No es posible emitir un posicionamiento sobre la cuestión catalana haciéndolo descansar únicamente sobre la crítica (o el apoyo) a los fundamentos históricos que sirven a los defensores de la singularidad de ese territorio español para justificar su condición de nación con voluntad popular de independencia.
Se trata, en realidad, de un estado larvado de origen o raíz genuinamente clasista, que ha tenido un desarrollo rápido -en apenas diez años- debido a la coincidencia de varias circunstancias que permitieron desplegar la consciencia popular “de la diferencia”, alimentada y potenciada con nuevos componentes, la mayoría, falaces, hábilmente presentados por los partidos que gobernaban la Región Autónoma. Entre esos eslóganes de fácil memorización y, por tanto, susceptibles de alcanzar la máxima repetición sin precisar de análisis, figuraban en lugar destacado los de “España nos roba” y “el Gobierno de España nos margina y maltrata”.
España y Cataluña se fueron configurando, en un proceso de distanciamiento forzado, lleno de errores, desencuentros y mitos, como dos entidades contrapuestas. En mi modesto repaso a los principales elementos que han hecho estallar el asunto diferencial, hasta situarlo de máxima actualidad, llevándolo a la declaración de independencia, el análisis histórico, incluso distorsionado, no ha sido lo relevante para la movilización popular de los “genuinamente catalanes” frente a los demás españoles.
Los argumentos del catalanismo separatista descansaron, progresivamente, en la alimentación de sentimientos que combinaban la creencia en ser pueblo elegido y perseguido al mismo tiempo. Los portavoces más cualificados atribuían, sin necesidad de explicación, incomprensión ajena del hecho diferencial y caracterizaban al resto de ciudadanos españoles, también sin fundamento demostrable, como beneficiarios globales injustos de la explotación de la superior capacidad, inteligencia y creatividad catalanas.
No fue la Historia la clave separatista. Ha pesado mucho más la economía, -la pela-, y, como hijastra, la deficiente administración de los recursos transferidos, con despilfarros flagrantes, de forma que el gobierno de la Generalitat encontró dificultades serias para mantener algunos servicios con altos niveles de calidad, déficit de gestión que se atribuyó, en la más genuina esencia del buco emisario, por supuesto, “a España”.
El problema creció por ambas partes del pastel. El partido que, durante años, se había arrogado la representación del espíritu catalanista, Convergencia i Unió, consiguió mantenerse en el gobierno de la Generalitat durante décadas, y ofreció siempre un apoyo interesado al partido con implantación en toda España, cuando le faltó a éste mayoría suficiente para formar gobierno central. No importaba el signo ideológico. El intercambio de cromos, nunca inocente, ya fuera con el PP o el PSOE, alimentó la singularidad, despojando al Estado central de capacidad de actuación -¡y control!- en todos los sectores clave.
Faltaba solo poner un nombre al proceso secesionista que consolidara la cualidad de nación independiente, y la oposición constitucional a la revisión del Estatuto, encabezada por el President José Montilla, un iluminado que creía poder dotar asi al PSC-PSOE de una nueva vida, consumó la ruptura entre catalanistas y españolistas. Los primeros sintieron la declaración de anticonstitucionalidad a un par de artículos (y párrafos del Preámbulo) como una agresión. En verdad, la batalla civil estaba planteada con toda crudeza.
La pólvora que estaba sirviendo para explotar los apoyos del Estado en Cataluña, estaba tan bien distribuida y alimentada, que, ni resultó afectado el procés por el descubrimiento de uno de los mayores focos de corrupción desarrollados en España. Un tsunami potencial que afectaba -y el estado de Derecho no ha sido aún capaz de precisar en qué medida-, no ya al ex Honorable ex President de la Generalitat, Jordi Pujol, a su familia, sino al Partido y a muchos de sus dirigentes. Convergencia y Unión resultó inviable.
El malabarismo político se aceleró. El hoy ex President Artur Mas, que, junto a otros miembros significativos de Convergencia se había reconvertido al Partit Demócrata Europeo Català (PDeCAT), aceptó ceder ser cabeza de fila en la negociación para formar Gobierno después de las elecciones de 2015, para que un oscuro político, Carles Puigdemont, fuera President. Fue necesario el apoyo de dos coaliciones con inocultada voluntad secesionista: la anticonstitucionalista Esquerra Republicana (ERC), y la decididamente antisistema Candidatura d’Unitat Popular (CUP). El apoyo se completó con la seudoconstitucionalista Catalunya Sí que es Pot, que amalgama diputados de variados extractos ideológicos (Podemos, ICV, Esquerra Unida y Equo).
La democracia y la tolerancia permitieron llegar a una situación aberrante, aunque “legítima”: partidos con un programa claramente anticonstitucional habían alcanzado una mayoría escueta en el Parlament, y estaban decididos a imponer su revolucionario criterio de una forma “pacífica, democrática”, en cumplimiento de un “mandato popular”.
Los diputados de estos partidos, con el apoyo exterior de muchos alcaldes y, significativamente de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau (que gobierna en la ciudad con la coalición Catalunya en Comú, que aglutina todos los partidos de Catalunya Sí que es Pot, salvo Podemos) refirmaron y consolidaron el apoyo popular a la secesión. Catalunya libre del yugo opresor de la España antidemocrática era ya más que un proyecto sin futuro.
Al ordenado totum revolutum secesionista se añadieron dos asociaciones de movilización al margen de los partidos oficiales, Asamblea Nacional Catalana y Ómnium. Una amplia y fiscalmente oscura disponibilidad de fondos, sirvió y sirve para soportar la declaración de independencia del 1 de octubre de 2017. Se programaron, cuidadosamente planificadas, amplias, y de impecable efecto, manifestaciones callejeras. Se expandió, contagioso, el clamor de que la región estaba mayoritariamente por convertirse en un Estado nuevo.
La historia coetánea sigue escribiéndose, aunque con letras desiguales, Ayer, 2 de octubre de 2017, la juez de uno de los Juzgados de Instrucción que conforman el brazo operativo de la Audiencia Nacional, Carmen Lamela, en un Auto prolijo y, en gran parte, por lo que parece, escrito con anterioridad, escrito, sin duda, con plena consciencia de su gran trascendencia política, decidió la prisión provisional del destituido vicepresidente de la Generalitat, Oriol Junqueras, y siete de los ex-consellers.
El estamento judicial no mostró uniforme celeridad ni dureza, mostrando, no ya la independencia judicial, sino la disparidad o falta de homogeneidad de criteros de los magistrados. El mismo día, llamados a declarar, el Tribunal Supremo, concedió una semana más para preparar la defensa a los, también citados como investigados, miembros del Parlament (a los que su aforamiento conduce a ese órgano jurisdiccional). La intervención de la judicatura en el procés, como consecuencia de la aplicación del art. 155, añade -aunque no sorprendentemente- más leña al fuego de las posiciones de desencuentro entre secesionistas y constitucionalistas.
La medida cautelar adoptada con los miembros destituidos del Govern, es, procesalmente, la más dura de las posibles y, por ello, puede calificarse, desde la perspectiva política, de una incomodidad añadida a la necesaria disminución de la tensión en Catalunya y a la recuperación de la paz social en toda España.
(continuará)
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