Hay cualidades innatas y otras que se desarrollan. Entre las primeras, puede citarse la forma en que uno cruza los brazos (el derecho sobre el izquierdo, o viceversa), que es el resultado de un gen de lo más curioso que, en realidad, aún no se ha descubierto cuál puede ser su utilidad práctica, pues los norteamericanos no han decidido analizarlo, por el momento.
De las cualidades adquiridas, una de las más curiosas con la que me he encontrado, era la de una niña que miraba las cosas del revés.
Si tengo que ser preciso con la máxima precisión, debería aclarar que la niña en cuestión tiene, en la actualidad, casi sesenta años. Lo que no obsta para que ella se considere, en lo referente a esa forma de contemplar el mundo, anclada en su etapa infantil; y no seré yo quien la contradiga. Al contrario, me parece una habilidad muy útil.
La historia de cómo se animó a cultivar la destreza de mirar las situaciones, en determinados momentos, al revés que los demás, es tan pertinente que, como no descarto que pueda ser de utilidad para otros niños -no importa de qué edad- me animo a contarla aquí.
Cuando a Benjamina Portelosa, que era una niña muy lista y aplicada, le dijeron sus padres que iba a vivir en otra ciudad, que era, por si viene al caso, la capital de la región en donde ella misma había nacido, pero de la que la familia había tenido que salir cuando era un bebé, se puso muy contenta. Imaginó, por lo mucho que le habían contado de ella, que sería incluso más bonita que aquella otra en la que había desarrollado su existencia hasta entonces.
Una ciudad ésa, por cierto, en la que se encontraba muy a gusto. Se había hecho amigas de otras niñas con las que había conseguido una complicidad a prueba de bombas, carros y carretas. Y no solo eso: muchas tardes, antes de la oscurecida, siempre que les daban permiso, le gustaba acercarse a la orilla del mar y dar estupendos paseos mientras las olas le mojaban los pies.
Era una ciudad muy luminosa.
La ciudad a la que las circunstancias de la vida condujeron a la niña, cuando ya tenía unos diez u once años, se le presentó, desde el principio, muy distinta a cómo se la había imaginado. Desde luego, no parecía que hubiera sabido representarla correctamente a partir de las descripciones entusiastas que le habían hecho sus padres, y los amigos de sus padres, y todos aquellos que, viniendo de allí, habían tenido la gentileza de visitarles en la ciudad de la luz.
¿Os podéis suponer lo que significa más y mejor para una niña de diez años que ya cree vivir en el Paraíso? ¡Una ciudad con mucha más luz todavía que la ciudad de la luz! ¡Habría de ser deslumbrante!.
Recordaba perfectamente las encomiásticas palabras que los viajeros había dedicado a la ciudad a la que acababan de llegar, cuando observaba con estupor cómo la lluvia repicaba insolente, sin ninguna intención de cesar, en las ventanas de la nueva casa.
Aún estaban las maletas por deshacer y, con curiosidad infantil, había corrido hasta el mirador para contemplar la nueva luz. Pero, por más que se esforzaba, no veía más que gentes apresuradas, vestidas en tonos grises, pertrechadas con paraguas negros, procurando no resbalar sobre las aceras escurridizas:
-La ciudad a donde vas a ir es maravillosa- eso le habían dicho-. Es cierto que llueve, y te podrá parecer gris, pero solo al principio. Los habitantes son reticentes y muy suyos, sí. Es solo una primera impresión, porque, una vez que se abren al forastero, son como las flores que se despliegan en primavera. La ciudad no tiene playa, es cierto, pero las montañas que la rodean tienen todos los verdes imaginables, desde el azul turquesa al amarillo limón. Los árboles, en grupos frondosos,, dan cobijo a miles de pájaros multicolores y hay parajes insólitos en donde se puede cazar, pescar o, simplemente, saltar y correr sobre la tierra húmeda sin que nadie te perturbe.
Nada de eso estaba allí, en lo que veía. Así que le dijo a su madre:
-Quiero volver a la ciudad de donde venimos. No me gusta ésta.
Pero su madre, que era maestra vocacional -aunque no ejercía- y sabía cómo manejar a los niños, le cerró el camino de vuelta, y, al mismo tiempo, le dio un consejo:
-No podemos volver, porque aquí es donde tu padre tiene trabajo. Acostúmbrate a mirar las cosas del revés.
La niña era muy obediente, así que torció cuanto pudo la cabeza, y, como no le pareció bastante, apoyó las manos en el suelo, dando una media voltereta, hasta que consiguió colocarse con los pies en lo alto.
Vio entonces el cielo, que, aunque cubierto de nubes, le pareció muy bonito. Las nubes, algodonosas, desgarradas o compactas, tenían, porque empezaba a atardecer, colores diferentes y, sobre todo, adoptaban formas muy caprichosas. Estuvo un buen rato contemplando el panorama celeste, y, echando a volar la imaginación, no tardó en encontrar innumerables ocasiones en lo que veía para disfrutar.
Cuando la llamaron para la cena, estaba algo mareada, pero contenta.
-De ahora en adelante, cuando algo no me guste, lo miraré del revés -anunció a sus padres.
No perdió esa costumbre. Con los años, adquirió incluso la facultad de no necesitar ponerse boca abajo. Podía imaginar que se encontraba exactamente donde quería estar, sin más que cerrar los ojos.
Pasado algún tiempo, ni siquiera le era preciso cerrar los ojos. Se abstraía, y le bastaba. Y, lo que es aún mejor, cuando alguien decía algo que no le gustaba, o pretendía convencerle de algo que no tenía pies ni cabeza, lo miraba del revés con los solos ojos de la imaginación.
Fue bastante feliz, gracias a esa facultad que, como queda expresado, consiguió desarrollar a base de repetir, una y otra vez, la manera de mirar las cosas del revés.
FIN