado de la Imaginación o la Sensibilidad. No se cómo pudo llegar hasta él esa especie tan peligrosa, y sospecho que el hombre ha cometido el error de adentrarse en ese otro jardín. Te lo digo muy en serio: aléjate del hombre. Está contagiado por el mal de la sensibilidad, que es extremadamente dañino para nosotros. Échalo de ti, porque te traerá desgracia.

-No me asustes, que no te creo. La sensación que tuve no fue de desagrado, sino de placer, algo diferente completamente a lo que había sentido antes, en toda la anterioridad, en este jardín de las delicias -puntualizó la mujer, que no deseaba perderse en disquisiciones, pues empezaba a desarrollar, de forma natural, el antídoto contra la dosis de sensibilidad que el hombre le había introducido en la cabeza-. Pero lo que, en realidad, me importa ahora es saber si estoy  o no embarazada. Porque, después de haberme dicho esto que te cuento, el hombre…

La serpiente lanzó un silbido penetrante y se escabulló en una grieta. Antes de desaparecer, la mujer le oyó decir:

-Nos vemos mañana junto al manzano, el árbol que está en medio del jardín. Te aseguro que no estás embarazada, desde luego, porque aquí somos todos estériles. La especie a la que pertenece el hombre y la tuya son tan diferentes como lo soy yo de un cocodrilo. Pero, o mucho me equivoco, el hombre y tú habéis encontrado la intranquilidad, y seréis expulsados en cualquier momento de este Paraíso. Se acabó el recreo, que es frase que se me acaba de ocurrir, y que no se lo que significa.

Por la noche de aquel día, cayeron, no se supo nunca si de forma natural o forzada, las barreras que separaban el jardín de las delicias del de la imaginación, y hubo bastante confusión, que persiste todavía. Y si no fue por aquella noche, por alguna de las inmediatas siguientes, resultó que la mujer quedó embarazada, esta vez, sin acudir a la poesía.

FIN

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Cuento de verano: El elefante en la cacharrería

14 septiembre, 2013 By amarias2013 1 comentario

Yo nunca había visto un elefante en una cacharrería, pero imaginaba que tenía que ser un espectáculo estupendo. Me refiero, claro, a un elefante de los de verdad, un animal de carne y hueso; porque, sobre todo en las tiendas hindúes, se pueden encontrar muchos elefantitos de cerámica, metal o plástico que, por lo que me han contado, deben tener inexcusablemente la trompa levantada para que traigan suerte.

Cuando mi amigo Eustorgio me propuso meter un elefante en una cacharrería de la calle Preciados, me pareció que su intención era una provocación, así que inmediatamente le expuse mi rotunda oposición:

-No le veo sentido. No tenemos elefante, no veo la forma de conducirlo hasta el centro de Madrid y superar los controles policiales para que podamos avanzar por una calle tan concurrida. Corremos el riesgo de que se espante y atropelle a algún peatón y…

-Para, para…Empecemos por lo que para ti resulta más difícil: el elefante. Yo tengo la materia prima. -me atajó Eustorgio, con una sonrisa que destilaba satisfacción.

-¿Tú? ¿Cómo lo conseguiste? ¿Lo robaste al circo Price? -pregunté, absorto.

-No. Lo acabo de heredar de mi tío Casiopeo, que fue explorador en el Pakistán y que me lo ha dejado en su testamento. Aquí tengo la comunicación de la Embajada de ese noble país.

Me esgrimió un papel, con el membrete de la Embassy of Pakistan, en la que se le expresaba, en efecto, que tenía a su disposición el paquidermo, solicitando, muy amablemente, la hora y el lugar en el que la entrega le resultaría conveniente a mi amigo.

-¿Ves? ¡Lo tenemos todo resuelto! Les diré a la gente de la embajada que deseo que me lo entreguen en la sección de loza y vidrio de El Corte Inglés, en Preciados. La responsabilidad, si algo sale mal, será suya. Nosotros no tenemos más que observar lo que suceda, convenientemente apostados en el local, con una cámara de vídeo, y registrar el acontecimiento.

La idea me parecía descabellada, pero mi amigo Eustorgio es muy difícil de convencer de lo contrario cuando algo se le mete en la mollera. Así que le dejé que escribiera la contestación y supuse, en pura lógica, que la embajada del noble país le respondería que era imposible cumplir con su pretensión y si, en efecto, el elefante estaba ya en España (suponía que retenido en la Aduana), le pedirían, con el tono que tuvieran a bien emplear, que fuera a buscarlo por su cuenta y riesgo, encargándose del papeleo preciso para importar el proboscídeo y que, por supuesto, no se olvidara de aportar el forraje suficiente para que el bicho se compensara del hambre que debería tener después del largo viaje y las imaginables peripecias que habría tenido que soportar por su increíble traslado.

No sucedió así. La embajada de Pakistán, al día siguiente, le contestó, con exquisita expresión oficial, y el consabido membrete del organismo extranjero que, cumpliendo sus deseos, a la hora solicitada y en el lugar expresado, le entregarían el elefante.

Eustorgio no cabía en sí de gozo e inquietud.

-¿Ves? ¡Por fin vamos a saber cómo se comporta un elefante en una cacharrería!

Los tiempos evolucionan que es una barbaridad, como repetía mi abuela, pensé. ¿Era, pues, posible, que una descabellada idea se viera cumplida con la misma facilidad con la que se satisface la entrega de una pizza cuatro estaciones a domicilio o consigues que te cambien sin afectar a los documentos almacenados en él, el disco duro del portátil?… Ver para creer.

La hora fue llegada y, con unos cuantos minutos de antelación, mi amigo y yo nos encontrábamos apostados en la sección de loza del comercio indicado. No habíamos dicho nada a nadie. Todo estaba tranquilo, sin asomo de que se presagiara la que estaba a punto de armarse. Los clientes que se encontraban en el local, miraban los productos expuestos, deambulaban sin rumbo aparente o preguntaban calidades y precios a los dependientes; como un día normal.

De pronto, se oyó un ruido de timbales y todos volvimos la vista hacia la algarabía con la que un exótico grupo avanzaba por la escalera mecánica. La gente se agolpó, curiosa.

-¡El elefante! -se me ocurrió gritar.

Un grupo de jóvenes vestidas con ropas hindúes, y con el típico redondel en la frente -que nunca supe muy bien qué significaba, aunque me lo explicaron montones de veces- se acercó, decidido, a nosotros dos.

Mejor dicho, cuando llegaron a nuestra altura, y para mi total sorpresa, se dirigieron hacia mí.

-¿Eres tú el amigo de Eustorgio?

-Sóylo -les contesté, en lenguaje arcaico-. Y aquí está el interesado, a mi lado -dije, señalando el sitio en donde, instantes antes, se encontraba mi amigo, dándome entonces cuenta precisa de que el nominado había retrocedido unos pasos, como escabullendo el bulto.

-La cosa va contigo. ¿Te imaginas a un elefante en una cacharrería? -me preguntó la joven que llevaba la voz cantante, la más hermosa, la del ombligo más bello y los ademanes más elegantes. No parecía de allende los mares, sino de lo más castizo.

-Creo que s..sí -balbucí, preso de compresible estupor.-Ha de ser un espectáculo impresionante, aunque nunca he sido testigo de algo así. En todo caso, el dueño del elefante es mi amigo, no yo.

-¿Podrías describirlo, tú que eres, por lo que me han dicho, un escritor imaginativo? -se interesó la bella.

-Podría, desde luego. Cacharros rotos, estanterías caídas por el suelo, barritar del animal asustado, pisotones, atolondramiento de las gentes buscando la forma de escapar del tumulto, dependientes echando mano de sus teléfonos móviles para avisar a la policía, el…

-Muchas gracias -dijeron todas las jóvenes, aplaudiendo al unísono. Y la que llevaba la portavocía, continuó:

-Tu buen amigo Eustorgio ha acertado al seleccionarte para esta promoción. Porque habéis sido premiados por El Corte Inglés con una visita al zoo de Madrid el próximo domingo, con especial atención a la zona de los elefantes, en donde se hará entrega a Eustorgio del premio que ha obtenido, como autor de la historia más impactante de todas las que se presentaron al concurso que ha convocado la entidad para impulsar la campaña de productos pakistaníes: un bono para gastarse trescientos euros en figuras imitando el marfil.

Eustorgio me miró con esa cara de picardía que acostumbra a poner, desde que lo conozco en el Colegio, cada vez que me ha colado una de sus bromas.

Desde entonces, cada vez que alguien comenta que se encuentra como un elefante en una cacharrería, o como un pulpo en un garaje, o algo por el estilo, sospecho que se trata de una promoción especial o de que, sencillamente, el que dice hallarse en ese estado está utilizando un pretexto para estimular mi imaginación.

Aunque, para completar la historia, debo admitir que, aquel día, conducido desde la puerta que da acceso a los ascensores del piso cuarto del comercio, un tipo con el torso desnudo y portando una cesta con chocolatines, aparentó que conducía una voluminosa figura de cartón que representaba bastante fielmente a un elefante, la cual, accionada su trompa por algún artilugio mecánico, al llegar a mi altura, derribó la estantería que tenía más próxima en la que, según explicaron de inmediato, habían sido colocados varios cacharros de segunda calidad.

El público aplaudió, complacido, y yo desaparecí aprovechando el barullo. No he vuelto a ver a Eustorgio desde entonces, ni contesté a sus llamadas telefónicas. En este caso, llevado solo por su imaginación, seguro que entenderá que me encuentro bastante enfadado con él. Se me pasará, pero me encuentro aún tan corrido como una becerra en los tentaderos para turistas de Pastrana.

FIN

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