Los años de residencia en Düsseldorf fueron para toda la familia, muy especiales. Recién cumplidos los treinta años, tenía ante mí una oportunidad profesional excepcional. El sueño de recuperación del mercado siderúrgico español se desvelaba como un espejismo y Ensidesa tuvo que potenciar la venta de algunos productos en los países más industrializados, creando empresas locales. El mercado alemán (y, en general, el de toda la antigua Eurofer) era muy atractivo en precios, si bien los países terceros, como era el caso de España, estaban sometidos a cuotas máximas anuales de importación.
De resultas de aquellos cinco años de paso por Alemania, volvimos con dos hijos bilingües, una familia puesta a prueba y con los laureles del éxito de haber reforzado nuestra unión y, a mi particularmente, me aportó algunas plumas rotas y un dossier de abultada experiencia. Entre 1979 y 1984 hubo sucesos importantes en España y observarlos, y juzgarlos, desde la plataforma emocional y económica del núcleo duro de Europa, perfeccionó la base argumental con la que he construido mi posición ante la vida.
Recuerdo muy bien cuando el 23 de febrero de 1981, más o menos sobre las seis y media de la tarde, recibí la llamada de Evelio Mañas, director de personal de Ensidesa. “Ha habido un golpe de Estado. El Congreso está ocupado por los militares. Tienes que recoger toda la documentación reservada de la oficina. Llévatela a un lugar seguro. Que no sea tu casa”,
¿Documentación reservada? No tenía la menor idea de qué tipo de información de la que manejábamos podría merecer tal calificativo, y Evelio no parecía dispuesto a dar muchas explicaciones. Capté, sin dificultades, que en el ambiente gravitaba la sospecha de que todas las comunicaciones estaban interferidas. España había caído, de nuevo, en el pozo profundo de su historia desdichada.
Llamé al cónsul de España en Düsseldorf, el asturiano Trelles, -un personaje con una humanidad fuera de lo común, al que estaré siempre agradecido por la manera como facilitó mi integración en el país- para obtener más detalles. Mientras me ponían con él, encendí una pequeña televisión que tenía en la oficina. Las cadenas alemanas estaban ya ofreciendo en directo el espectáculo lamentable. “Me acaban de decir desde España que ha habido un golpe de Estado. La televisión alemana está poniendo imágenes de guardias civiles en el Congreso. ¿Qué váis a hacer en el consulado?¿Qué instrucciones tenéis?”
Al otro lado, advertí un silencio denso. “Primera noticia. Llamo al embajador y te cuento”. Era evidente que el protocolo de reacción ante sucesos que afectaban a la seguridad no estaba aún desarrollado.
Mi esposa es rubia, tiene los ojos de un hermoso color verde azulado y la tez blanca. Parece nórdica, pero es asturiana de pura cepa, seguro que descendiente de aquellos suevos o alanos que invadieron la península y se establecieron por el occidente. No es tan extraño que se dirijan a ella en inglés, tomándola por extranjera.
Cuando fuimos a Alemania, ella no tenía la menor idea del alemán. (En verdad, yo había rellenado la casilla en donde se pedía identificar las preferencias de expatriación, con un claro: “Cualquier país de Europa menos Alemania”). Mucho más sociable que yo, enseguida se encontró, o la integró ella misma, con una colonia de más de una decena de mujeres españolas, con las que formó sólidas amistades.
Salvo una o dos excepciones, todas estaban casadas con extranjeros: alemanes, japoneses, ingleses, yugoslavos…Cuando nos reuníamos con cualquier pretexto, ellas se lo pasaban en grande verbalizando sus vivencias en la lengua propia y los maridos pugnábamos por encontrar un lenguaje común en el que intercambiar algunos mensajes. No eran las nuestras, en general, charlas para enorgullecerse, aunque, en honor a la verdad, también hice magníficos amigos.
Una vez en que teníamos invitados en casa y queríamos preparar un plato especial, María Jesús me condujo a la carnicería y, después de observar el género, me pidió que tradujera: “Dile que quiero una buena pieza de morcillo, pero que sea entera y, por lo menos, de un kilo”. Estaba buscando de lo profundo de mi vocabulario alemán la palabra más afín a morcillo (de la que aún hoy, dudo su significado real en la morfología vacuna), cuando la voz del carnicero, atento sin duda, a mi aspecto de turco atildado, con el bigote recortado que entonces lucía y mi pelo castaño oscuro ligeramente ondulado, interrumpió mis elucubraciones:
“Aber, mein Herrn! Lassen Sie ihren komischen Versuche (…)” En nuestra lengua: “Pero, hombre de Dios, deje de hacer pinitos con su alemán, y que su esposa me diga directamente lo que quiere, que no tengo toda la mañana para Vd.”
El cormorán moñudo (Phalacrocoax aristotelis), en invierno, y avistado a distancia, es difícil de distinguir del cormorán grande, que se ha hecho habitual entre nosotros. El moñudo es más pequeño y recibe su nombre porque, en verano, el adulto tiene una cresta muy aparente.
Los cormoranes se alimentan sobre todo de peces, que engullen enteros -algunos, de un tamaño considerable en relación a lo que podría suponerse más acorde para el buche del ave-. Son capaces de aguantar sumergidos durante algo más de un minuto, nadando con gran rapidez, por lo que pocos peces se escapan a su voracidad. A su presencia creciente en los ríos del Norte de España, siempre al acecho de alguna posible presa, se atribuye la reducción de la pesca, siendo acusados como uno de los depredadores dañinos para esta afición deportiva.
Después de las inmersiones, abren las alas en una posición característica, exponiéndolas al sol, para que se sequen,
Hace unos días leí que el cormorán pigmeo ha vuelto a España, en donde había desaparecido en la Edad Media. En el delta del río Danubio está localizada una de las colonias más numerosas de este ave. De allí provendrán, supongo, los ejemplares avistados aquí.