Tal vez no se llamase Queenie, pero cuando hizo la Primera Comunión, con aquel vestidito blanco de encajes hechos con bolillos y el lacito de seda uniéndole en lo alto ambas coletas, la abuela María Luisa, que era la única que había sobrevivido de los cuatro mayores, y hacía pocos meses que estaba de vuelta de Miami, le dijo que era una Queenie, una reinecita, y a ella, como que le gustó, y, a partir de entonces a todo el mundo le decía que su nombre era Queenie, y eso le quedó.
-Queenie, ven para aquí, Queenie estáte quieta, Queenie ayúdame con esto.
Era más bien baja que alta, más fea que guapa, más gorda que delgada. Era inteligente y dispuesta, pero esas cualidades no son de las que se ven o, si se ven, se aprecian. Así que el nombre de Queenie, para quienes se creen que las reinas tienen que ser algo excepcional en todo o casi todo, le empezó a caer, para los maledicentes, como una verruga al lado del ojo.
-Esta no se nos casa, ya verás -dijo la madre, viendo que se hacía mayor y que no se la conocía pretendiente ni al asomo.
-¿No será de esas que tienen el gusto perdido, y solo miran a otras mujeres? -aventuró, con la boca pequeña, el padre de la criatura.
-No lo quiera Dios -fue la petición espontánea de la madre, que era devota.
Había en la ciudad un tipo que se las daba de taimado, atribuyéndose a sí mismo -cuando tenía ocasión- cualidades propias de los zorros, que se dice son capaces de entrar en un gallinero y, por guardados que estén patos y gallinas, tanto con red de alambre como con perro ladrador, siempre birlan alguna pieza, de la que no dejan más que cuatro plumas de testimonio en el comedero.
Es como si dijeran. “Por aquí pasé”.
A este fulano, de nombre que le pondremos, el de Bolindres Racimera, no se le conocía más arte ni otro beneficio que el de pasear vestido de petimetre, esto es, de pisaverde, con esa elegancia rancia del que cree estar a la moda y, en realidad, pasa por amanerado. Y cuando el decir general, en una población pequeña, califica a alguien de tipo con modales rebuscados, está atribuyéndole, a la chita callando o a voz cantante, vicios o tendencias que juzga inconfesables, salvo en las iglesias donde se otorga perdón por los pecados.
Racimera era, en realidad, un zorro petimetre, que es tanto como decir que ocultaba sus verdaderas intenciones, como ya habían hecho antes otros avezados en el arte del disimulo, pretendiendo que se le viera como que eran lo que no eran. Unos, son zorros para el negocio, otros, para la política y, no pocos, para los asuntos tocantes a los placeres de la carne que, en lugar de ser servida en el plato, se suele consumir bajo las sábanas y en buena compañía.
Bolindres Racimera era de estos últimos. Simulando cojear de un palo, atraía a las palomas del contrario, que, confiadas, acudían a él, ya fueran solteras como casadas, consultándole las dudas y problemas más variados.
-Tú que tienes gusto, Bolindres, ¿cómo me sentará este corte de pelo?
-¿El color rosa, va bien con el morado metálico?
-¿Dónde se podrá comprar una faja adelgazante?
A todas las cuestiones contestaba con tino, y cuando le parecía que el tiro merecía la pena, las hacía asomar al brocal del pozo en donde, como una hormiga león, entre zalamerías y engaños, las empujaba para hacerlas caer hasta el fondo, en donde él les devoraba la virtud o lo que hubiera en su sitio.
Pareciéndole que se le estaba pasando la edad para casarse, Queenie tocó a rebato, dio un repaso mentalmente a su libreta de contactos y, consciente de sus limitaciones, después no pocas dudas, seleccionó a Racimera.
Era tal su desconocimiento de los andurriales que el otro frecuentaba, que imaginó que le tenía que resultar atractiva la oferta que iba a hacerle, que no era sino casarse con ella. Y si al lector esta historia le está pareciendo bastante antigua, porque opina que ahora los jóvenes tienden a escabullirse de tales compromisos, envejeciendo sin pasar por los registros civiles, que solo guardan el asiento de su nacimiento, espérese al final, antes de juzgarla.
-Bolindres, no tienes por qué negarlo. La gente juzga por tus vestidos, tu porte, tu andadura,… que eres marica perdido. -le dijo la moza, abriendo el melón por la parte que a ella le convino.
-No es oro todo lo que reluce, ni homosexual quien lleva pluma -fue la respuesta del zorro petimetre.
-Yo se que no lo eres. Te llevo observando desde hace mucho tiempo, y estoy segura de lo que te gusta.
Estaban en el Club de Regatas, en cuya cafetería habían coincidido adrede. Queenie había pedido a Bolindres un tiempo para hacerle una consulta seria y el zorro, aunque no encontraba a la joven atractiva, interpretó, curioso, que en la cosa habría, en fin, tomate. Por eso le sorprendieron los alegatos de principio.
-Voy al grano-siguió Queenie-La gente también murmura de mí que soy lesbiana.
-No había oído nada de lo que me cuentas -mintió Racimera, mientras valoraba que el botín iba a ser nulo o muy exiguo.
Queenie sorbió un trago de la Cola, para humedecer la boca seca.
-Pues lo soy -confesó la moza-.Vamos siendo mayores, quiero vivir aquí y creo haber encontrado la forma de que ambos hagamos lo que nos apetece, de común acuerdo, y sin escándalo.
Bolindres la miró de hito en hito.
-Casémonos -dijo Queenie, sin mover un solo músculo de la cara, salvo los orbiculares de los labios.
Fue una propuesta razonable que, convenientemente sopesada, Bolindres aceptó. Tendría sus razones. Y fueron muy felices desde entonces, cada uno en su corral, callando habladurías.
FIN