Cuando en Avilés se empezaron a construir los cimientos de lo que sería la Fabricona, allá por los 50 del pasado siglo, llegaron a miles inmigrantes del sur más pobre, porque se corrió la voz de que en Asturias había trabajo.
Aquellos seres de tez morena, tirando de carromatos en los que habían amontonado sus cuatro enseres, cargados con niños harapientos y sucios, y que se agrupaban en las afueras de la villa del Adelantado organizando hogueras, recordaban a los nativos unas imágenes recientes. Parecían huídos de una guerra que les resultaba lejana, en Oriente, la de Corea. Por eso se les apeló, entre el desprecio y la reserva, coreanos.
Eran andaluces, castellanos y extremeños. Estaban morenos por el sol que les había azotado mientras trataban de exprimir algún jugo de los terruños secos. Huían, también, pero del hambre.
Nadie se acuerda ya, porque aquella fábrica que se llamó Ensidesa, ya no existe más que en la memoria de los más viejos, pero, sobre todo, porque todos ellos son hoy, asturianos. Y ellos, los supervivientes de aquella generación de advenedizos -no pocos, por cierto, murieron en su guerra por la subsistencia- y sus descendientes, mezclados ahora sin distingos con los hijos y nietos de los que los miraban entonces por encima del hombro, están sufriendo una misma crisis, repitiendo la historia con otros guiones.
En Asia, se vuelve hoy a hablar de la tensión entre Corea del Norte y Corea del Sur, como en 1950, y con similares protagonistas. Habrá que recordar, por ello, que la Segunda Guerra Mundial había terminado y que la Organización de las Naciones Unidas, en su fase infantil, pretendía consolidar la paz y la seguridad en todo el mundo, imaginando horizontes de prosperidad duradera.
Pero aún quedaba por resolver un coletazo de aquella gran conflagración, la llamada “guerra del Pacífico”, por la que la península de Corea, -desde 1910 en poder de Japón-, había sido repartida entre los vencedores como un trofeo, siguiendo una pauta nada escrupulosa.
Cortando por el paralelo 38, el norte quedó bajo el control de la URSS y el sur quedó ocupado por las tropas norteamericanas. Las “elecciones libres” a las que se convocó a los coreanos no hicieron sino consolidar la forzada distancia entre unos y otros, estableciéndose un gobierno comunista en el norte que, con la ayuda de la URSS y la República Popular china, invadió el 25 de junio de 1950 terrenos de la ya entonces llamada “Corea del Sur”, y en la que se pretendía instalar un régimen liberal.
Aquella invasión provocó una guerra local, en la que los surcoreanos fueron apoyados por Estados Unidos y, más bien simbólicamente, por las Naciones Unidas. No había especial intención de reproducir de inmediato, y esta vez entre antiguos aliados, una nueva guerra, por lo que en 1953 se firmó un armisticio, recuperando la frontera del paralelo 38 y desmilitarizando una franja de apenas 4 kilómetros de ancho.
Pero la guerra no había terminado. Las ambiciones de poder no mueren jamás. Los únicos coreanos que se han integrado felizmente desde entonces son los de aquí, los nuestros. Los otros, ahora, tienen nuevos argumentos con los que tratar de convencer a sus contrarios: armas nucleares.
La tercera guerra mundial puede estallar en cualquier momento. No habrá más oportunidades para la especie humana. Los misiles con los que el presidente Kim Yong-Un apunta, según dice, a Seúl y a la costa este de Estados Unidos, construídos para reforzar su estado de guerra permanente, están dirigidos, en realidad, contra nuestra propia naturaleza. La de todos.
Me vienen a la memoria unos versos de Bécquer: “Quisiste doblegarme o morir. No pudo ser“. ¿Qué es lo que tiene que ser para que impere la cordura? ¿Que desaparezcan juntos cuantos discrepen de las razones del otro?