La mayor parte de los políticos españoles actuales han adquirido la base de su formación universitaria -los que la tienen, claro- en las Facultades de Derecho, Económicas o Sociología. Se ha puesto de moda la expresión “tiene estudios de…”, para indicar pretenciosamente que se han pisado las aulas universitarios (o los patios) uno o dos años, insinuando que basta respirar el aire de los antes respetados recintos para conseguir marchamo científico.
El esplendor de la titulitis se magnifica para aquellos que completaron estudios con cursos trimestrales o semestrales e incluso cortas estancias en el extranjero, especialmente si la estadía les ha proporcionado un título en inglés que adorna o embellece semánticamente su teórica capacidad para participar, con apariencia de credibilidad, en la postulación para tomar decisiones que afecten al resto de los ciudadanos.
Por supuesto, de nada serviría tener el mejor currículum académico en cualquiera de esas disciplinas, en el marco del teórico reparto de competencias institucionales -porque no me estoy refiriendo a la competencia para ascender en la escala privada, sino solo en la pública-, para acceder a algún puesto relevante de las administraciones públicas, si los futuros rectores de las polis no pertenecieran a un partido político que les aúpe.
Porque aunque algunos “independientes” serán elegidos por el dedo divino del jefe de filas de cualquier facción con opciones de llegar a mando en plaza, para reforzar la proyección mediática de la oferta electoral, en realidad, se trata de militantes “tapados” o vergonzosos.
Las últimas décadas y, en especial, la procelosa deriva implacable de la lucha partidaria hacia el folclore, han supuesto la incorporación a los primeros puestos de la dirección de los asuntos políticos a personas que se han distinguido en gestas que poco tienen que ver con la gestión administrativa y, aún menos, con el conocimiento de la realidad. La ciencia que les servirá para ejercer en su tarea pública parece que la adquirirán por contagio y, en todo caso, para los más bisoños, se puede creer que están preparándose para dar el salto a la privada, llevándose consigo la información y la experiencia adquirida equivocándose con lo que es de todos.
Cojo ejemplos, casi al azar, del juego que se nos hace con lo público. Tenemos a un venerable sociólogo con título emitido en francés y experiencia docente foránea, como ministro de las Universidades a las que desconoce; a un astronauta en paro cuya relación con tecnología no cósmica es nula, como ministro de investigación y ciencia; a un filólogo en la lengua catalana que se dedicó a escribir panfletos como aficionado al periodismo, elevado a paladín prófugo del separatismo; a un sociólogo de aspecto descuidado, empachado según muestra a cada rato por sus lecturas infantiles del izquierdismo, empeñado en resucitar de su sepulcro con siete sellos al marxismo-leninismo ( y que, por cierto, aumentó su currículum revolucionario como vicepresidente sedente del peor gobierno de España -por ahora-), y, en fin, ahí tenemos en los bancos azules, marrones y rosas, a esposas, maridos y amantes asiduos a páginas de la prensa del corazón, conviviendo felices junto a ladronzuelos de siglas respetables, o maestros de metafísica, amigos de las puertas giratorias y hasta gentes que pasaban por allí y gritaron “¡Soy de los vuestros!”.
Si es que el lector cree que estoy criticando o adjetivando solo lo que luce en el actual Gobierno, no son mejores las alternativas. Ahí van licenciados en derecho que nunca ejercieron la abogacía en otro foro que en mítines, titulados en ciencias de la información que han hechos sus mejores dientes llevando la agenda de tareas de sus jefes, abogados de Estado dimisionarios, politólogos que conocen de economía lo justo para abrir una cuenta corriente, negacionistas de todo cuanto se afirme desde enfrente, tipos suaves especialistas en hablar alto y duro, instigadores oficiales a la bulla, etc.
Claro que no todo es así, gracias a Dios, pero lo que hay es suficiente para que nos llevemos las manos a la cabeza.
Otras veces me he atrevido a comentar la singularidad española y hoy quiero volver por mis andadas. La generación de los que tienen entre, digamos, sesenta y setenta y cinco años en España, ha tenido pocas oportunidades de demostrar su valía con puestos de trabajo y actividades relevantes. Ganándoles en edad, sus mayores, muy longevos, han impedido -no solo con buenas artes- que llegasen a sitios desde los que pudieran desbancarles. Por abajo, los más jóvenes, sin la limitación del respeto a sus mayores, les han comido la tostada, apoyados por el fugaz conocimiento que dan las antes llamadas nuevas tecnologías (informática, telecomunicaciones, etc.); donde a los ancianos de la tribu nos obligaban a aprender latín, griego, geometría euclídea y filosofía, estos retoños de menos de cincuenta años -y muy especialmente los que tienen entre treinta y cuarenta primaveras- no saben de tir ni per, sino solo de que la huida hacia delante es la mejor solución para escapar de un mal presente.
Hablando el otro día con un amigo que buscaba ingenieros con currículum para no se qué real academia, y que se lamentaba de no encontrar perfiles relevantes que se acercaran a los de lo ancianos que ya ocupan sus sitiales, me vino a la cabeza, en la que vuelve a crecer el pelo (gracias a la quimio) que la “experiencia verdadera” (esa que, en lenguaje paladino, afirmaba que “cortando testículos se aprende a capar”) no figura en la trayectoria curricular enseñable.
No quiero presumir de mi propia sabiduría, pero se bastante de lo que no está en los libros. Y, por eso, tengo dudas allí donde los que más alardean de conocimiento les han cosido las certezas que venden en la feria.