Los españoles, incluso quienes no han pisado en su vida el aula de una Facultad de Derecho, somos expertos en dictámenes. No seremos los únicos ciudadanos del mundo en disponer de esta cualidad, pero aquí la tenemos musculada, a base de ejercitarla cada día.
Emitir juicios sobre las acciones ajenas ha sido un deporte que se jugaba tradicionalmente en sitios reducidos: patios de vecindad, pausas para café en las oficinas, bancos cerca de jardincillos donde retozasen los niños, y, en fin, sitios de poca monta. Después de poner a caldo al interesado (generalmente, del género femenino o del tercero), las lenguas retornaban al silencio, y no había mayor trascedencia que la que pudiera provocar la devolución de las iras y vituperios por parte del contrario.
Esto ha cambiado desde hace algunos años, en los que el Derecho Penal se está cobrando piezas de caza mayor, antes especies vedadas o especialmente protegidas, y lo hace con tanta bulla, que apenas prestamos atención a que, siendo la época propicia para el descontrol (o su apariencia), nos han crecido los delincuentes en casi todos los órdenes tipificados por el Código.
Ver a gentes tenidas ayer por importantes agachar hoy las cervices para entrar en los furgones policiales, avanzar con cara pálida por las rampas de acceso a los Juzgados o escabullirse, corriendo enmudecidos, para alejarse de los flashes y micrófonos de las hordas famélicas en saber cómo se sienten, es un espectáculo en sí mismo, aunque no haya derramamiento de condenas.
Lo que, sin entrar en mayores honduras, me sorprende, es que el argumento de defensa elegido por ellos o sus letrados sea tan coincidente como débil: no sabían que estaban haciéndolo mal, firmaban todo lo que se les ponía delante (como Kamikaces, dijo alguno), ignoraban lo que hacía su socio o compañero de aventuras, habían cedido su nombre a una relación solo para rellenar un requisito legal, etc. Eran, pues, presuntos ignorantes.
Porque es muy sencillo desmontar un argumento falso de ignorancia, cuando parte del disfrute del producto de las actuaciones delictivas de los otros aparece en los bolsillos propios, como llovido del cielo. Y así sucede que los parapetos defensivos van cayendo uno tras otro, dejando al descubierto la verdad llena de lodo.
Ignorantes, puede que fueran, Señorías. Pero no estúpidos. Para estupefactos, nosotros. (1)
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(1) He tratado de hacer un juego entre dos de las acepciones de la palabra estúpido que da el Diccionario de la R.A.E.: 1) Necio, falto de inteligencia; 2) Estupefacto.