En el curso acelerado de paraciencia económica con el que nos están graduando a expertos como a profanos, la lección inaugural del año 2013 ha sido el análisis de la posibilidad de que el gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica, para salvar su déficit de ingresos fiscales, acuñe una moneda con el valor simbólico de un billón de dólares y se la entregue a la Reserva Federal, a cambio del permiso para acuñar billetes de curso legal por esa cantidad.
Que la moneda esté acuñada en platino-iridio o en guano de Madagascar es lo de menos, pues importa su valor facial o, mejor dicho, lo que esté dispuesto a pagar por ella quien la compra. En el negocio del arte, en el que desde hace varias décadas se ha conseguido desligar el valor del precio, el convenio por el que se ha creado un mercado de extravagantes piezas que nadie en su sano juicio guardaría ni en el trastero, es un antecedente, quizá más conocido, de cómo se puede pagar una pasta por un cromo, sin más que los que se pasan de mano en mano el adefesio entronizado estén de acuerdo en esa fórmula trapacera de obviar impuestos y manipulalr dinero negro.
No importa ahora que el presidente Obama rechace, como un Cid de carne y hueso, la trampa de sacar dinero de una añagaza del sistema monetario para sostener sus pretensiones de mejorar algo el estado social del país que, siendo el más rico de la Tierra, quiere pasar también por ser el que las oportunidades están mejor distribuídas.
Lo que importa es que, de pronto, nos hemos vuelto a dar cuenta de que estamos sentados -todos- encima de una burbuja. Una enorme, gigantesca burbuja, cuyo potencial demoledor es superior a la bomba atómica más devastadora. Curiosamente, un programa divulgativo explicaba el mismo día que las manifestaciones del geyser Old Faithful, de Yelowstone, que tienen lugar de forma prácticamente constante cada 90 minutos, no son sino la evidencia de que bajo la superficie existe un gigantesco volcán que tiene su erupción contrastada cada 600.000 millones de años (más o menos) y, según los precisos cálculos geológicos realizados por quienes supongo saben hacer esas cosas, hace 650.000 millones de años que no explosiona.
El comentarista de la edición apocalíptica no se recataba ni un pelo en afirmar que estamos viviendo de prestado, porque el tiempo en que ha de presentarse esa demoledora erupción, que destruirá la vida en la mayor parte del planeta Tierra, ya está superado. Lo que no contaba el tipo es que no estamos solo en peligro de morir abrasados, sino también de inanición (si es que no lo hacemos antes de un ataque de caspa), y que las alternativas no dependen de nuestra capacidad de elección.