Para que los 6,2 millones de desempleados que, según el cómputo, habrá que admitir que fiable, tenemos en España consiguieran un trabajo que les permitiera llevar a sus bolsillos, al menos, 12.000 euros anuales, habría que generar casi 80.000 millones de euros de rentabilidad complementaria sostenida en nuestra economía.
Si aceptamos como regla del pulgar (no tengo de momento, otra) de que para mantener un solo empleo hace falta una facturación media de 20.000 euros, se necesitaría incorporar anualmente del orden de 130.000 millones de euros a nuestra decrépita economía. Esa es, igualmente de forma aproximada, la inversión inicial necesaria. (Un 1,3% de nuestro PIB)
Por supuesto, si apuntamos hacia la movilización del empleo de alta tecnología, en el que la inversión precisa puede superar los 80.000 euros por puesto de trabajo, los recursos serían muy superiores a los que precisaríamos para generar empresas de servicios, en los que la inversión puede bajar de los 3.000 euros por empleado.
Pero la cuestión clave es: ¿producir para quién? ¿Quién pagará por esos bienes y servicios que pondríamos en el mercado? Aunque yo también hago otra pregunta: ¿Quién se ha beneficiado de la pérdida de actividad de nuestra economía? ¿Dónde se han ido esos 130.000 millones de euros de crecimiento anual que nos hubieran sido tan necesarios?
Por supuesto que lo se y lo sabemos todos: mientras nos convencían de que teníamos que comprar, endeudándonos con bancos extranjeros, casas y más casas, al mismo tiempo que se orientaba la formación de cientos de miles de personas a la categoría más elemental -trabajador de la construcción-, los beneficiarios de ese ahorro invertían en la extracción de recursos de países en desarrollo, a los que vendían productos manufacturados de gran valor añadido.
(continuará)