Aunque no tenga el empaque y aptitud para la representación pictórica que alcanzó el abrazo de Vergara, el que se prodigaron Pedro Sánchez y Pablo Iglesias jr. tiene visos también de convertirse en un apretón histórico.
Se anunciaba con él el final de las hostilidades en el espectro de la izquierda española, al menos entre los dos equipos que conforman la mayor parte del rompecabezas en que se ha convertido el gallinero de la progresía pseudocomunista, en su pugna interna por hacerse con el pendón que lo confronta con los pseudoliberales neocapitalistas.
No me parece que la formación de gobierno sea cosa fácil para Pedro y Pablo y, si lo consiguen (con los apoyos de los acomodaticios regionalistas de derechas cántabros y vascos) y la abstención de los separatistas catalanes, más el voto con ojos cerrados y la bolsa presta de otros partídulos, el mantenimiento del gobierno con mínimas condiciones de estabilidad, será cosa prácticamente imposible.
Este largo proceso electoral habrá tenido consecuencias muy dolorosas y costosas, en todo caso, para nuestra economía y la serenidad y solidaridad (más o menos ajustadas) que nos habían acompañado desde 1978 hasta 2019.
Se ha roto la izquierda, tanto por la parte populista como por la histórica facción comunista; el partido socialista, al abrigo de la capacidad camaleónica de Pedro Sánchez y sus inmediatos colaboradores, se han despojado de casi todos los restos del pacto de Suresnes; Alberto Garzón ha destrozado el PC; Iñigo Errejón se separó de la pareja Unidas Podemos (Iglesias-Montero) para “dignificar la izquierda” y se encontró con la pared de enfrente.
Se ha roto la derecha, aunque se nos quiera convencer que el PP está nuevamente fuerte. Pero Pablo Casado no tiene el empaque intelectual de Fraga ni el atractivo chulanesco de Aznar, o la socarronería simpaticona de Rajoy; le ha salido un grano por el flanco más débil que se ha convertido en alternativa para los amantes de la gresca política y, además, Abascal ha reunido un trío de disidentes del Partido troncal que tienen labia y capacidad de convicción entre los votantes descontentos de toda condición; el caso de Albert Rivera es de los que mueven a la lástima, pero el resultado está ahí, siguiendo el manual del desquiciado: Cómo dilapidar en pocos meses un inmenso caudal de credibilidad, apareciendo con el paso cambiado en cada aparición pública televisiva.
Sigo sin ver claro el futuro, y no descarto unas nuevas elecciones. Pero el abrazo de Moncloa, con dos personajes en salto mortal al vacío, apoyándose cada uno en el hombro del otro, pasará a la historia como una voluntad de quererse políticamente entre dos personalidades incompatibles, con el deseo de obtener, por fecundación artificial, un gobierno que, al menos, dure mientras se firmhttps://angelmanuelarias.com/libro-sonetos/a el reparto de los gorros de plumas, digo, los ministerios.