No lo planteo como pregunta -faltan los signos de interrogación en el título- aunque tampoco me jactaría de mantenerlo como respuesta. “Adónde vamos a parar” debe ser entendido entre señales de admiración, o más apropiadamente, de asombro y hasta menosprecio.
Me imagino que hacer de relator (con título o no en las Universidades de Ciencias de la Información, antes Periodismo) de lo que está pasando, con la cantidad de material disponible, debe ser una gozada. Cada tarde basta seleccionar cualquiera de las cerezas enmerdadas que la actualidad nos ha tirado en el cesto de la basura social, y los artículos glosando el suceso elegido, e incluso extrayendo posibles consecuencias a diestro y siniestro y rasgando algunas vestiduras para que se vean los trozos de carne ensangrentada, son cosa hecha. Como coser y cantar, pan con queso, miel sobre hojuelas.
Menos -o ninguna- atención merece la cuestión del posible final a todo esto. A la escala que nos importa más, que es la nacional, los que más presencia tienen en las calles señalan, camuflados entre la multitud absorta, dos puertas de salida: la República (no se bien dónde se tejen las banderas tricolores, pero debe ser negocio, porque cada día hay más, y doy por seguro que no van a faltar ni en la Feria de abril en Sevilla ni en las procesiones de Semana Santa, si este año no llueve) y la dimisión del gobierno del Partido Popular, enfangado en su incompetencia, no ya para dar la remontada al país (lo que se disculparía, dada la dificultad de la encomienda y la endeblez de los mimbres), sino en explicar con algo más que con balbuceos, desplantes y tonterías, las torpezas y pecados que se le van descubriendo a tropel en su trastienda ideológica, donde guardaban el pendón.
Puertas de salida no hay muchas, es cierto, y por ello, no faltan quienes se empeñan en estrellarse contra las paredes, dándose trompazos que les aturden la cabeza. Una pared muy sólida (para romperse en ella las narices) es la de acusar a los responsables del partido teóricamente contrario (ya no sé en qué) en haberlo hecho, hacerlo,y propornerse hacerlo muy mal, intenten lo que intenten. Pues allí van, una y otra vez, en soledad o en grupúsculos de amigos, los que comen y beben de la política, dando juego a los cómicos que han vuelto a salir de sus casitas y disfrutan imitándolos, porque dan risa con solo hacer lo mismo, pero en serio.
Aunque oficialmente (y en la práctica) España ha dejado de ser católica, se me ocurre que podíamos mirar a Roma para encontrar un posible modelo que nos ilumine sobre lo que convendría hacer en caso tan extremo. No me refiero a las elecciones generales italianas que han tenido lugar en estos días (y que ya ni siquiera nos sirven de referencia, pues estamos tan próximos en el codo a codo por llegar primeros al esperpento, que haría falta el fotofinish para dilucidar qué sociedad está más desencajada, si ellos o nosotros).
Me refiero al Vaticano y al procedimiento de elección de Papa.
La Iglesia católica, el mejor mecanismo ideado por el hombre (solo o en compañía de Dios) para combinar los negocios del espítritu y de la carne, ha ideado que los cardenales, cuando deben elegir sucesor al Papa difunto o dimitido, se reunirán en Cónclave y no saldrán del recinto vaticano hasta que no se pongan de acuerdo en quién ocupará la sede vacante.
La fórmula me parece excelente. Encerremos a los que plantean discrepancias sobre una medida y, hasta que no se pongan de acuerdo en lo que hay que hacer, que no salgan.
Así, al menos, no tendremos tanto ruido los que, sencillamente, deseamos trabajar tranquilos.