Desde hace casi quince años vengo escribiendo con regularidad en este blog (antes hospedado en “blogia“) y expresando mis ideas, con la libertad que es consecuencia de mi independencia ideológica, intereses y aficiones y con las limitaciones propias de mi información y conocimientos.
No escribo esto como si exhibición orgullosa, sino que pretendo sea reflejo de mi sinceridad a la hora de comentar temas de actualidad y, cuando escribo sobre otras materias, apelo a la comprensión del lector más informado o inteligente sobre la naturaleza de mis fuentes y capacidad.
A lo largo de mi vida, he hecho buenos amigos y he disfrutado de su apoyo, enseñanza y afecto. Como todo ser humano, he crecido con ello y me enorgullezco de haber contado con la ilustración o la benevolencia de la mayoría. Si otros se jactan de haber sido transportados a hombros de gigantes, yo reconozco con satisfacción que gran parte de lo que soy, de mi imagen como profesional y personal, se debe al alimento de los afectos y estímulos -también de las críticas- que me han dispensado los que me quieren.
He perdido, también, buenos amigos. He cambiado varias veces de residencia, y algunos se han ido alejando por razón de la distancia física (“quien más separa y mata/vida sola”, escribí hace tiempo). Otros me han sido arrebatados por las garras de la muerte.
Pero hoy quiero traer a este comentario la tristeza de reconocer que hay amigos que se han separado por discrepancia con la expresión de una opinión que contrariaba, al parecer, sus íntimas convicciones. Puede el lector pensar que he sido abandonado en lo afectivo por quienes tienen creencias religiosas diferentes a mi respetuoso agnosticismo. No. La causante principal de las deserciones que han provocado la pérdida o el distanciamiento prácticamente total de algunos amigos es la política.
Cuando la cuestión del independentismo catalán volvía a manifestarse con fuerza, algún amigo al que creía librepensador (en sentido real) e inteligente para ver más allá del fondo mediático y la deformación social e histórica que embarraba las ideas, me abandonó. “No entiendes la profundidad de las raíces catalanes, no comprendes que somos un país que no tiene que ver con Castilla” -fue, en esencia, la expresión del portazo que me dieron en las narices. Y dejaron de hablarme, de escribirme, de ser conmigo. No sé dónde están ahora, no contestan a mis mensajes. Han desaparecido. Su “Adiós, amigo” resuena, aún, en mis oídos.
Mi interpretación de la deriva socialista, capitaneada en mi sincera opinión, por un desquiciado liderazgo de quien se ha apropiado de siglas respetables y ha buscado apoyo en quienes tienen en su adn político (¿se dirá así?) la destrucción de nuestro actual estado de derecho, me ha granjeado el castigo de nuevas deserciones en mi círculo de amigos.
“Adiós, amigo”, me vuelven a decir. Abandonan la silla siempre dispuesta en la mesa para comentar con cordialidad, abierta disposición e independencia de toda servidumbre, los problemas de la convivencia social, con el diálogo que enriquece la visión de cada uno. Temo que no nos volvamos a ver o me miren de otra manera. Porque yo no puedo cambiar. No puedo traicionar mi carácter independiente, crítico, irónico.
No voy a convertirme en otra persona. Soy comprensivo, pero no me pidan que me transforme en estúpido.