Suele decirse que la diferencia fundamental entre la religión y la ciencia es que la primera parte del conocimiento apriorístico de la verdad, en tanto que la segunda aspira a descubrirla.
No es exactamente así, porque toda teoría científica tiene también sus dogmas, sus principios de partida, sus postulados, sobre los que se construye una explicación satisfactoria y lo más coherente posible, de la realidad observada.
Pero lo que resulta indudable es que disponer de una doctrina a la que seguir, facilita enormemente el mantenimiento a ultranza de una postura. Si nos detenemos en el terreno de la economía, por ejemplo, tratar de distinguir entre los argumentos de los defensores acérrimos del capitalismo liberal y de la la economía centralizada por el estado, nos llevaría a un terreno esencialmente dogmático.
Y como todo lo doctrinario, solo útil para la jerarquía sacerdotal montada alrededor del dogma y su parafernalia, y esencialmente perjudicial para todos aquellos que se ven perseguidos por haberse declarado escépticos, agnósticos o contrarios.
La recurrencia sistemática al catecismo más elemental es el recurso de toda esa pléyade de expertos que nos están demostrando, con sus explicaciones, cada tres por cuatro, lo que ya sabíamos: que no tienen ni idea de lo que hablan.