Al socaire

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¿A las puertas del infierno?

22 octubre, 2020 By amarias 8 comentarios

El Ministro Illa, responsable de la cartera de Sanidad en el todavía Reino de España, acaba de anunciar -en una corta entrevista radiofónica en Onda Cero, a las nueve de la mañana del 22 de octubre de 2020- que estamos a “las puertas del invierno” y que, según los expertos que le asesoran (propios y de ajenos), serán necesarios por lo menos seis meses, para que alguna de las vacunas que se investigan contra el coronavirus, superados los controles que demuestren su carácter eficaz y, al mismo tiempo, inofensivo, pueda ser distribuida entre la población en número suficiente.

Muy optimistas me parecen, dentro de su dramático contexto, esas previsiones, cuando no tenemos, ni de lejos, controlado el avance del virus estamos asistiendo a la imposición de confinamientos cada vez más severos. Y me parecen terriblemente precursoras de una crisis económica aún más profunda, de la que no van a salvarnos unos miles de millones de euros europeos, cuyo destino aún desconocemos y cuyo coste real ignoramos.

Me resulta fácil hacer el juego de palabras con las palabras de Illa y poner de manifiesto que nos esperan períodos aún más difíciles de lo previsto. Con más de un millón de personas ya contagiadas en España (un 2% de la población total) y en el grupo de cabeza de afectados, junto a países que nos superan ampliamente en población, seguimos preguntándonos, en realidad, porqué hemos sido distinguidos por la pandemia.

Nuestros sabios y políticos (desde a Luis Enjuanes a Margarita Del Val y desde Pedro Sánchez a Alberto Núñez Feijoo) ponen el énfasis en que parte de la población no respeta distancias, organiza fiestas multitudinarias sin llevar mascarilla y tenemos muchas más unidades familiares que agrupan a jóvenes y ancianos que el resto de países europeos, como consecuencia del alto paro juvenil y del carácter salvador de las pensiones a las maltrechas economías, que hace de aglutinador de entidades familiares con más miembros que la media europea.

No quiero que se me juzgue de conspiranoico ni escéptico integral, pero mis escasos conocimientos de sociología comparada me sugieren que deben existir más factores que nos empujan a los españoles al lado feo de la pandemia. La sobrecarga de la asistencia primaria (afición desmedida a visitar el centro de salud por ancianos) y de los servicios de urgencias (por catarros, luxaciones, otitis, fiebres infantiles y heridas superficiales), la escasez de facultativos de calidad por cada mil habitantes (no pocos de los mejores se han ido a los países ricos y ya no podemos convencerles de que vuelvan) han de contar entre los factores, supongo. (1)

Pero ni siquiera esa enumeración, bastante obvia de factores de culpabilidad no individuales, me satisface la inquietud por saber qué nos está pasando.

Y como no tengo perro que me ladre ni lazo que me sujete, echo a volar mi imaginación y atribuyo como causa principal de nuestra desgracia colectiva, esa que nos está sumiendo en la peor crisis económica y social desde la postguerra civil, el que somos un país desorganizado, desestructurado, inconsistente, falto de liderazgo y ayuno de ilusión colectiva.

Esto en estos momentos siguiendo (con una atención disminuida, desde luego) el Debate de la moción de censura de Vox. Oigo, sobre todo, insultos, descalificaciones, improperios. Falsedades. Distribuidas entre los intervinientes de todos los grupos, más concentrados, sí, en unos portavoces que en otros, aunque me parece detectar que, más que corresponder a un programa ideológico, a una coherencia, descansan en las habilidades dialécticas y en la capacidad para improvisar insultos.

Estamos a las puertas del infierno. Estoy mirando una reproducción del maravilloso complejo escultórico de August Rodin con ese nombre. Una obra inacabada, aunque nadie lo diría observando su fuerza. Una amalgama de cuerpos que se precipitan al vacío, arrojadas desde el Paraíso.

Me apetecería que los políticos a los que hemos tenido que votar para que nos guiasen a un mundo mejor, nos ofrecieran soluciones constructivas, hicieran desaparecer la crispación, impulsaran la creatividad y la formación de empleo, cumplieran con los propósitos de aumentar los esfuerzos en investigación y formación. Todos, en sus programas, defienden aparentemente lo mismo, aunque, por la experiencia ya amplia de su comportamiento, sabemos que muchos de ellos, desgraciadamente, solo pretendían su bienestar personal.

Me resisto a pensar que estemos a las puertas del Infierno. No podemos, no debemos estarlo. Que este Invierno nos saque a todos a una primavera radiante, solidaria, prometedora de una España seria, pujante, respetada internacionalmente, sin extremismos ni experimentos secesionistas ni comunistoides, más propios de paranoicos sociales que de experimentados e instruidos hombres y mujeres que, independientemente de sus profesiones y trabajos, de su formación y base ideológico, quieren avanzar unidos.

Me esperan a mi, personalmente, varios meses de duro tratamiento oncológico. Ignoro si podré superarlo, pero me aplicaré, con buen ánimo, a salir a flote de mi particular invierno. Espero encontrar, a la salida de este proceso, una España mejor, más unida, valorada internacionalmente, libre de todos los virus que ahora nos afectan y emponzoñan.


(1) Hago una precisión a posteriori, a las nueve del día 22.10.2020. Tenemos en España buenos facultativos, con una dedicación vocacional que, en especial en las dotaciones de la Sanidad Pública, se puede calificar de sacrificada hasta más allá de lo deseable, ya no solo por ellos mismos, sino por la atención que se ven obligados a proporcionar a los pacientes. Faltan profesionales, no andamos sobrados de medios ni los actualizamos en la medida deseable y, desde luego, necesitamos elevar sus salarios. No podemos sostener una Sanidad a base de sacrificios personales, presumir de su alta capacitación sin realizar suficiente investigación y sin darles tiempo y oportunidad para la continua formación que demanda el continuo incremento de la tecnología sanitaria. Creo que, dentro de las prioridades, aumentar los honorarios, eliminar su precariedad laboral y reducir su jornada de trabajo es imprescindible. Estamos invitando a médicos, enfermeras y ayudantes de enfermería a que, una vez que adquieran experiencia en la Sanidad Pública, se vayan a la empresa privada, emigren o disminuyan su dedicación y empatía con el paciente tratando de aplacar su malestar.

 

 

 

Archivado en:Actualidad, Personal, Política Etiquetado con:Abascal, Casado, coronavirus, crisis, españa, Iglesias, Illa, infierno, invierno, moción de censura, política, Sánchez, Vox

Sonetos a las cuatro estaciones

4 marzo, 2019 By amarias 1 comentario

A la primavera

Rota la reclusión tras tensa espera
surge al fin, orgullosa de su alarde,
alargando la luz, la primavera.
Despierto del letargo, el campo arde

convirtiendo en verdor la sementera.
Por ganas de vivir, será la tarde
triunfo del placer y, aunque se esmera
invierno en que respeto se le guarde,

florecerán cerezos, será la era
de nuevo el vergel que amamos tanto
y en la rama del naranjo más somera

harán mirlos su nido, y con su canto
contagiarán de alegría zalamera
el ánimo triunfal que me levanto.

10.01.19

Al verano

Sopor bendice que el calor te aporta,
-viajero del tiempo-, trayéndote el verano
la fiel reparación con que te acorta
páginas que se nos fueron en vano.

Responde con sudor en la retorta
para aliviar tensión, el cuerpo sano:
de alegría explota que al amor exhorta,
y un corazón, volando, el gran milano,

traza sobre el paisaje. El campo yermo
se rinde a la tormenta, cortesano.
Yo me siento feliz mientras me duermo,

protegido al soñar del mal villano,
y ya curado al despertar si voy enfermo,
vuelvo con paz y frutos en la mano.

15.01.19

Al otoño

Surgiendo del calor, será el otoño
quien llenará cestas y cántaras
de vino y frutos; fiestas y chácharas
vencerán la resistencia del gazmoño.

Caerán para placer, pieles y cáscaras;
rendido a tentación galán bisoño
ofrecerá a su amor, como el madroño,
junto a pulpas, flores, y en las cámaras

acortándose noches, crecen tretas;
y al caer de las hojas, cubren máscaras
la desnudez de opciones obsoletas;

mandan ventarrones a hacer gárgaras
delirios de amantes, locos y poetas.
¡Enciéndanse pábilos de lámparas!

20.01.19

Al invierno

Ni dolor ni placer son nunca eternos,
y al fin de otoño, ¡ay del que se atreve
a afrontar sin abrigo los inviernos
que lluvia del estío trocan en nieve!.

Marchitas ya las hojas en cuadernos
que triunfante Cronos al suelo mueve,
mutan los purgatorios en avernos
y no hay pasión que a su expiación no lleve.

Cuando a todo cerdo san martín llega,
desea a cubierto que tu mal sea leve
y si la gloria alguna vez te ciega,

prudencia y compasión en calma bebe,
pues con calzón quitado no se juega
y no hay necio que su rigor no pruebe.

31.01.19

(Del libro “Sea por instinto, vocación o influjo”, @angelmanuelarias, 2019)

—

Una gaviota y un cormorán común disputan por los restos de un pez. Seguramente el cormorán lo atrapó de las profundidades marinas, utilizando su habilidad buceadora, pero, incapaz para engullirlo sin salir a la superficie, mientras trataba de voltearlo para tragárselo entero, se encontró con la habilidad torticera de la gaviota, que le arrebató un trozo de su presa.

Magnífico espectáculo de supervivencia animal que el ojo atento del observador de la naturaleza puede captar, en no pocas ocasiones, cuando pasea a la orilla del mar, en el dominio de los puertos pesqueros o desde una barca de paseo. A veces, incluso, puede ser el mismo, el protagonista inductor de la dramática historia del combate diario por la supervivencia (en este caso, aves marinas), ofreciendo a su voracidad un alimento más fácil que el que proporciona la naturaleza abierta.

Pequeño dios de ese mundo limitado, por unos momentos, el amigo de la naturaleza se recrea en una escena de rivalidades que, con su voluntad, ha pretendido crear.

Archivado en:Personal, Poesía Etiquetado con:angel arias, cormorán, estaciones, gaviota, instinto, invierno, otoño, primavera, sonetos, verano

Cuento de otoño: El cartero del pueblo que no escribía cartas.

25 septiembre, 2013 By amarias2013 Dejar un comentario

¿Recuerdan aquel bombero que, temiendo lo despidieran por falta de trabajo, prendía fuego al bosque prácticamente cada domingo?. Cuando por fin descubrieron que era él el incendiario, apenas si quedaban cuatro árboles en pie. Su caso no es diferente al del policía que se convertía por las noches en ladrón, o al de esos abogados que aconsejan a sus clientes pleitear por un quítame allá esas pajas para engordar la minuta. ¡Imaginemos a un médico inyectando cultivos de virus en los conductos de refrigeración de los espacios públicos!

Se cuentan muchas historias parecidas, algunas de las cuales se estudian incluso en las escuelas de negocio. Una de las que se nos vende entre las más ilustrativas es la del hijo del cristalero que, creyendo ayudar a su padre, se dedicaba a romper sistemáticamente los cristales del vecindario. Lo que consiguió, después de un fugaz esplendor, es que todos los clientes se empobrecieran con tanto gasto inútil, y su padre, ya sin encargos, tuvo que cerrar la tienda.

(Por cierto: Por muy claras que parezcan las enseñanzas de este tipo de cuentos para quienes los usan como ejemplo, siendo cada cual libre de actuar como le parezca, entender lo que le venga en gana y, muchos, propensos a hacer lo contrario de lo que se les aconseja, no es de extrañar que haya alumnos, que al aplicar cualquier idea a su vida real, interpreten que están haciendo lo que deben, haciendo lo contrario de lo que deberían).

Por mi costumbre de tener siempre el oído dispuesto a escuchar historias, una vez sorprendí el relato muy curioso que un anciano le estaba refiriendo a una mujer joven, -seguramente, su hija-, y que guarda cierta relación con el tema que estoy tratando.

Ambos estaban en una estación ferroviaria, esperando un tren de cercanías que se retrasaba, y que yo también debía coger. Esta era su historia.

Resulta que en un pueblo de la antigua URSS, cuando aún aquellas tierras eran imperio, vivía un leñador que había perdido una mano en un desgraciado accidente, por lo que ya no podía ejercer el oficio por el que habían subsistido, hasta entonces, mal que bien, él, su mujer lituana y sus seis hijos, todos de tierna edad a la sazón. El pueblo, precisó el viejo relator, estaba situado en los territorios propios de la región de Kasharkastán, o así me pareció que sonaba su nombre: tan cerca de las zonas gélidas de Siberia, que parecía alejado de la mano de Dios y, desde luego, lo estaba de los hombres.

A un pueblo tan remoto nunca llegaban cartas ni periódicos, y las únicas noticias que ocupaban las conversaciones de los lugareños eran las relativas al propio lugar, a los mínimos avatares de sus gentes, las querencias de sus animales domésticos o la cíclica evolución de sus escasas haciendas.

Así estaban las cosas, cuando un día llegó una carta. Era invierno y todo estaba blanco como el rostro de una virgen el día de su boda. *La llevaba uno de los correos del Zar, demacrado, con el uniforme hecho jirones y el pie derecho sanguinolento. Se colocó en el centro del pueblo, guiando como pudo su escuálido caballo bayo, que babeaba espuma verdosa.

El trote cansado de los cascos, ya desherrados, sobre las piedras de la plaza, despertó la atención de los habitantes del poblado, que no estaban, en absoluto, acostumbrados a las visitas, y rodearon al extraño. Por eso, todos vieron que tanto el jinete como su montura estaban extenuados por la tremenda travesía y, a pesar de los esfuerzos que hicieron para que se recuperaran, asistieron, impotentes para cambiar el destino, a la muerte de ambos. Primero, falleció el caballo, y, al poco, murió el correo, no sin antes anunciar:

-Traigo una carta.

En efecto, cuando miraron en la cartera de cuero que traía bien sujeta a la silla de montar, encontraron una carta, en la que con el lógico temor, identificaron el sello del Zar.

-Algo nos quiere decir su dignísima Majestad imperial-dedujo el alcalde pedáneo, mirando el sobre, perfectamente lacrado.

-¿A quién va dirigida la misiva? -preguntó una joven de mejillas sonrosadas, que pasaba por ser la más hermosa del pueblo.

El alcalde leyó, enfatizando como pudo las palabras: “A quien pudiera corresponder”.

No pretendo hacer el cuento largo, aunque el anciano se entretuvo refiriendo las muchas dudas acerca de las posibles interpretaciones que tan genérica designación de destinatario suscitaban entre los lugareños. Finalmente, se pusieron de acuerdo en que, ante todo y en primer lugar, deberían designar un cartero, puesto que, hasta entonces, por falta de cometidos para él, ya que nunca había llegado una sola carta al pueblo, carecían de alguien que desempeñara tal oficio.

El leñador manco se postuló para el trabajo y fue aceptado de inmediato. “Por fin, podré alimentar a mi esposa y a mis hijos, con lo que me paguen por este trabajo”. Convinieron un salario -ni muy alto ni muy bajo-, que pagarían entre todos los habitantes y se fueron a sus casas, tranquilizados, no sin antes haber dado sepultura al correo y haber sorteado los cuartos del caballo.

El nuevo cartero volvió a su casa con la carta sellada en el zurrón. “Has de repartirla de acuerdo con las indicaciones”, fue la instrucción que recibió del Consejo popular. “Es tu responsabilidad como nuevo funcionario provisional del Zar”.

En aquel momento, llegó el tren que estábamos esperando, y nos apresuramos a subir al vagón que a cada uno correspondía, ya que en nuestra estación solo se detiene unos segundos, el tiempo justo para que los nuevos viajeros se introduzcan en él con sus maletas. El anciano relator y la que parecía su hija (tal vez, ahora que lo pienso mejor, sería su nieta), tenían asiento preferente, en tanto que yo ocupaba uno de los de clase turista.

Por eso, no pude escuchar el final de la historia. *Lo que no me impidió imaginarlo. He supuesto que, decidido a no entregar a nadie la carta, que no respondiera exactamente a lo indicado en la dirección, la misiva permaneció sin distribuir, años y años, hasta que los ratones y las polillas la hicieron desaparecer, o, ta*l vez, si alguien se hubiera animado a abrirla, faltándole renglones significativos, indescifrable.

Puede que nadie se hubiera atrevido jamás a romper el sello del zar, y la razón podía estar en el propio cartero, celoso de cumplir con su deber. Por ello, el cartero del pueblo que no escribía cartas, conservó su trabajo mientras vivió, ya que tenía una actividad pendiente técnicamente impracticable: entregar la carta a su correcto destinatario, que no podía ser descubierto con la información disponible.

Porque, para justificación del cartero, creo que una carta cerrada que deba ser entregada a quien corresponda solo puede ser distribuida correctamente si se abre, para conocer su contenido, lo que vulneraría el deber sagrado, reconocido en todos los códigos legales del mundo, de inviolabilidad de la correspondencia.

De todas maneras, si algún día vuelvo a encontrar al anciano, le preguntaré cómo acaba su cuento. El tiempo pasa y, hasta ahora, no hemos coincidido. En ninguna enciclopedia, atlas o diccionario figura la región de Kasharkastán, de la que me hubiera gustado contar algo más, y eso que he consultado a expertos de todo tipo.

FIN

Archivado en:Cuentos y otras creaciones literarias Etiquetado con:angel arias, caballo, cartero, correo, cuentos de otoño, invierno, zar

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