Los políticos españoles han conseguido que desviemos la atención de los dos problemas acuciantes del país y concentremos el interés en sus tejemanejes. Por supuesto, no tengo dudas en cuanto a la identificación de esos problemas prioritarios: la superación de la pandemia, con revisión del nivel sanitario que permita hacer frente con solvencia las previsibles nuevas crisis; y la regeneración del tejido productivo y de empleo deteriorado gravemente por una gestión de la pandemia vírica que juzgo errática y poco eficaz.
Resulta que lo que nuestros representantes desean que apreciemos no es su capacidad para resolver los problemas del país y movilizar a los agentes sociales en apoyo de esos objetivos (y explicar bien las dificultades encontradas si no los han conseguido). Lo que desean es que vayamos de la mano con sus argumentos de disputas de egos, sus tensiones emocionales y la quebradiza fidelidad a sus cabezas de fila, en los partidos que les han llevado a los asientos por los que dicen representarnos.
La precaria situación de la economía y la pérdida masiva de empleo no ha servido para promover un debate plural, coordinado desde la voluntad de eficacia y el conocimiento. Ha traído a escena un mal que en los países realmente desarrollados y en los que impera una democracia no cuestionada, parecía descartado en España. La polémica de una academicismo trasnochada entre la gestión liberal de la economía o un centralismo despótico desde el Estado. No estamos para ensayos, pero resulta que hay varios partidos que basan su política (al menos, de boquilla) en segregar el Estado, despreciar la iniciativa empresarial y presionar sobre las clases medias amenazándolas con incrementar los impuestos para sostener su idea de economía del bienestar.
Que en el otro lado ideológico, sus anteriores cabezas se vean hostigadas por la justificación judicial de supuestos (aunque cada vez menos) ingresos y gastos opacos al fisco, no es nada tranquilizador. Puede que los nuevos gestores deseen que olvidemos esa pasada dependencia de las cajas B de los partidos que gobernaron el país, pero resulta difícil pasar página sin quitarnos las manos de la cabeza.
Por mi naturaleza negociadora y mi ánimo progresista moderado, siempre me gustaron las opciones de centro izquierda. No queda más que la ceniza y el olor a humo de esa opción, como consecuencia de la deriva peligrosa hacia los extremos, con los que se han venido encendiendo las campañas de un colectivo de votantes cada vez más desinformado y menos culto.
Quizá lo que nos pasa es consecuencia de la consagración de la profesión de político como modus vivendi (error que estamos pagando, cuando solo debería dedicarse a la política quien tiene sus necesidades personales cubiertas y una experiencia personal acreditada). Porque hay que contemplar con estupor los movimientos de cambio de chaqueta ideológica de miembros de grupos parlamentarios con los que alcanzaron, en su momento, representación en las cámaras legislativas y en los órganos de las administraciones públicas.
Esas deserciones, cuando se concretan en cambios de partido, sin abandonar sus credenciales, pueden ser calificadas de traición. No solamente a sus colegas de formación y a los documentos que, supongo, firmaron cuando se afiliaron, sino a los votantes.