La consolidación de la sospecha de que la fragmentación de las preferencias manifestadas en las elecciones generales y catalanas hace inviable la formación de un gobierno con las mínimas garantías de estabilidad, empuja hacia la convocatoria de unas nuevas elecciones.
Cuando escribo este Comentario, hay aún voces que defienden que es posible llegar a algún acuerdo, prendido con alfileres de voluntarismos esencialmente frágiles, para investir, respectivamente, a un Presidente de Gobierno y a un President de la Generalitat de Catalunya. Con parecida panoplia imaginativa que la que se utiliza para prever la evolución de la situación económica cuando se estanca la crisis, se especula sobre posibles coaliciones, incluso con cambio de candidatos presidenciables.
Así, según el color del comentarista, o los intereses de los portavoces de partido, los nombres de Rajoy y Sánchez iluminan la pirinola o Mas se desdibuja del panel como el gato de Chehshire y parecida sonrisa.
Me parece muy grave que, en esta pugna por reparto de un poder cuyos efectos para el ciudadano normal (el no politizado) se han convertido en una mera especulación, no se esté hablando de programas de gobierno, sino de melifluas líneas rojas.
¿Es importante, de veras, realizar un referéndum en Catalunya, para que se vuelva a votar acerca de su independencia? ¿Va a obtenerse un resultado que no signifique -además de la obvia creciente abstención, dimanante del desinterés galopante por la cuestión- sino que la sociedad está dividida, que es lo mismo que confusa?
¿Importa mucho, con serenidad, que creamos que la tenue (por imperceptible y frágil) recuperación de la economía que dice haber conseguido el Gobierno ahora en funciones, necesita, para eclosionar, más dosis del mismo placebo?
Estoy entre los que defienden que, tanto si han de convocarse -como parece- nuevas elecciones, como si no, lo que interesa es lo que van a hacer los gobiernos que se constituyan. Qué actuaciones concretas, con qué medios, a qué coste. Y, por supuesto, con qué cuentan -en personas, relaciones, ideas- para llevarlas a cabo.
Porque si solo se trata de barajar una y otra vez las cartas, sin cambiar ni rostros ni concretar los programas (no fantasías, por favor: acciones específicas, indicando cómo se van a llevar a cabo, con qué apoyos, y de dónde sacarán los dineros y las capacidades), será tiempo perdido. Peor aún: ahondaremos en la miseria, por mucho que nos la quieran revestir de fantasía.
Cómo crear empleo para los jóvenes (y es justo que protesten indignados los que no lo tienen, pero eso no mejorará si situación). Repartir mejor y de forma más eficiente las partidas de gasto público (y habrá que llamar a capítulo a los despilfarros autonómicos, regenerando economías de escala). Apoyar a las empresas más eficientes e impulsar la generación de otras nuevas en sectores estratégicos y de futuro (y, para eso, habrá que combinar sabiamente la economía de mercado con la de Estado); etc.
Me repito, lo sé. Lo preocupante es que no seamos muchos los que tenemos la sensación de clamar en el vacío.