Había una vez, en un lejano país, -alejado de cualquiera de las fronteras conocidas-, una joven virtuosa que vivía preparándose para el día de mañana, que, como es sabido, se corresponde más o menos con el momento de la vida de cada persona en el que la sociedad te reconoce como adulto y te ofrece la posibilidad de trabajar con una remuneración que te permita vivir con la dignidad propia de los cuentos de hadas.
Esta joven tenía un padre ya bastante anciano, que se había quedado viudo cuando era niña de pocos años, y, consciente del poco tiempo que tenía libre para dedicárselo a su querida hija, había confiado su educación a una vecina que, por cochina casualidad, era una bruja piruja de lo más retorcido.
Cuando la hechicera comprendió que sus enseñanzas -consistentes en la confección de infectos brebajes y malévolos conjuros- no eran asimilados por la adolescente, montó en su escoba al mismo tiempo que en una cólera terrible, y convirtió al padre en un adefesio (un jarrón de imitación de porcelana china, con forma más bien de vaso de noche) y a la joven en una loba de tamaño descomunal, a la que obligó a vagar por el bosque, y, dada su nueva naturaleza, se vio constreñida a alimentarse de los animales que pudiera cazar.
Por fortuna, los maleficios brujeriles tienen sus limitaciones y la condición que iba implícita en éste, en concreto, fue que, la joven-loba se mantendría indefinidamente como tal si antes de los veintiún años no encontraba a alguien que la amase en su propia condición de bestia maléfica. Cuestión de solución realmente muy complicada, ya que en aquella comarca todos consideraban a los lobos seres abominables, condenados a la extinción, pues diezmaban los rebaños de ovejas, mataban sin piedad a las gallinas e, incluso, atacaban a los seres humanos cuando se encontraban a solas con ellos en un descampado y los hallaban desarmados.
Cuando en la comarca fue conocido que, además de las manadas lobunas habituales (que habían sido monitorizadas con microchips instalados en sus orejas), se había asentado una loba de magnitud descomunal a la que, por la sola razón de su tamaño, habría de inferirse ostentaría una inusual capacidad devoradora, organizaron de inmediato una batida, con el propósito concreto de matarla y disecar su piel para hacerla alfombra. Todo ello, contando con la licencia correspondiente.
El falso jarrón chino había sido, entre tanto, recogido por un buhonero, que lo había descubierto husmeando entre los enseres de la destartalada casa, vencida por el abandono, en que se había convertido la otrora apacible vivienda del anciano padre. Estaba puesto a la venta en la plaza del pueblo, junto con otros inútiles cachivaches de variada procedencia, y, no habiendo perdido su capacidad de escuchar, allí mismo se enteró de lo que pretendían sus antiguos paisanos.
Lleno de dolor, sintió el deseo de estallar en lágrimas, aunque solo consiguió que se abrieran unas cuantas grietas en el recubrimiento porcelanoso, lo que lo afeó aún más. Su aspecto llegó a ser tan deplorable, que cuando un joven le preguntó al mercachifle por el precio, ya que tenía intención de ofrecérselo a su sufrida madre como regalo de cumpleaños, éste se lo regaló.
-Quítamelo de la vista y con esto ya te estaré agradecido, -dijo el buhonero-. Su presencia disminuye el valor del resto de mi mercancía, porque todos me preguntan si no lo extraje de un yacimiento etrusco, pues exuda a veces limo por las grietas.
Cuando los cazadores de la comarca se alistaron para formar el grupo que tenía el objetivo de dar fin a la gran loba, el citado joven, que resplandecía por su belleza y bondad entre los demás,- ya que no había sido atacado por la viruela y había leído la Historia de San Pascual Bailón y Santa Nicasia del Palomar, y se las había creído, decidió incorporarse al mismo, con la intención de boicotear la caza.
No tenía, en realidad, ese deseo anticinegético nada que ver con su bondad, sino que provenía del hecho constatable de que estudiaba etiología y pertenecía a un colectivo harto estrambótico, ya que se presentaba como empecinado en la defensa de la fauna salvaje que aún subsistía por aquella época. Incluso se jactaba en su currículum de haber participado con su opinión en ciertos foros, tomando ideas prestadas de insignes naturalistas, expresando que los lobos no eran dañinos por su naturaleza, sino inocentes contribuyentes al equilibrio ecológico, y que, además, podían servir de un atractivo turístico, siendo mayores los beneficios que podrían derivarse de su conservación que los producidos por su exterminio.
-Haré mucho ruido para espantar a los lobos y conseguiré que se vayan o escondan. En particular, me gustaría que esa loba gigantesca pudiera escapar con vida, tener hijos y que sean todos de gran tamaño.
Así había escrito en un diario que mantenía abierto, y en el que cada día escribía una impresión, un hauki o una poesía en rima asonante.
Quiso su suerte que el día de la batida, mientras los demás se afanaban en cubrir las muchas hectáreas de bosque tratando de avistar a la dañina fiera, el meritado joven, que estaba muy bien dotado (para las luengas caminatas), tomó un hatajo para llegar a donde suponía, por la espesura imperante y dado su conocimiento de las costumbres de los salvajes cánidos, que podría ocultarse la bestia.
Grande fue su sorpresa cuando, habiendo llegado a ese punto, desde el que se oían a lo lejos los ladridos de los perros y el trajinar entre los matos de las armadas huestes, se topó en efecto con la loba, que estaba lamiéndose la pata derecha, despreocupadamente. Al mirar aquella escena, contrastada al trasluz por los rayos solares del espléndido amanecer, quedó deslumbrado por el halo que circundaba el pelirrojo pelaje del gigantesco animal, resplandeciente en sus hermosas guedejas, y se sintió algo traspuesto. Le pareció que, en su interior, se despertaba un desconocido ardor, que no era de lástima o compasión, sino cercano al amor, aún sin poder precisar si era tensión natural o licenciosa inclinación.
Más fuerte fue, sin embargo, la impresión, cuando le pareció escuchar que la loba se quejaba de esta manera:
-Pobre de mí, sujeta a los avatares de una naturaleza que me es impropia, destinada a vagar por estos umbríos bosques, a alimentarme de sangre y de carroña, en lugar de vivir apaciblemente con los míos y, además, sin poder ejercer las artes para las que me inclinación me guiaría en mi provecho y el de otros semejantes bípedos.
Esta quejumbrosa reflexión avivó la curiosidad del hermoso joven que, creyendo estar en presencia de un ser angélico -si bien convertido en una apariencia monstruosa, por quién sabe qué oscuras razones de esos seres que actúan sobre la voluntad y desvaríos de los humanos-, se acercó aún más a la loba, perdido el miedo, para preguntarle:
-Dime, oh hermoso animal que estás entre los más dotados de tu naturaleza lobuna. ¿Qué pensamientos sombríos son ésos? ¿No estás contento, infiero, de ser lobo?¿Te rebelas contra tu naturaleza, siendo ésta esplendorosa, según veo?
A lo que, por no haber perdido la capacidad del habla de los humanos, contestó la loba:
-No soy lobo, sino loba. Esto, para empezar. Y, además, para mayor precisión, te diré que fui no hace muchos años, Merceditas, la hija de Pedro Ligares, el porquero.
-¿Cómo has llegado a esta condición, criatura? -le espetó el hermoso doncel, mirando a todos los lados, porque temía ser objeto de una broma de mal gusto. Merceditas era, según creía, una moza que había dejado el pueblo para dedicarse a ser chica de alterne en un lupanar de centro Europa.
-He sido encantada por una bruja, malvada vecina que me condenó a esta desventura por no hacer caso de sus torcidas propuestas, consistentes en preparar brebajes con los que engatusar a los jóvenes para que cayeran rendidos en los brazos de mujeres sin corazón, o potajes con los que convencer a los humildes de que los poderosos están haciendo las cosas por su bien, o … -continuó la bestia, abriendo unas terribles fauces con las que pretendía modular mejor las palabras, y en la que ya faltaba un incisivo.
-Calla, calla, por Dios -le atajó el bello muchacho, sin darse respiro -No sigas, que el ánimo se me encoje. Te conozco, Merceditas, aunque bajo ese pelaje jamás te hubiera reconocido. Lo que cuentas es abominable. ¿Dónde está tu padre, que no te ha defendido de ese maleficio?
-La malvada bruja lo ha convertido en un jarrón chino y, además, falso -fue la terrible respuesta que oyó el bello de la bestia.
Y el joven comprendió que aquel jarrón no era si no el que tenía su madre sobre la mesa de la cocina, sosteniendo un ramo de flores artificiales que simulaban dalias.
-Oir para ver y ver para creer -fue lo único que se le ocurrió al muchacho.
Y, en ese momento mismo, los tipos de la batida, divisaron a la bestia, y apuntando al bulto, allí mismo la acribillaron a balazos. Justo en el instante en que, vendido el maleficio por el amor del bello, la loba se había transformado en la hermosa joven que había sido, aunque, por las graves heridas inferidas, nada se pudo hacer para salvarla.
Todos se quedaron atónitos, y el bello, consternado. Aún hoy el caso sigue abierto en las instancias judiciales, sean éstas cuales fueren, pues estas cuestiones de competencia entre licantropía, magia y cuestiones de familia, no encuentran atribución sencilla en los órdenes correspondientes de los tribunales de Justicia.
P.S. Si le interesa al lector saber qué pasó con el jarrón, encuentro justificada su curiosidad. Vuelto de pronto a la forma humana, se encontró desnudo en casa de la madre del joven sobre la mesa de la cocina, causándole buena impresión. Cuando se recuperó del luto, se casó con la hacendosa viuda, de la que en su época cerámica había podido constatar cuán seria, diligente y ordenada era para las cosas del hogar. No consta que haya trabajado posteriormente de porquero ni tampoco que le correspondiera jubilación, al haber pasado los últimos años sin cotizar. Vivió posiblemente del cuento (y de la viuda).
FIN