Pocas series televisivas y ya contadas películas pueden sustraerse al efecto sangre (“the blood effect”). Incluso se le han incorporado otros efectos, combinándolo con cortes de cabezas y extremidades producidos por tajos espeluznantes, o se le adorna con caídas estrepitosas interpretadas por espectaculares acróbatas circenses.
La excusa para sacar la sangre a pasear ha sido variada, y de creciente complejidad: un intercambio de disparos entr bandas rivales, una batalla campal con espadas, cañones o a porrazos, una operación quirúgica con extracción de varios órganos vitales, o un accidente en un medio de transporte con centenares de víctimas a cual más destrozada.
Ya que la oferta visual al espectáculo se refuerza con el uso del color, la variedad de efectos sanguíneos cubre desde el rojo kechup hasta complejos tonos que pululan desde los terrenos del carmín al del magenta.
Pero como a todo se acostumbra quien no sufre la desgracia en sus propias carnes, el efecto sangre ha perdido fuelle, para cederle hoy claramente el sitio al efecto cadáver (“corpse effect” o “zombie effect”), tendencia que ha sido inmediatamente incorporada en los festejos de Carnaval, donde las máscaras con un hacha incrustada en el cráneo rivalizan con la presencia de travestidos orondos con medias de malla.
En la vida real, el efecto sangre tiene, como se sabe, un poder de atracción instantánea, aunque arrastra el problema de que decae rápidamente. Ha sido siempre así. De tarde en tarde, la tribu necesita su catarsis, y es preciso seleccionar algún culpable, para entregárselo. Presentado a la exposición pública marcado con un par de latigazos y con las vestiduras desgarradas o, abandonado donde sea fácil de encontrar, para que sea descubierto por la masa el objetivo, lo que sigue está más visto que el TBO de mis tiempos de niño.
La multitud se lanza como posesa sobre el malo, intentando despedazarlo, en una escena de linchamiento que no parecería posible controlar ni desviar.
Pero no hay que alarmarse. Es muy posible que todo sea, en realidad, falso. En primer lugar, lo que no sabrá jamás la masa, mientras cree satisfacer sus ansias de justicia, de sangre, de expiación y catarsis, es que los objetivos no los elige ella. Le son presentados, con criterios de oportunidad, o de venganza, por sus cuidadores. …son los cuidadores de la masa, los que tienen por oficio y, por tanto, se lo toman muy a pecho, mantener los niveles de dieta de sangre adecuados, ofreciendo las adecuadas víctimas para el sacrificio tribal en sus altares, después de haberlas colocado con el caperuzo y las cadenas.
Y en segundo lugar, tengo la sospecha, de que, como en las películas, el efecto sangre es solo un truco del decorador y el estilista, que se incorporan al libreto para darle credibilidad y, por su acción, las manchas de sangre que lucen los sometidos al sacrificio de caer bajo los pisotones e iras populares, son ficticias. Se pretende, con ello, derivar la atención de otros objetivos más altos, calmar los ánimos populacheros y, sobre todo, hacer innecesario que las huestes obliguen a pasar a la fase mucho más delicada de “efecto cadáver”, y, además, que se realice sobre el que está más arriba, pasando por encima del que se propone para que reciba los golpes de la turba.
Fundamento esa sospecha, en que, pasado cierto tiempo, los cogidos en trampa hoy desaparecen pronto de la escena, y son suplantados por otros nuevos tipos, que distraen los ánimos, cubiertos con grandes ademanes, con montones más espesos de ketchup y pintura y moratones, adobados con gritos por los que se nos quiere ilustrar del tremendo castigo que se les está infligiendo.
Por eso reaparecen algunos con el tiempo, limpios ya de sangre, tan campantes, para darnos consejos sobre lo que tendríamos que hacer con los culpables; mientras los que están por encima de todo preparan, satisfechos, más guiones con efectos sangre, efectos zombi y otros efectos especiales, haciéndonos creer, con tales dosis de verosimilitud que lo que estamos viviendo es realidad, cuando no deja de ser pura fantasía.